Reabrió este verano al público su sede en el Parque Independencia de Rosario (Bv. Oroño y Av. Pellegrini) el Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino, cuyo nombre es el del coleccionista que legó el núcleo de su patrimonio. El acervo ya venía creciendo con donaciones y adquisiciones. Siguió, y hoy constituye una de las más extensas y hermosas colecciones de arte del país. Pertenece a todos los rosarinos y está disponible para su disfrute, de viernes a domingos de 10 a 14 (con turno) en una de las mejores muestras patrimoniales de su historia. Un pasado expuesto. Caminos del arte entre 1918 y 1968 abarca todas las salas laterales de la planta baja desde mayo del 2018 hasta el 31 de mayo de este año. Es una exposición cuidadosamente periodizada y comentada en textos de sala, curada por los máximos expertos en historia del arte de la región: Guillermo Fantoni y Adriana Armando. Se articula elegantemente con la que se abrió el viernes pasado en la sala central, La sutileza de existir (curador: Fabián Rucco).

En 1918, dos años antes de abrir la primera sede, la Comisión Municipal de Bellas Artes (un grupo de ciudadanos de Rosario que había asumido la tarea de constituir el acervo museográfico) compró una serie de paisajes impresionistas recién pintados en el mismo exacto rincón de las sierras cordobesas por Fernando Fader. La vida de un día (1917) recibe al visitante con su concepto cinematográfico de caballete como cámara fija y lo encanta con la poesía realista de su verdad lumínica. En 1968, poco después de que la dictadura de Onganía cerrara la exposición Tucumán Arde, el GAV (Grupo de Arte de Vanguardia), que la había realizado investigando a lo Rodolfo Walsh la sobreexplotación en los ingenios tucumanos, se disuelve por decisión consensuada entre sus integrantes, quienes optaron todes por abstenerse de seguir participando en el sistema del arte. 

Entre aquella adquisición fundante y esa renuncia-denuncia, entre un paisaje y otro, entre un grupo y otro, se tensa el medio siglo que la exposición abarca. Anteceden o vaticinan el final dos piezas en la sala anterior: una de las pocas pinturas de Eduardo Favario que las fuerzas armadas estatales que lo mataron no destruyeron (y que parece mostrar el espacio de la pintura como un camino cerrado sin salida) y una mesa de registros fotográficos de la serie de performances Vivo-Dito (1963), de Alberto Greco. De Alberto Pedrotti, que legó toda su obra al Museo, se muestra bastante y muy bueno, desde un retrato de 1932 que comenta el Retrato de la madre del pintor por Whistler, hasta una Asamblea universitaria de 1977, en plena dictadura, donde el estudiante y la estudiante tienen rasgos espiritualizados y la pancarta puede leerse en clave mística.

Asombra el vértigo de tantos cambios transcurridos en menos de una vida; indigna que los frutos de esos cambios no sean para el goce de todes les ciudadanes. El arte expresa todo esto y los curadores, mientras cuentan y despliegan en el espacio la historia de la colección, leen (vienen leyendo desde hace muchas muestras como esta, juntos o por separado, como también en sus numerosos libros, catálogos y trabajos académicos) las diversas relaciones posibles entre obra y contexto. Este enfoque resulta superador de la mirada sociológica centrada en las tensiones internas del campo del arte. En la última sala, pintada de un amarillo girasol solar, coexisten documentos de Tucumán Arde del archivo Graciela Carnevale con los magníficos cinco xilocollages Juanito Laguna (1961). Esa serie gráfica consagró a Antonio Berni con el Gran Premio Internacional de Grabado en la XXXI Bienal de Venecia de 1962. En 1963, dos coleccionistas rosarinos, Domingo Minetti y Gonzalo Martínez Carbonell, compraron las obras premiadas y las donaron al Museo Municipal de Bellas Artes. Y aquí están, viñetas cotidianas del pibe pescador que sigue sobreviviendo igual 50 años después, narradas pegando en los tacos de grabado materiales que la industria descarta como la sociedad descarta al pescador; el rostro, el cuerpo, los peces y la vegetación son trazados en madera con gusto moderno y clásico a la vez, ennobleciéndolos. Juanito resuena en el Muchacho del Paraná de Lucio Fontana en la sala central, y en las fotos que hicieron Norberto Puzzolo y sus compañeros del GAV a los niños explotados en el obraje azucarero tucumano. Por más que Berni y el GAV hayan recorrido ámbitos diferentes del arte, les preocupaba la misma realidad.

Además de ordenar las obras por sala según los núcleos temáticos que caracterizan cada período, lo que hace amable el recorrido sin alterar la temporalidad histórica, Armando y Fantoni prefieren los textos de sala escritos o narrados por los mismos artistas, dando así voz a los actores más autorizados para contar lo que hicieron, o bien a literatos de la época que escriben acerca del contexto y valorizan los temas. Una segunda sala está dedicada a los estudios de tipos étnicos y paisajes característicos, hace cien años cuando la prioridad cultural era definir lo nacional. Un viaje al Paraguay, quizás en compañía de su amigo escultor Erminio Blotta y seguramente para visitar a los hermanos Delgado Rodas (dos paraguayos absolutamente modernos, artistas ambos), le permite a César Caggiano componer Mercado del Paraguay, un óleo magnífico que condensa el país hermano en una imagen: mestizas, pies descalzos, las naranjas y unos rojos y verdes, una luz subtropical inconfundible. La obra maestra se expone junto a otras más conocidas como La Chola, de Alfredo Guido, en la sala "Visiones de América".

En 1929, Lino Enea Spilimbergo ganó un suculento Primer Premio Adquisición en el XI Salón de Rosario con su Paisaje de San Juan, de incontables puntos de fuga y un cielo en azules metafísicos. En una entrevista de 2018, su nieto Leonardo habló de cómo aquel reconocimiento a la obra moderna de su abuelo, la que éste pintaba en San Juan y había comenzado en Europa, precede por 8 años al que recibiría en Buenos Aires. Un alumno suyo, el tucumano César Macías Lizondo, obtuvo el Tercer Premio Adquisición en el Salón de Rosario de 1961 con un Paisaje de Olta (localidad en la provincia de La Rioja) pintado el año anterior y que introduce en la sobria colección del Museo una paleta vibrante de naranjas, verdes y magentas aplicados en finos trazos sensibles sobre blancos de color. La vertiginosa profundidad espacial cubofuturista del maestro y los fragmentarios planos frontales del discípulo coinciden en un rigor compositivo donde cada parte del todo está equilibrada. Y coinciden en una voluntad de renovar el lenguaje pictórico en obras que representan universos regionales. Estos tres rasgos (cohesión formal, experimentación plástica y tema autóctono o cercano) atraviesan la muestra.

Novedades: dos retratos de su padre por Emilia Bertolé, y una sesión de zoom entre Schiavonis. Revelaciones: dos escultoras, Susana Hertz y María Juana Heras Velasco, con obras geométricas de suprema calidad, ambas fallecidas sin el debido reconocimiento; una pintora, Marta Puebla, quien conmueve con unos Girasoles que aluden a Van Gogh. Como testimonio de la labor del Museo hay reconstrucciones de obras de los años '60, como las estructuras primarias de Noemí Escandell o de Puzzolo, o un famoso mural grupal de tres artistas del Di Tella que fue rehecho bajo la supervisión de uno de ellos. Rogelio Polesello y Julio LeParc, vanguardistas del arte óptico y cinético que el Museo expuso en su tiempo, se lucen junto al expresionismo de Sakai, Del Prete y Gowland Moreno. Eduardo Serón, artista rosarino, tiene su justo lugar en el arte concreto. El arte de la región se ve así justamente valorizado junto a autores más reconocidos. No hay espacio para reseñar todas las obras; hay que verlas. Son nuestras. Y somos su futuro.