En el grupo de mamis amigas nos pasamos fotos del primer día de clases de nuestros hijos e hijas, esas de la emoción antes de salir de casa. Esta vez no hubo otras en la puerta de la escuela, que se atravesó enfrentando el primer impacto del protocolo; menos adentro, territorio eximido de toda forma habitual del reencuentro. Es un comienzo extraño, cubierto por sentimientos encontrados, imposible de celebrar por las redes junto al ya clásico ¡Aguante la escuela pública!

¿Cuál es el aguante que el sistema educativo propone este año a las familias, y a los docentes?

Nos comentamos los contactos breves, brevísimos dadas las circunstancias, que tuvimos con maestros y directoras, mientras una intentaba en vano lograr que el niño no revolee el barbijo, y otra que reconozca a su maestro detrás de una especie de escafandra rarísima que se agenció. Las realidades e infraestructura escolar son distintas en cada caso, pero lo recogido es más o menos lo mismo: No sabíamos cómo... No es lo mejor, pero tuvimos que adaptarlo... Queríamos hacer de otro modo, pero no nos autorizaron... No nos dan los metros... Faltan ventanas... Vamos a ver...

Hacemos apuestas sobre cuánto durará todo esto. El pronóstico recabado al pasar no suena alentador. Concluimos que, bueno, seremos también choferes mientras duren las tres horitas promedio diarias, volviendo a casa un rato y vuelta a salir a buscarlos.

¡Qué lindos son!, comentamos al ver esas caras radiantes de primer día de guardapolvo. Las repasamos con tanta carga de deseo y orgullo, como de fe depositada en esa herencia sarmientina a la que nos seguimos aferrando, contra toda evidencia. 

¡Qué lindo es dejarlos en la escuela!, me surge decir, recuperando un recuerdo atávico, al que conecto completamente por fuera de todo aquí y ahora. Un sentimiento no mediado por la razón, pero real al fin, que, es fácil imaginar, habrá aparecido muy claramente recortado en los focus group de campaña. Y allá vamos.