Aristodemo concurrió, sin ser invitado al Simposio de los sabios. Una versión refiere que pasó desapercibido porque él también lo era, la otra versión… porque no, dijo Enrico, un viejo docente jubilado, como una nota al pie de página, en la lectura del Simposio. Un poco después, cuando en la voz de Virginia resonaba el discurso de Pausanias refiriendo el mito de las dos Afroditas, la Urania y la Pandemia, el timbre sonó. Un invitado al azar, que era una de nuestras costumbres, fue aceptado, salvo que en esta oportunidad, nadie lo reconoció. Era un hombre de rostro curtido afín a su ropa descuidada. Casi sin articular palabras, sorbió con avidez la taza de café que ofrecíamos y devoró las galletitas. Después se quedó en silencio, disimulando cierta incomodidad; no nos dijo de dónde venía ni tampoco se lo preguntamos. Lo tratamos como si lo conociéramos, pero ahora, que transcribo la trama, comprendo que fue un error, un error prodigioso porque se introdujo en mi sueño y me impulsó a escribir este texto… Entendimos que participaría de nuestras reuniones pero, sin mediar más que gracias y unas pocas y casi inaudibles palabras, no lo vimos más… Lo recuerdo vivamente porque esa noche soñé con él deambulando como un mendigo desvalido en la indigencia. En una casa tocó a una puerta. Una de nuestro grupo, Elda, le ofreció una limosna y él dijo: “Busco a alguien que ha desaparecido y no todo el que ha desaparecido es inocente. Para reencontrarlo no debo guiarme sólo de lo que veo… Ante la ausencia de Dios nadie sabe lo que merecemos...”.

La literatura suele dar una conciencia falsa de las cosas; asocié nuestras reuniones a las de los personajes del “Decamerone” que contaban cuentos acerca de la inteligencia, la fortuna y el amor, durante la peste que azoló a Florencia en el siglo catorce. Además, el anuncio de la pandemia que se declaró el día en que leíamos el discurso de Pausanias, me insinuó una correspondencia fantástica en esa coincidencia casual. Absurdamente no lograba desalojar la impresión de que la aparición del mendigo había sido una premonición de lo que ocurriría. Cuando el gobierno declaró la cuarentena, no pudimos sospechar que habría de ser extensa y rigurosa y seguimos reuniéndonos para releer con El Simposio, La Ilíada, la Odisea y la Eneida, que según Enrico, orientaban la lectura de Platón. Yo coincidí complacido y con el pretexto de la lectura me abstenía de salir. Recluido, ignoraba mucho de lo que ocurría en el afuera; apenas si miraba los noticieros, perplejo ante los manifestantes que contrariaban cualquier medida, permitiendo expandir la pandemia exponencialmente. Por lo demás, una TV que propagaba la falacia “una imagen vale más que mil palabras”, no me interesaba; unos pocos años de gobiernos de derecha habían bastado para corromperla como a casi todo. Los periodistas de las corporaciones, entrenados por la banalidad de las redes y favorecidos por las falsas noticias, desestimaban hasta el saber de los médicos y mucha gente impunemente repetía lo que escuchaba, desestimando corroborar la verdad de los enunciados. Promovidos por esa situación, nuestras reuniones derivaron en múltiples temas. El de la imagen era más que importante. Para mí la teoría de las ideas de Platón, había surgido aspirando a contrarrestar mediante la abstracción del pensamiento, el arte de su tiempo que se agotaba con la reproducción de lo real. En consonancia, Felipe y Damián mencionaron a Sanajas de Hierápolis, un obispo nestoriano líder de los iconoclastas, precursores del cisma de Oriente y Occidente. Ambos expusieron que las imágenes respondían a una serie de palabras determinantes de la historia. Ser, Nada, Dios, Tiempo, Azar, Necesidad, Culpa, Redención… Logos. No me atreví a decir lo que me vino a la mente: que la imagen suele sellar el vacío al que nos conduce lo incomprensible… Roberto intervino: “Parecemos buscar algo que hemos perdido”. Su frase me retrotrajo a mi sueño. Sentí que lo real estaba allí para que yo lo crea, bajo la acechanza de la desaparición… Platón nos legaba sus diálogos para que reconociésemos la incertidumbre del drama… Marta agregó: "Parecemos los primeros cristianos…". Patri contestó: "¡Si nos escucha un cristiano…!". Analía fue lacónica: "Que se dicen cristianos, pero ven a un indigente y cruzan de vereda…". Jorge agregó: "Tener un Dios les justifica su accionar, creer que todo está determinado… y es increíble porque esa idea sirve para los que no tienen y para los que tienen de todo…". Graciela recordó: "Muchos mendigos dicen: Dios te bendiga". Nené, Carolina, Sergio y Patricia asintieron con el gesto… "Bueno –dijo Sonia– nosotras leímos esa derivación del Platonismo, que es El Quijote, creyendo que es una verdad ineludible…". "¡Como si fuéramos un narrador omnisciente!" dijo con ironía Laura. "Quien vivencia la poesía, cree en una verdad…", expresó Griselda. Cristina agregó: "Es imposible indagar o profesar algo en lo que no se cree…". Luis replicó: "No somos tan coherentes". Mauro recordó que el arte recorre el camino hacia la abstracción… Paito y Pablo, que eran científicos, se miraron como reconociendo la exposición de una obviedad…

Una de mis mayores gratificaciones eran esas reuniones, la idea de reunión, afirmada por esa recreación del diálogo que fue obra de Platón, el más profundo de los literatos. Es más, me confirmaba que el diálogo es el nudo esencial del logos, de la idea, puesto que no hay nada que pensemos, si de muchos modos no ha sido pensado por otros. Por de pronto, nuestra época extendía como tantas otras, los recursos propicios a renovar las lecturas precedentes…

Pero, bueno, bien se dice que la felicidad no dura; nuestras reuniones tuvieron su último sábado. Ese día decretaron la imposibilidad de reuniones por el incremento inusitado del mal. Como no soy un hombre imaginativo ni inteligente, suelo acudir a mis sensaciones, al recuerdo de las lecturas para tratar de reorientar el sin sentido de la realidad. En esa noche desalentada y febril, soñé que nuestra ciudad era Troya… Mi mundo declinaba. No tiene sentido referir las innumerables vicisitudes adversas de mi vida, saber que todo tiene su fin, ni es lícito preguntarse ¿por qué a mí? ya que la respuesta es obvia, porque nadie es más importante que otro.

Han pasado varios meses desde que interrumpimos las reuniones. Cada tanto recibo algún que otro llamado expresando el deseo de volver a juntarnos. Carlos y Ramón me llamaron ayer. Entonces, miro los libros en los anaqueles de mi biblioteca y recupero los destinos y las historias que los pueblan. Si algo me han inculcado, es la vivencia de ser uno más, sin sorprenderme ante lo inesperado… Hay muchos que quieren asegurar un sentido a lo que vendrá, como arúspice que poseen la verdad de una exégesis a la que llaman lectura; niegan las transformaciones y el cambio… Aseguran que todo seguirá siendo lo que era… Son predicadores de la verdad que desean que así sea, por la voluptuosidad estúpida de querer tener razón. Para mí, la incertidumbre es la cualidad del mañana… Cuando en el pasado solsticio de otoño, la orden de restricción casi total se generalizó, me dije: Arde Troya, y la visión de la ciudad arrasada me asaltó durante todo el día. Algo inesperado estaba ocurriendo y tal como apareció, pensé, es previsible que vaya a desaparecer. Así que no hice demasiado caso. Volví a releer La Eneida, recuperando la fortaleza de Eneas que acepta dejar atrás lo irrecuperable, su patria, para fundar Roma. Al fin de cuentas, el mundo cuenta siempre una suerte de relato, una lectura en la cual uno puede refugiarse, el misterioso soporte de unas letras, (siempre las mismas) que impulsan a seguir, desechando la inútil idea de que siempre será más de lo mismo…  

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