Santa                                                  6 puntos

Argentina, 2021.

Dirección y guion: Víctor Postiglione.

Fotografía: Pablo Desanzo.

Duración: 85 minutos.

Intérpretes: Manuel Vainstein, Jonathan da Rosa, Dai Hernández, Germán de Silva, Roly Serrano, Moro Anghileri.

Estreno en Cine.Ar.

Cuando hace foco sobre los sectores populares, el cine de todas las latitudes suele pagar el precio de la distancia de clase: en todo el mundo la inmensa mayoría de cineastas es de clase media o media-alta, y esa distancia las más de las veces “hace ruido”. Cuestiones de códigos, generalmente. Códigos corporales, de tiempos y de velocidades, de entonación, de habla. Los únicos cineastas argentinos que en el último medio siglo o poco más lograron saltar ese vallado fueron o bien de cuna popular (Favio, Israel Adrián Caetano, José C. Campusano, hoy en día Clarisa Navas, César González más allá de sus limitaciones) o realizadores de clase media con una privilegiada “sintonía” con esos sectores. Un caso, al menos, y notable: el de Bruno Stagnaro, ya fuera en codirección (Pizza, birra, faso) o en esas dos miniseries-hito que fueron Okupas y Un gallo para Esculapio. Víctor Postiglione, que contaba con un film previo (Tiempo muerto, 2016) afronta el desafío y sale airoso en su opus 2, Santa.

La trama es mínima. Robinson, un pibe de 15 años (Manuel Vainstein) llega a su casa, en una zona indeterminada de calles de tierra, y se entera de que a su hermana Santa alguien se la llevó. Después de recibir un cachetazo de su madre (Moro Anghileri), Robinson sale en busca de su hermana. Santa es una película de caminos, pero no en auto, como en el cine estadounidense, sino a pie, o como mucho en algún ómnibus de extramuros. A Robinson, algo así como “un chico sin atributos” (no se sabe nada de él, y no hay nada en él que lo destaque), se le suma su primo José (Jonathan da Rosa), que sí tiene un atributo: es chorro. Pero no le hace gracia que Robinson se lo recuerde. En el camino se une Ornella (Dai Hernández), que tiene una minifalda y el pelo de color zanahoria. “¿Qué hacés vestida así?”, pregunta José. “Parecés una puta”. “Soy puta”, responde ella. Es puta pero no ejerce: una rémora biempensante. En busca de un tal Toni dan con un presunto viudo (el siempre perfecto Germán de Silva), sobre el que Robinson descargará todo lo que parece haber estado tragando desde hace rato.

Hay un par de signos herméticos en Santa. ¿Por qué el protagonista lleva el inusual nombre que lleva? ¿Porque es un solitario? ¿Y lo de Santa? ¿Una ironía? Hay también un final tan abrupto que parece cortado de un hachazo. Pero la película de Postiglione logra asomarse a un pequeño mundo de pibes chorros, pibas prostituidas, traficantes de menores y tipos poco confiables, sin subrayados del estilo “somos gente de cine haciendo realismo sucio”. No aparecen armas, y la única escena de sangre está mostrada de manera ejemplar, con la cámara sobre el agresor, sin que se vea siquiera a la víctima. La luz es turbia y macilenta, incluso cuando aparece alguna lámpara en cuadro. Los actores dan con los tonos justos. Sobre todo Jonathan da Rosa, cuyo papel de “guachín” era el de mayor riesgo a la hora del verosímil. Roly Serrano haciendo de tratante es una apuesta a ganar o ganar, y el adagio de cuerdas compuesto por Pablo Borghi resulta bellamente disruptivo, en este ambiente poco bello.