Sacó la tela del caballete y puso otra en donde había una mujer parada con las manos abiertas. Una panera. Luz de entrecasa. Seca. En la pared puntos cardinales con letras de imprenta. Apenas una sugerencia. Una figura sin comienzo. Sin final. Sin mayúsculas. Sin sustantivos que describan lo que nadie veía. Nadie vivo. Aún no. No aún. Pensó: un oficio, algo tan barato como absurdo, tardes y noches para encontrar algo parecido. No lo explicaba. Ocupaba espacio pero dejaba la sensación de algo vacío. Cuando elegía tenía la impresión de que podía resumir lo que quería. Cuanto más buscaba más concreto parecía. Como el verde opaco, espeso, el piso liso debajo de la tela, un arco o la silueta de un compás suspendido por la aspereza de la tela, madera o tela, las ventanas y las puertas, la piel de los dedos cruzados por los cordones, afuera el nylon blanco de un invernadero, la mesada y cajones. Todas las tardes la veía parada en un cuarto revestido con madera, y más tarde sentada sobre un escritorio limpiado por la claridad yerma. Manos abiertas. Manos como jarras o almácigos de esperas. Cuando vio el invernadero, pensó en el desconcierto que la siesta concedía, en las tapias y el techo, en los ángulos altos y vacíos, en una cachemira, en la punta de la mesa su torso, las palmas, las venas, las arrugas, los nudillos más claros que la piel descubierta de sus muñecas. Tan cercanas y prácticas que amparaban las pocas cosas que había en la mesa.

Estrechó el pincel sobre la paleta y vio que el torso y el abdomen de la mujer no guardaban su cuerpo arqueado. La veía, quería verla. La distancia de sus pasos atravesando piedras en un camino de piedra, la hilera compareciendo ante el mercado del pueblo contando nada más que ella. El día, la claridad del día aún distinguía todo lo que había escrito, todo lo dicho tenía la perspectiva plana de ese escritorio que nunca podría caber en la tela. La línea espesa, el pincel como un daguerrotipo anticipando el perfil de la pared detrás de la mesa. Se acercó para ver si era cierto, pero cuando intentó decir algo semejante sus ojos expectantes seguían la quietud de una hoja en sus manos virtuosas. Creyó que podía estar vacía, blanca, alinea. Levantó la persiana. Un poco más adelantándose a la tardecita. Mañana llovería. Qué importaba, era lo que era. Se dio vuelta y miró la tela. Marrón, negro, el óleo diluyéndose en los pasos que había dejado la ventana entreabierta. Era tan parecido el gesto cambiante, lo que volvía a encontrar llevándose la dispersión de lo que había hecho y nunca encontraría adentro. Preexistía, seguía siendo un lapso, una estación, un proceso, un grado, un término, palabras complementarias que desconocían la instrucción cubierta de nylon y lo que no dejaba decir ella. Adelante la claridad la hacía tibia, pulcra. 

Buscó el verde musgo y delineó las cortinas de la ventana, la alacena, las ollas que pensaba, no pensaba, que no había usado ese comienzo de semana. Miraba la pared, el rostro que seguía la línea de las palabras, indistintamente, invariablemente, los pliegues eran prácticos, fáciles, podía juntar lo que había hecho en la mesada y justificarlo. No todo. Algunas cosas. No alcanzaba el único umbral que habían imaginado los abuelos de sus padres. Ahora sí. Volvió a la cocina y separó las chinelas del negro grisáceo que corría el molde del suelo. Más, mucho más, ligeramente encorvada sobre la mesa, las manos en su pecho abierto, como gotas de tinta deslizándose por las patas de la mesa. Quería, podía, arriba, cuando aún faltaba veía la arcilla tendida, floja, caída, entre un color que nunca se parecía. La cama, lo había dicho. Después cruzó el pasillo y destrabó la puerta. Recién amanecía. Los botones de la blusa, no hacía frío. Esperó, miró el nylon batiendo la puerta, la hilera de magnolias que siempre veía antes de pensar en la huerta. Aún faltaba el invierno, los días en que nada era indistinto, en los que todo comenzaba y continuaba la pregunta sensata, incierta, condicionada por el calor tallado con listones de madera y trapos pesados de arena. Cuando abrió la puerta de la cocina parecía sencilla. No tenía hambre, no quería desayunar. Prefería ignorar todo lo que conocía o desconocía. Más tarde los ojos entreabiertos, atemperados por el marco de madera para ver lo que buscaba en los días probables de la semana. No, no era el campo abierto por donde nunca entraba, esperaba, regresaba con un silbido acercándose al tapial para llegar a la puerta, a los segundos que pasaban sin darse cuenta, sin registrar el sonido abriéndose a la colonia de zorros, liebres, conejos, comadrejas. Un plato, cubiertos, la madrugada, la necesidad, lo que había sobrado, estaban sucios, resecos, el balde con el agua que había quedado después de la cena, metió la taza y esperó al lado de la hornalla. ¿Cuánto hacía que no lo decía? Lo sabía, era impredecible. No podía perseguir lo que estaba un paso adelante y siempre era idéntico a sí mismo. Eso, ahí, parecía contener lo que todas las mañanas veía. Caminó y buscó algo rugoso para que sus manos puedan separar las hojas de las flores grabadas en el mantel de la mesa. Sintió algo raro y se quedó quieta, palpando su respiración, el latido lento de su corazón, la sangre subiendo y bajando debajo de la ropa templada que veía en la punta de la cama, en la silla que cubrirían sus pies antes de que lo hicieran las chinelas. No había pasado tanto tiempo. No podía ser más que un temor inexplicable, inimaginable, como el agua que estaba calentando, como lo había olvidado antes de repetírselo para que esta vez no lo hiciera. Volvió a la mesada y volcó el agua en una taza. Estaba caliente, un sorbo, dos, dónde, cuánto hacía que se lo preguntaba. Todos los sobres estaban en el armario, el primero, el que llegaba a sus hombros y era cómodo abrirlo, cerrarlo, aunque fuesen los libros apilados, los gorros de lana, los monederos de cuero, el perfume, las únicas cosas que servían cuando iba o venía del pueblo sin recoger lo que había al final del anaquel. Levantó la taza y sopló el agua tórrida. ¿Qué pensarían que a ella no le interesara? Salir, irse, alejarse. Bajó los brazos, la hoja, los puntos cardinales llevándose su desconcierto, su curiosidad, lo que decía, pensaba, olvidaba cuando sabía que los símbolos calcados estaban allá, acá, no había plano, horizontalidad, superficie que restara o rechazara disponibilidad. Segundos más tarde parecía improbable: la puerta del patio estaba abierta, y la mujer llevaba la hoja entre el viento, las yemas, las rosas, las magnolias, las margaritas, como un péndulo inflexible, idéntico, cuando parecían sus piernas el último originado, la hoja arrugada apegada a un cuidado de nadie.

Entró a la cocina, corrió la silla y se sentó a la mesa. El índice, el mayor, la pluma. Creía, no había mayor utilidad que describir las cosas que había hecho, que volvería a hacer aun cuando nunca coincidiera la llegada de ese momento. Las calcáreas, bordó, marrón, una brisa fresca y pasó sus manos por la blusa. Los pies, no parecían. La tarde que pronto sería un hilo tenue, que no podía ser menos ingenua, menos complaciente, más vacía. Las cosas pasaban, ocurrían, sucedían, y pocas veces cambiaban. Ella, que había interrogado su desdicha, su miseria, su desarraigo, que había ofrendado lo inevitable, veía lo que tanto costaba una vida escrutando inexorables realidades, y le parecía tan insensato olvidar lo que quedaba. Eso era, no otra cosa. Volvió a la cocina y encontró café, té, chocolate. Entre las paredes de la cocina, el calor disipándose en el lavadero, no otra cosa podía ser la naturaleza. Piensa: tocar, tocar, tocar la pared, el brazo, el vidrio esmerilado sobre los estantes de la biblioteca, madera, madera-madera, rodajas de pan, querer, arrebatar más cerca de lo acostumbrado, la luz de pie, la necesidad imperiosa de escuchar su voz. Dejó la hoja y se llevó la taza. Una hilera de macetas y botellones caían por los estantes de la mesada y recién ahora maduraban. Miró la hora, las bisagras quitadas, el marco pronunciado, los azulejos sobre el pasado levantado. Algo faltaba y no era el momento exánime de la tela.

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