Piazzolla Sinfónico 7

Concierto inaugural del ciclo Piazzolla 100 años.

Orquesta Estable del Teatro Colón. Director: Luis Gorelik. Juan José Mosalini, bandoneón; César Angeleri, guitarra; Juan Pablo Navarro, contrabajo; Nicolás Guerschberg, piano. Diego Schissi Quinteto.

Viernes 5 en el Teatro Colón

Público: 600 (aforo 30 por ciento de la sala)


El viernes, con la presentación de la Orquesta Estable bajo la dirección de Luis Gorelik, el Teatro Colón reabrió sus puertas para dar comienzo al ciclo de conciertos que hasta el 20 de marzo celebrará el centenario del nacimiento de Astor Piazzolla. Después de un 2020 prácticamente sin actividad a raíz de la pandemia de covid-19, el mayor escenario argentino restauró, protocolo sanitario mediante, uno de los ritos más entrañables para los melómanos porteños. La potencia planetaria de la obra y la figura de Piazzolla, por varias razones uno de los músicos más trascendentes de la segunda mitad del siglo XX, resultó el disparador necesario para que el Colón retome su actividad presencial. Junto a la Orquesta Estable y su director, “Piazzolla Sinfónico” contó con la participación como invitados de Juan José Mosalini, César Angeleri, Juan Pablo Navarro, Nicolás Gerschberg y el quinteto de Diego Schissi, para abordar un repertorio que además de obras de Piazzolla incluyó páginas de Esteban Benzecry, Beatriz Lockhardt y el mismo Schissi.

Con el aforo reducido –se habilitó el treinta por ciento de las 2400 localidades de la sala–, el ingreso al edificio tuvo la dinámica lenta y aburrida propia de estos tiempos. Control de temperatura, alcohol para las manos y la recomendación de conservar el barbijo en todo momento, fueron una forma de bienvenida al foyer, donde apenas era posible detenerse a saludar. El espacio para el noble pavoneo y sus posibilidades para cabildeos quedó así limitado por las exigencias de fugacidad y distancia que impone el protocolo. Dentro de la despoblada sala, donde prudentemente el personal del teatro repetía a los callados asistentes las recomendaciones sanitarias, el clima de abstracción social se acentuaba en la penumbra, con el fondo cacofónico de algunos músicos que ya ubicados en el escenario calentaban los dedos sobre sus instrumentos. Si desde el punto de vista mundano el clima de la velada resultó poco estimulante, desde lo sanitario dio sensación de seguridad. Y en lo artístico se pareció bastante a la música de Piazzolla: tuvo momentos excitantes, otros de ensoñación y otros más bien anodinos.

A la hora señalada para el comienzo, las luces de la sala bajaron, la orquesta se acomodó y el silencio fue el fondo perfecto para que finalmente, aunque con protocolo y por un ratito, se recompusiera el aura de aquellos momentos queridos y largamente esperados. La primera parte del programa presentó tres obras que directa o indirectamente rendían tributo a Piazzolla. Benzecry, Lockhardt y Schissi atravesaron, cada uno a su manera y por distintos lugares, el cenagoso territorio del homenaje como género. En su Obertura Tanguera –en la versión para orquesta de cámara– Benzecry apeló a gestos descendientes de la música de Piazzolla, ligados con ingeniosas ideas propias y una sólida escritura instrumental. En Homenaje a Piazzolla –para quinteto con piano– Lockhardt diluyó cierto impulso neoclásico en un tango génerico, sin puntualizar demasiado en el lenguaje del homenajeado. De los tres compositores, seguramente Schissi fue quien indagó con más profundidad en las posibilidades de un después para la música de Piazzolla. Astor de pibe, en versión para quinteto y orquesta, es una buena prueba de esa búsqueda.

El intenso solo de bandoneón introductorio de Tristezas de un Doble A en las buenas manos y la sensibilidad de Juan José Mosalini anunció la llegada de la música de Piazzolla. Sin embargo, la versión para cuarteto y orquesta de una obra que Piazzolla supo grabar con su quinteto, no funcionó del todo. Más allá de la generosa tarea del fueye como instrumento conductor y el rol de los solistas –Angeleri en guitarra, Guerschberg en piano y Navarro en contrabajo– la orquesta aportó poco. Al contrario, el sonido terso de las cuerdas dispersó el nervio de una trama que se articula sobre el contraste y el gesto propio de la improvisación.

Enseguida, lo mejor de la noche llegó con Hommage à Liege, el doble concierto para bandoneón, guitarra y cuerdas que Piazzolla compuso en 1984, para la quinta edición del Festival de guitarra de Lieja. El diálogo entre guitarra y bandoneón en la extensa introducción resultó un encantador compendio de claves piazzollianas, tratadas con buen gusto y equilibrio. Desde ahí, con empatía estilística, Mosalini y Angeleri encontraron el acento justo, que con presteza Gorelik supo transmitir a una orquesta atenta, en particular en “Tango nuevo”, el penetrante movimiento final. Después de todo, la música de Piazzolla será muy universal, pero cuando la tocan los músicos del tango, los que se formaron con ella, los que instintivamente captan su naturaleza, suena mucho mejor.

Entre los grandes momentos de la noche entra también el bis de los solistas. Con la sensibilidad y la hidalguía “parrillera” de los que saben escuchar más allá de las notas, Mosalini y Angeleri armaron su versión de “Night Club 1960”, una de las cuatro piezas de L'Histoire du Tango, compuestas originalmente para flauta y guitarra. En el final, con los Tres movimientos tanguísticos porteños, Gorelik sacó lo mejor de una orquesta que aun diseminada en el amplio espacio del escenario, con barbijos y paneles aislantes logró sonar compacta.

Al final, el aplauso catártico y agradecido del público raleado en la platea y los distintos niveles del teatro, fue el mejor reflejo de lo que no dejó de ser, aunque placentera, una noche extraña.