Oscar Masotta señala en algún lugar que Sigmund Freud vino a decir que lo más serio del ser humano está estructurado como un chiste. Sueños, lapsus, olvidos, chistes son para el psicoanálisis interferencias en el hechizo que la rutina cotidiana ejerce sobre nosotros. Funcionan como llamadas incómodas a escuchar lo que vive silenciado.

Mi hija de 7 años pregunta: “¿Vaca con que ve..?”. Mi hija de 9 rápidamente responde: “Con los ojos”. Esto es un chiste, una agudeza lograda que provoca risa, rabia, y algún insulto por parte de la menor. En el chiste se muestra la labilidad y evanescencia de lo que se presenta consistente. Son trucos que pueden hacerse para mostrar que el mundo del sentido en el que pastoreamos no es implacable, el cuerpo transformado por la potencia de un pase mágico no puede más que disfrutar de tal liberación.

El chiste responde, sobre todo en la forma de la agudeza, a una lógica muy precisa. Insiste en señalar un hueco en el ruido lenguajero en el que flotamos. Es por esto que está siempre vinculado a un deseo: “Decir en lo que se dice más que lo que se escucha”. Aquí se abre la posibilidad de que la segunda vida del pueblo, como llama Mijael Bajtin a la lógica carnavalesca o, en términos de Sigmund Freud, la Otra escena, tenga lugar. Una vida al revés, donde yo es otro o no es; donde la risa es de todos o ninguno, un órgano más en un cuerpo que no se termina en los límites de la carne. Agujero fundamental en la aparente consistencia del mundo, interrupción que no es en favor del absurdo, sino que rompe un sentido para imponer otros. Es una forma precisa para hacer explícita la función del lenguaje. Las palabras significan según sus conexiones y desconexiones, relaciones y oposiciones, muestra que las palabras ejercen un poder tan explosivo y evanescente como efectos corporales inesperados.

Un chiste no tiene que seguir necesariamente el camino del humor, de la comicidad. Libera porque cambia las reglas del juego. En un abrir y cerrar de boca te muestran lo obsceno, el fuera de escena, los márgenes de la apacible calma cotidiana. Allí la potencia deseante del chiste: decir en lo dicho lo que no termina de decirse. Juego con y en el lenguaje, con eso que juega con nosotros. Inversión súbita: todo chistoso es un subversivo.

Hoy vivimos en sociedades tomadas por la lógica de la broma. El bromista es el actor legítimo de nuestro mundo. El Joker, lejos de interrumpir la lógica del sistema, es el efecto y la consecuencia organizada de un orden social que rechaza el chiste, la alegría y, en consecuencia, la política. La broma eleva la imagen al estatuto de la cosa. El bromista es un cultor de la imagen, de la especularidad, la paranoia y por lo tanto del asesinato del otro como motor de la vida de uno. Hace reír a algunos a costa del infortunio provocado de otros; ejemplo clásico y miserable de los furiosos años 90, el blooper. Me atrevo a decir que en los últimos 40 años gran cantidad de grupos de amigos se han armado y siguen funcionando bajo la modalidad mortífera de la broma, que no es otra que una forma de nombrar la imposibilidad de nombrar la alegría. Reír, en este contexto, no es alegrarse, la más de las veces es la forma más aceptada del odio, y la más cobarde.

Por el contrario un chiste no es broma, es algo serio. No remite a un hecho o a una imagen como la broma, sino que inventa una forma que no se relaciona objetivamente con nada más que con el espacio simbólico que inaugura y el efecto corporal que produce. Una invitación a alterar los cuerpos y compartir la risa. El otro debe ser, necesariamente, cómplice y parte del chiste para que éste cumpla su cometido: reírse todos de nadie.

Porque se acepta la risa del otro los cuerpos se alteran, se extienden y confunden. Entender es aquí una consecuencia de la extensión de los cuerpos y no su causa. Diferencia fundamental con la broma en donde el otro siempre queda afuera, expulsado y jodido.

El chiste nos permite comprobar que los efectos significantes, vacilación entre el sentido y el sin sentido, tienen consecuencias inmediatas en los cuerpos. Placer corporal al escuchar y al contar un chiste. Placer de compartir una escena de palabras en complicidad con otros. Placer de decir algo más de lo dicho. Por ser una de las formas más claras de demostrar que las palabras tienen efectos explosivos en la carne Sigmund Freud da al chiste un lugar fundamental en la teoría y la práctica psicoanalítica.

Muchos de nosotros nos dedicamos al psicoanálisis porque nos permitió contar el chiste del que somos efecto y nos salvó de algunas de las formas de la muerte en la que estábamos metidos.

¿El psicoanálisis salva vidas? Sí, porque abre la posibilidad de que alguien diga lo que mata lo que en él quiere vivir. Por eso posibilita que se viva viviendo y no matando-se. Lleva tiempo, mucho tiempo, pero nunca tanto como la historia del estrago del que somos el epígono.

El psicoanálisis trabaja en y con la lógica del chiste. Separando lo que se cree unido, relacionando lo que a distancia se mantiene. Cortando cadenas implacables, juntando retazos imperceptibles. La práctica psicoanalítica es un oficio que funciona produciendo chistes, agudezas. Es decir, haciendo perceptible la inconsistencia de eso Otro que aplasta semántica y carnalmente. El trabajo no es sólo entender el chiste que nos hicieron y del cual somos sus efectos; sino poder armar al menos uno para contar a los que recién llegan. A los oídos porvenir entre los que hay que contar los nuestros.

 

La alegría, la mayor conquista del psicoanálisis, gana el cuerpo cuando un par de palabras, con el aire necesario y la vibración ancestral de lo nunca dicho, hacen desaparecer los fantasmas que nos atormentaron por años. Lo imperturbable muchas veces se hace añicos por el poder lenguajero de un buen chiste contado a tiempo. 

*Psicoanalista. Docente universitario y terciario.