En julio de 1975, en los huesos y paralizado por una gravísima adicción a la cocaína, David Bowie llegaba a Nuevo México para rodar The Man Who Fell to Earth. Tenía veintiocho años y se había hecho con el papel protagonista del emisario alienígena Thomas Jerome Newton después de que Nicolas Roeg, director de la película, lo viera en el documental de la BBC Cracked Actor y se quedara impresionado por su aire de etérea alteridad.

En plató, Bowie sorprendió a todos por su actitud diligente y su implicación; bromeaba encantado con todo el equipo y repasaba el guion con su compañera de reparto Candy Clark. Se había comprometido a mantener la ambiciosa promesa de no tomar drogas durante la filmación, de modo que cuando su presencia no era necesaria en el rodaje, se retiraba a su caravana y se entregaba a otro pasatiempo mucho menos dañino: leer libros.

Por suerte, tenía mucho donde elegir. Según cuenta un reportaje de la época publicado en el Sunday Times: “Como Bowie odia volar, suele viajar por los Estados Unidos en tren, acompañado de una biblioteca móvil transportada en unos baúles especiales que, al abrirse, revelan sus libros, perfectamente colocados en baldas. Los tomos que se ha traído a Nuevo México tratan sobre todo de ocultismo, que es su pasión actual”. Esta biblioteca portátil almacenaba mil quinientos títulos; tantos que la observación que más tarde le haría Clark a un periodista de que Bowie “leía un montón” durante la grabación de The Man Who Fell to Earth se quedara bastante corta.

Avancemos a marzo de 2013... Se inaugura en Londres la exposición David Bowie Is del Victoria & Albert Museum con críticas entusiastas y un éxito de taquilla que bate todos los récords. Esta retrospectiva de su carrera, que cuenta con unos cinco mil objetos del archivo personal del cantante entre los que figuran trajes, cuadros, letras manuscritas de canciones y story-boards de videoclips, recorrería todo el mundo antes de despedirse en el Brooklyn Museum de Nueva York, cinco años después. Coincidiendo con el estreno en Ontario, la primera escala de la exposición después de Londres, el museo publicó la lista –en la que se basa este libro– de las cien lecturas que Bowie consideraba más importantes e influyentes –ojo, no sus “libros favoritos” como tales– de las miles que había leído durante toda su vida.

Esos libros, precisamente, ya habían aparecido en la exposición original de Londres, donde algunos estuvieron suspendidos del techo. De todos modos, la lista se viralizó, y ese fenómeno fue acompañado de un torrente de comentarios incrédulos, que podrían resumirse en: “¿Quién habría dicho que David Bowie leía tanto?”. Una conclusión un tanto curiosa, porque Bowie llevaba años haciendo gala de su amor por los libros; no solo en las entrevistas, sino también, indirectamente, en su obra y en el abanico de máscaras que llevaba cuando la presentaba ante el público.

La anécdota de la biblioteca móvil nos muestra que la lectura se había convertido para Bowie en una verdadera obsesión en la época en que ya había alcanzado su objetivo de ser mundialmente conocido. Se entregaba a ella igual que se entregaba a todo; con un fervor casi maníaco. Sin embargo, debió de forjarse como costumbre en su cuarto del número 4 de Plaistow Grove, calle del barrio londinense de Bromley donde estaba la pequeña casa adosada en la que pasó los años definitorios de la infancia y la adolescencia.

Allen Lane no inventó el libro de bolsillo en 1935, cuando creó Penguin Books, pero utilizó sus dotes publicitarias y empresariales para democratizar la lectura y poner a la venta las mejores obras literarias del mundo por lo que costaba un paquete de pitillos. La generación de la posguerra, a la que pertenecía Bowie, fue la primera en dar por sentada esta democratización, de modo que, ya en 1966, cuando la canción “Paperback Writer” de los Beatles llegó al número uno, el término había pasado a denominar la apropiación de los sectores creativos británicos por parte de gente obrera o de provincias.

Bowie rindió muy poco en la escuela, y salió de ella en 1963 habiéndose graduado solo en una asignatura, Arte. Teniendo en cuenta el amplísimo abanico de intereses que posteriormente cultivaría, este hecho no denota pereza o incapacidad para la retención de información, sino impaciencia ante la educación académica. Como muchos autodidactas, Bowie se dio cuenta muy pronto de que disfrutaba más teniéndose a sí mismo como profesor que teniendo a otros. Además, le satisfacía enormemente poder enseñarles a los demás lo que había aprendido: cuando le gustaba un libro, dicen sus amigos, lo promocionaba con gran fervor.

Puede que esa sea la razón de que, en 1998, empezara a escribir reseñas de libros para la cadena de librerías Barnes & Noble. “Vieron que había escrito un montón de reseñas de libros en mi página BowieNet, y pensaron que no sería mala idea que también redactara alguna para ellos”, dijo en Time Out. “Les di las cinco categorías que me interesaría reseñar, de arte a ficción, pasando por música. La primera que hice fue la de Glam! de Barney Hoskyns. ¿Qué tal está? Muy bien, es excelente”.

El método creativo de Bowie era muy particular y, hasta que sus imitadores lo copiaron, insólito en un músico pop, porque entrañaba abrirse de par en par a cualquier influencia posible; no solo a otra música, sino –y esto es lo que lo distinguía de los demás– a cualquier elemento de otro medio que pudiera contribuir a afianzar su visión. La canción, estilismo, videoclip o carátula de disco resultante remitía inevitablemente a sus fuentes, pero lo hacía siguiendo diversos y enrevesados senderos, ya que las fuentes se habían destilado en el alambique del carisma de Bowie hasta a veces resultar apenas reconocibles.

A Bowie le gustaba leer, de modo que los libros participaban con naturalidad en el proceso.

A Bowie también le gustaba jugar, y la lista en cuestión no es sino una pieza del juego que más le gustaba de todos: crear y dar forma a su propia mitología. Con un precedente muy notorio, como a buen seguro sabía él. En 1985, un editor le pidió al escritor argentino Jorge Luis Borges, autor laureado de libros y laberintos, que eligiera sus cien libros favoritos y escribiera un prólogo a cada uno de ellos. Borges solo llegó al número 74 antes de morir, pero su lista, como la de Bowie, es maravillosamente ecléctica, sugerente y sorprendente; por no decir que está repleta de escritores a los que conocemos o podemos estar seguros de que le gustaban a Bowie (Oscar Wilde, Franz Kafka, Thomas de Quincey), aunque es curioso que no tengan ni un solo título en común.

Me gusta pensar que Bowie concibió su lista como un homenaje a Borges; como un jardín de senderos que se bifurcan en el que, si giras a la izquierda al llegar al romance rosacruz Zanoni, de Edward Bulwer Lytton, acabas en Noches en el circo, de Angela Carter, y donde, inspirado por El loro de Flaubert a salir en busca de pistas sobre la identidad del “verdadero” David Bowie, seas rápidamente dirigido a El gabinete de las maravillas de Mr. Wilson, un libro sobre la finísima línea que separa el artificio de lo auténtico.

Y con ello no pretendo acusar a la lista de Bowie de ser insincera o de no revelar lo suficiente. Al contrario. Al fijar la vista en ella un buen rato, emergerán dos patrones. El primero se compone de los distintos elementos culturales que se aglutinaron para conformar la sensibilidad artística de Bowie. El segundo, un poco más nebuloso, tiene que ver con la cronología: dispuestos en el orden correcto, los libros dibujan un recorrido por la vida de Bowie, de niño a adolescente y de superestrella narcotizada a introspectivo y huidizo padre de familia. “No me convertí en quien quería ser quizá hasta hace doce o quince años”, le dijo al presentador Michael Parkinson en 2002. “Me pasé una grandísima parte de mi vida buscándome a mí mismo, intentando comprender el porqué de mi existencia, qué cosas me hacían feliz en la vida, quién era yo exactamente y de qué partes de mí intentaba huir”.

No debe subestimarse el papel que desempeñó la lectura en esta misión. Porque leer es, además de muchas otras cosas, escapar: a otras personas, otras perspectivas, otras conciencias. Leer hace que salgas de ti mismo para que regreses, enriqueciéndote infinitamente durante la experiencia.

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Yukio Mishima

El marinero que perdió la gracia del mar

1963

En el apartamento de Berlín donde vivía mientras grababa “Heroes”, Bowie dormía bajo el retrato que él mismo había pintado de Yukio Mishima, el bello y polifacético autor, actor, dramaturgo, cantante y terrorista que se suicidó haciéndose el harakiri en noviembre de 1970, después de que él y los cuatro miembros de su milicia privada Tatenokai fracasaran en su intento de llevar a cabo un golpe de Estado para restaurar el poder del emperador de Japón.

¿Qué le parecía tan admirable del machismo guerrero de Mishima a Bowie? Puede que el hecho de que estuviera tan claro que era una actuación. El historiador de cine Donald Richie, que conoció a Mishima, dijo de él que era un dandi cuyo talento iba ligado al convencimiento de que, si te comportas como la persona que quieres ser, acabas convirtiéndote en ella: practicando te conviertes en quien eres.

De niño, Kimitake Hiraoka –“Yukio Mishima” era un pseudónimo– fue criado en un clima de aislamiento total por su abuela Natsu, que no le dejaba jugar con los otros niños ni que le diera la luz del sol. Animado por ella, leyó todo lo que caía en sus manos y emergió de aquella experiencia como modelo de elegancia serena y precoz. Para exorcizar la vergüenza de que lo rechazara el ejército por motivos de salud, un suceso que narra en su primera novela semiautobiográfica, Confesiones de una máscara, transformó su cuerpo flacucho en una mole de puro músculo. Aprendió las costumbres de los samuráis y consiguió una gran destreza con el kendo (el arte de la espada).

A pesar de tener esposa y dos hijos, Mishima no ocultaba que era gay, y no bisexual; una paradoja que racionalizaría en una obra autobiográfica posterior, El sol y el acero, como modo de aceptar la contradicción y la colisión (otra escena clave en Confesiones de una máscara es la descripción de su primer y explosivo intento satisfactorio de masturbarse, excitado por el retrato de un San Sebastián asaeteado).

Aunque hubiera revelado su bisexualidad en 1972 –y a pesar de que aquella confesión pareciera más bien un ardid publicitario–, Bowie seguía hablando de su fluidez sexual cuatro años después. Su parte gay estaba casi siempre latente, le dijo a un Cameron Crowe de diecinueve años en una entrevista intencionadamente escandalosa para el número de septiembre de 1976 de Playboy, pero cada vista a Japón inevitablemente la despertaba: “Hay unos chicos tan guapos por allí... ¿Pequeños? No tan pequeños. De dieciocho o diecinueve años. Tienen una mentalidad maravillosa. Son reinas hasta los veinticinco años y luego, de repente, se vuelven samuráis, se casan y tienen miles de hijos. Me encanta”.

El marino que perdió la gracia del mar es una alegoría de la humillación sufrida por Japón después de la guerra, y no suele figurar entre las obras más valoradas de Mishima. Tiene la simetría brutal de uno de los cuentos de los hermanos Grimm que Mishima devoraba de pequeño.

A todo aquel que se le hayan pasado inadvertidos los temas al estilo de Mishima (la afrenta al honor, la homosexualidad reprimida) presentes en el melodrama sobre la Segunda Guerra Mundial de Nagisa Oshima Feliz Navidad, Mr. Lawrence, en el que Bowie interpreta al comandante británico prisionero Jack Celliers, hallará una aclaración en el título del inolvidable tema principal de David Sylvian y Ryuichi Sakamoto, “Forbidden Colours”, que se llama así por la novela de Mishima El color prohibido, con la que comparte título en inglés. El propio Bowie volvió a Mishima en su álbum de 2013 The Next Day, tomando prestada de Nieve de primavera la siniestra imagen de un perro muerto que obstaculiza el paso del agua en una cascada para la letra de “Heat”, un tema sobrio muy del estilo de Scott Walker.

Fran Lebowitz

Vida metropolitana

1978

Parece ser que, en una ocasión, Bowie tomó prestado un libro de la extensa biblioteca de Fran Lebowitz y jamás se lo devolvió. Si te preocupa que esto despertara cierta animadversión entre los dos, puedes estar tranquilo. La humorista e icono de estilo neoyorquina era una amiga de confianza; y sigue siéndolo para Iman, en cuya autobiografía barra manifiesto I am Iman, de 2001, aparece una entrevista que Bowie le hizo. La pareja conversa a lo largo de varias páginas y tipografías, abordando brevemente temas como la ausencia de modelos negras en Vogue, por qué los desfiles de moda se han acabado pareciendo cada vez más a eventos deportivos, por qué Andy Warhol es la razón de que haya un Starbucks en Roma y qué sucede cuando una sensibilidad que supuestamente debe ocultarse –el amaneramiento, por ejemplo–, se convierte en la norma. Metropolitan Life es un compendio de las columnas y ensayos que Lebowitz escribió en los años setenta para Mademoiselle y, antes, para la revista Interview de Warhol. Sus comentarios maliciosos y sarcásticos sobre la vida neoyorquina son una delicia por su insularidad, igual que Interview: Lebowitz dijo una vez que todos los lectores de la revista se conocían. Y daba la casualidad de que muchos de ellos eran personas que, como observó Edmund White en el New York Times, tendrían una “influencia perdurable en el gusto, la música, la pintura, la poesía y el ocio estadounidense”.

Seguramente las columnas de Lebowitz entrarían dentro de la categoría de “ocio”, aunque diciendo esto no pretendo en absoluto menoscabar su valor. Por una parte, porque son desternillantes. Y por la otra, porque son cápsulas del tiempo de la antigua Nueva York; la de antes de la gentrificación y del sida. La Nueva York artística, sexy e intelectual de Studio 54 y Max’s Kansas City, de Robert Mapplethorpe y Susan Sontag. Y no es que Lebowitz cometa la vulgaridad de aludir directamente a estas personas o lugares. Ella habla de la mentalidad urbana y de cómo, para sobrevivir en la ciudad, tienes que afilarla hasta cierto punto. Por debajo, recorriéndolo todo como una corriente subterránea, hay un amor feroz por Nueva York; un amor que también Bowie compartía. Que, de hecho, anidó en él desde la primera vez que visitara la ciudad, en enero de 1971, atendiendo a la invitación de Mercury Records, que estaba a punto de lanzar The Man Who Sold The World en los Estados Unidos. Se pavoneó por Manhattan con su “vestido de hombre” diseñado por Mr. Fish y su melena a lo Veronica Lake que le bajaba en ondas hasta los hombros. Invitó a comer a Moondog, el poeta y músico callejero ciego que solía frecuentar, disfrazado de vikingo, la esquina de la calle Cincuenta y cuatro Oeste con la Sexta Avenida. Y vio tocar en directo a la Velvet Underground, su grupo favorito, en la discoteca Electric Circus del East Village. Impresionado por la actuación, Bowie se acercó al backstage después a felicitar a Lou Reed y decirle lo geniales que le parecían sus canciones. Se pasaron un buen rato charlando amigablemente. Solo después se daría cuenta Bowie de que Lou Reed había dejado el grupo el verano anterior y de que había dirigido sus entusiastas elogios al bajista Doug Yule, al que la banda había ascendido rápidamente.

James Baldwin

La próxima vez el fuego

1963

La canción “Black Tie, White Noise”, del álbum de 1993 del mismo título, tiene una de las letras menos enigmáticas de Bowie y probablemente constituya su declaración más personal sobre el tema de la raza. Escondiéndose de los altercados de Los Ángeles de 1992 en una habitación de hotel, los recién casados Bowie e Iman hacen el amor. En el fragor de ese momento íntimo, Bowie fija la mirada en los ojos de su esposa somalí y se pregunta si, a pesar de ser un blanco bienintencionado de mentalidad abierta, de verdad comprende su negritud, o si en realidad vive en un mundo de fantasía multicultural parecido a un anuncio de Benetton. Deja entrever que, en su condición de hombre blanco famoso, tiene miedo de la revuelta negra que tiene lugar en la calle. Suponiendo que Iman comparta esa rabia, ¿una parte de esta va dirigida en cierto modo contra él? En una extraordinaria frase que repite tres veces, Bowie se tranquiliza diciéndose que Iman –y, por extensión, Al B. Sure!, con quien canta a dúo y que actúa como una especie de sustituto de Iman en la canción– no lo matará; y luego reconoce que a veces se pregunta por qué no, teniendo en cuenta el terrible racismo y maltrato de los blancos a los negros a lo largo de los siglos.

La razón por la que Iman no lo matará es, claro está, el amor. Y, como James Baldwin nos asegura en La próxima vez el fuego, uno de los textos polémicos más inteligentes jamás escritos: “El amor quita las máscaras sin las que nos da miedo vivir, y con las que sabemos que no podemos vivir”.

El libro, que se divide en dos partes, hunde sus raíces en una carta que escribió Baldwin a su sobrino con motivo del centenario de la “emancipación” de la América negra. La elegancia de las frases de Baldwin, con sus abundantes subordinadas y la riqueza de sus cadencias bíblicas, sirve para expresar su ira, la misma ira que alimentaba a los manifestantes de Los Ángeles. Baldwin tiene algo importante que decirle a su sobrino: no son los blancos quienes deben decidir si le dan su aceptación. Y tampoco debe intentar ser de ningún modo como ellos o sentir la tentación de creer que él es lo que el mundo blanco cree que es: inferior. ¿Por qué los negros deberían respetar las normas por las que dicen regirse los blancos cuando es evidente que esas normas son ficticias?

Es implacable. Pero, aun así, Baldwin cree, como Bowie, que el futuro debe ir más allá de la raza y ser híbrido. Tolerante. No puede haber un escalofrío de sorpresa o desaprobación por ninguna de las dos partes en lo relativo al matrimonio o a los niños interraciales.

Baldwin sentía que había un aspecto inventado de la diferencia racial, y de ese modo se convertía en una herramienta para la opresión: “El color no es una realidad humana ni personal. Es una realidad política”. Opiniones como esta lo diferenciaban de los movimientos negros radicales de finales de los sesenta y de los setenta, algunos de cuyos seguidores y líderes –Eldridge Cleaver, por ejemplo– vieron la homosexualidad de Baldwin como motivo de sospecha, incluso de traición. Baldwin no tenía ningún deseo de ser encasillado ni tampoco portavoz, de ahí que se mudara a Francia cuando tenía veinticuatro años.

Muchos de los libros de la lista de Bowie son apasionantes, divertidos o informativos. Muchos de ellos son importantes. La próxima vez el fuego es esencial.

Sarah Waters

Falsa identidad

2002

Una noche de finales de los sesenta, David Jones volvía a casa con su hermanastro mayor, Terry. Había sido una noche memorable porque habían ido a ver a Cream en Beckenham: el primer concierto de rock de Terry (al que siempre le había ido más el jazz). De repente, el comportamiento de Terry se volvió extraño: empezó a decir que había unas grietas en la carretera que escupían llamas y se puso a cuatro patas para agarrarse al asfalto porque creía que iba a ser succionado hacia el espacio...

“Cuando volvió de cumplir el servicio militar en la Real Fuerza Aérea británica tenía veintipocos años y yo, diez”, contó Bowie en la revista Crawdaddy. “Y daba la impresión de que era muy infeliz. Nos habían dicho que tenía una inteligencia excepcional en clase. Después llegó a un estado prácticamente vegetativo, en el que no hablaba ni leía; no quería hacer nada”. A Terry le diagnosticaron esquizofrenia y lo encerraron en el hospital Cane Hill de Couldsdon, cerca de Croydon. El 16 de enero de 1985 fue a pie a la estación de tren de la zona y se echó sobre la vía; un tipo de suicidio que ya había intentado una vez. Aquella vez, su plan se frustró. Esta vez, funcionó.

Había muchos casos de enfermedad mental en la familia de David Bowie. Aquella maldición, como él la veía, se había cebado especialmente en el flanco materno: sus tías Vivienne, Una y Nora la sufrían en mayor o menor medida; Vivienne era esquizofrénica, como Terry. El temor de haberla heredado era algo que le carcomió por dentro toda su vida, y explica la obsesión por la inestabilidad mental presente en toda su obra; por ejemplo, en el triste juego de palabras de “Aladdin Sane” o en el estado de bloqueo catatónico evocado por los resonantes paisajes sonoros de Low. No es de extrañar que muchos de sus libros favoritos abordaran el tema.

La novela de Sarah Waters de 2002, Falsa identidad, es una de ellas. La última del trío de “correrías lésbicas victorianas” (así las definió, burlona, su autora) que la hicieron famosa es una tierna imitación de las “novelas sensacionalistas” inglesas de las décadas de 1860 y 1870 como, por ejemplo, El secreto de Lady Audley, de Mary Elizabeth Braddon, La rosa y la llave, de Sheridan Le Fanu, o La dama de blanco, de Wilkie Collins. Aquí, la locura es parte de una mezcla en la que también están presentes la usurpación de identidad y los impenetrables secretos familiares. Las novelas sensacionalistas tenían como propósito ser deliciosamente transgresoras, casi eróticas. De ahí que la trama de Falsa identidad esté plagada de secretos y engaños.

A Bowie le encantaba el lenguaje coloquial y los arcanos ocultistas. Waters ha dicho que el personaje que colecciona obsesivamente recortes de pornografía está basado en Henry Spencer Ashbee quien, entre 1877 y 1885, publicó tres bibliografías eróticas comentadas bajo el seudónimo de Pisanus Fraxi. Se dice que Ashbee es la identidad que se oculta detrás de “Wal- ter”, el autor de la autobiografía sexual victoriana Mi vida secreta, uno de los libros favoritos de Aleister Crowley. Como seguidor de Crowley, Bowie habría disfrutado con esta red de conexiones.

Jack Kreouac

En el camino

1957

Gracias a su hermanastro mayor, Terry, Bowie conoció todo lo que estaba en boga en ese momento: John Coltrane, Eric Dolphy, Tony Bennett, el “bluebeat” jamaicano... En el camino formaba parte de aquel lote, y puede decirse que también fue lo más importante. Dándole el clásico beat de Kerouac a los doce años para que lo leyera, Terry transformó la percepción que tenía Bowie del mundo e intensificó la frustración que sentía por Bromley, su lugar natal, donde sentía que culturalmente nada le pertenecía. Cuando lo acabó, Bowie empezó a pintar y le pidió permiso a su padre para aprender a tocar el saxofón.

En el camino habla de temas como la libertad, la huida, la espontaneidad y la creatividad (y las drogas, y el sexo); de la posibilidad de América, o por lo menos de la América idealizada, abundante y variopinta de la imaginación infantil de Bowie. La tensión entre este país mágico y la América de la Guerra Fría vista por unos ojos críticos –sellada, paranoica, belicista– nunca dejó de fascinarle. De ahí la presencia en la lista de tantos escritores estadounidenses, especialmente de novelistas y poetas de la generación perdida que cumplieron la mayoría de edad durante la Primera Guerra Mundial (Scott Fitzgerald, John Dos Passos, William Faulkner o Hart Crane, por ejemplo), y que fueron tan importantes en la creación de un clima propicio para la literatura beat como otras figuras que son más evidentemente protobeat como John Fante o Dashiell Hammett.

El eje central de En el camino es la relación entre Sal Paradise, un trasunto del propio Kerouac, y Dean Moriarty –personaje basado en Cassady, figura fundamental del movimiento beat–, un antiguo delincuente de poca monta que creció en una barriada de mala muerte reconvertido en un autodidacta de mente brillantísima. ¿Con quién se identificaría más Bowie? ¿Con Sal, el escritor, para quien Dean es como un hermano al que hubiera perdido? ¿O con Dean, la encarnación misma de la estética beat, una de esas personas tocadas por la locura que nunca dice nada aburrido ni corriente y arde como fabulosos cohetes amarillos? Desde luego, el Bowie adolescente nunca habría imaginado (¿o sí?) que en diez años acabaría relacionándose con la realeza beat; con Ginsberg y William Burroughs, en quienes se inspiraban algunos de los personajes de En el camino.

El tremendo impacto que tuvo la novela en Bowie tiene tres vertientes. En primer lugar, como explicó en la revista Q en 1999, le hizo ver que “yo también quiero recorrer América en coche, no quiero ir a la estación de tren de Bromley South y subirme al puto tren que va a la estación de Victoria ni volver a trabajar en una agencia de publicidad de mierda”.

En segundo lugar, cambió su modo de entender la concepción artística. La “prosa espontánea” de Kerouac era el equivalente literario del ímpetu improvisatorio del bebop que se ve, por ejemplo, en músicos como Charlie Parker y Thelonious Monk. Le enseñó a Bowie que de una misma fuente podían brotar distintas formas artísticas y aun así complementarse. Y puso en su conocimiento otros métodos creativos ceñidos a normas concretas como, por ejemplo, la técnica cut-up de utilizar recortes al azar, empleada por William Burroughs y Brion Gysin, o los mecanismos aleatorios de John Cage.

En tercer lugar, En el camino situaba el proceso creativo dentro del marco de la búsqueda espiritual. El beat y el budismo zen eran compañeros de cama naturales; ambos tenían como objeto de estudio la pureza del momento trascendente. En el método de Kerouac desempeñaba un papel central la máxima zen “la primera idea es la mejor idea”. La revisión y la elaboración matan el sentimiento, matan el momento. La pasión por la inmediatez que sentía Bowie procede directamente de Kerouac y explica por qué desconfiaba del virtuosismo musical (aunque, cuando le convenía, recurría a virtuosos de los instrumentos); por qué prefería escribir las letras rápido y en el último momento, muchas veces utilizando recortes o cut-ups, y por qué cuando grababa un tema nunca hacía más de dos tomas vocales si podía evitarlo.