¿En qué andan los artistas jóvenes? ¿Qué los inquieta? ¿Cuáles son sus motivaciones, sus intereses, sus búsquedas? El Centro Cultural Recoleta da algunas pistas a través del ciclo Radar, que acaba de iniciarse. Una propuesta de artes visuales, escénicas, cine, música y literatura con el objetivo de visibilizar y potenciar el trabajo de creadores de 18 a 30 años. Para cada disciplina, un comité de especialistas seleccionó los proyectos ganadores que se exhiben durante el año, y que recibieron un apoyo económico de hasta 125 mil pesos para su producción. En este marco y en el área de escénicas, se están presentando en la sala Capilla Mis días sin Victoria (viernes y sábados a las 21) y Gimnastas (sábados a las 17 y domingos a las 21). 

El primero es una conferencia performática directa, sin golpes bajos, con un inesperado humor y mucha sinceridad sobre un experiencia vivida por su artífice, la bailarina Belén Arena, cuando se enamoró de otra. Con ella ensayó durante meses para estrenar un espectáculo, viajaron a la playa para terminar de darle forma en la naturaleza y no sólo la obra no prosperó, tampoco el vínculo. Fue tanta la intensidad emocional y tan arrasador el impacto del rechazo que la artista quedó devastada. Depresión, psiquiatras, psicofármacos, intentos de suicidios: Arena lo transmite sin grandilocuencia ni concesiones, en forma descarnada, burlona de a ratos y también poética, mediante una batería de recursos que mantienen atento y conmovido al espectador. Logra convertir una experiencia desgarradora en algo bello, crudo, muy disfrutable, juguetón.

Ya desde el comienzo, el público recibe calidez. Una Frida Kahlo muda organiza el ingreso a la sala, donde una mesa invita con vino y bebidas. No hay que sentarse en las butacas, sino tomar una copa, dar la espalda al escenario y mirar hacia lo alto. Desde un palco ubicado justo arriba de la cabina de luces, tres mujeres de traje marrón, Las Sufrida Khalo, cantan canciones románticas latinoamericanas: un preámbulo ideal para el despliegue emocional y sensitivo que Arena y su colega Fiorella Álvarez (que encarna a Victoria) ofrecerán luego. Arena mira a los ojos de los espectadores, sentados en gradas sobre el fondo del escenario. Y cuenta su historia sin sobreactuar ni forzar, con el tono justo y con una honestidad brutal. De ahí en más, la acción se extiende sobre la escena, sobre las butacas de la Capilla y los pasillos. Hay corridas, caídas, simulacros gráciles de suicidios, algunas reflexiones sobre el amor, la vida, la muerte y la danza, que no pretenden dar cátedra. Todo expuesto a flor de piel: desde el encuentro erótico entre ellas, la separación, el derrotero de Arena hasta llegar a estrenar este espectáculo, su recorrido por distintos elencos de la danza local con guiños imperdibles al mundo de los bailarines, maestros e instituciones, la debacle tras el rechazo, la estadía en la casa paterna para su recuperación.

El lenguaje corporal es extremo: mucha energía, cambios de ritmo en los desplazamientos y espasmos, al punto que impresiona que no se lastimen. Hits musicales de los años ‘80 y ‘90 (Roxette, Criss De Burgh con “The Lady in Red”, algo del film Ghost), la lucidez no exenta de humor de la protagonista, y la interpelación directa al público distienden y jalonan una historia cambiante, arriesgada. “Una ficción sobre mi fijación por vos”, desliza en un momento Arena, que además se pregunta: ¿Qué es entregar la vida en una obra? Sobre el final, nueva invitación al público: los que se animan a una secuencia famosa de la danza moderna pueden sumarse a una danza colectiva de cuerpos desnudos, y movimientos de ascenso y caída que se repiten al infinito. La imagen es hipnótica. En el cierre, un convite con papas fritas y chizitos: nada de dejar la sala con la panza vacía y revuelta tras un viaje en el que la vida y la muerte, la angustia y la creación se codean constantemente. 

Gimnastas no llega a conmover como Mis días sin Victoria. Ni el tema (los cruces amorosos en un equipo de deportistas) ni la forma (un mix de secuencias corporales, actuación y música) logran una organicidad que sostenga la atención. Los cuatros intérpretes evidencian una búsqueda corporal interesante, que de profundizarse permitiría otros sentidos, y las actuaciones resultan algo forzadas. De a ratos hay chispazos de acierto, como un muy lindo momento musical, cuando una de las chicas canta “What’s Going On?”. Queda la sensación de que hay trabajo, búsqueda,  experimentación, pero que falta pulir.