“Te dejan abandonada y empiezan a demoler”, advirtió a Página/12 Olenka Moya, que vive desde hace doce años en el Bajo Autopista del Barrio Mugica -ex villa 31-, en la Ciudad de Buenos Aires, uno de los sectores que el Gobierno porteño relocaliza en el marco del plan de urbanización iniciado en 2018. Olenka es propietaria de una casa de dos plantas donde vive con su familia. Como ella, otras 102 familias todavía viven en el sector, en viviendas que se sostienen entre montañas de escombros, paredes caídas, cables sueltos y fierros que emergen del suelo a la altura de chicas y chicos que dan vueltas en la obra como quien juega en el patio de su casa. El otro 90 por ciento de la población que residía debajo de los 850 metros de la Autopista Arturo Illia que cruzan el barrio, ya está relocalizada en las nuevas viviendas, que lejos de ser “el sueño de la integración” que prometió el Jefe de Gobierno, Horacio Rodríguez Larreta, también sufren graves problemas edilicios.

A la noche, el sector que vecines ahora llaman “zona de guerra” se transforma en escenario para fiestas, ranchadas y refugio de personas en situación de calle que llegan para resguardarse entre paredes de casas abandonadas que todavía están en pie. “Es un peligro por donde se lo mire, tanto para la seguridad de las familias como para la gente que se mete a dormir bajo un techo que se puede caer en cualquier momento”, señaló a este diario Silvana Olivera, vecina del sector Güemes y referente de la Mesa de Urbanización Participativa, creada hace tres años para que los delegados y delegadas del barrio puedan articular con las autoridades porteñas y nacionales en el marco de la reorganización territorial de la villa que orquesta el Gobierno de la Ciudad (GCBA). 

Cerca del mediodía una máquina excavadora trabajaba en la pared lindera a la panadería de Griselda, que tiene fecha de mudanza al sector nuevo para la semana que viene. Sus hijos, de no más de ocho años, jugaban alrededor, muy cerquita de la máquina. "Ya hicimos el reclamo pero no pasó nada. No sé qué les costaba tirar abajo más adelante", señaló la mujer.

Virginia y su hija Gabriela viven apretadas entre dos edificios abandonados. Foto: Adrián Pérez.

En el Bajo Autopista los vecinos conviven diariamente con demoliciones. Para llegar a la casa de Virginia Gutiérrez Condorcet desde el pasillo más cercano hay que atravesar dos viviendas semi demolidas y un descampado, mezcla de cascotes de cemento, ladrillos rotos y agua estancada que se fue juntando. Entre dos edificios abandonados que se sostienen apenas de columnas y restos de paredes, hay un pasillo, también inundado, y en el fondo un cartel que indica “M34 8B”, la dirección de Virginia y su hija, Gabriela, que acaba de terminar la secundaria. “Ya no salimos porque tenemos miedo de que nos tomen la casa. Desde que empezaron a demoler nos robaron tres veces los cables de luz y estamos sin agua corriente”, relató la mujer, que llegó a la villa hace 16 años. Después, señaló una división en la pared: de un lado es gris, de cemento al descubierto, y del otro blanco, donde está su casa, fuera del perímetro delimitado como proyección de la autopista. “Hace dos años me dijeron que yo no me iba a mudar así que invertí, reformé el techo y arreglé la casa, pero así como estamos no podemos vivir”, advirtió Virginia. Su casa está rodeada de viviendas abandonadas y apenas entra algo de luz al mediodía, cuando el sol se instala justo encima del barrio. 

La

Según el Plan de Reasentamiento Bajo Autopista 4, en 2019 la Secretaría de Integración Social y Urbana (SISU), a cargo de Diego Fernández, definió que “el contorno que inicialmente -en 2016 y siguiendo la normativa del Código de Planeamiento Urbano de la Ciudad- se consideró a seis metros -desde el límite de la autopista- se redefine a cero metros”. Toda vivienda que, como la de Virginia, “quede por fuera de esta línea, queda excluida” del proceso de reasentamiento. Pero esta normativa no impidió que a su hija mayor, que vivía en el primer piso con su pareja y sus dos nenas, le ofrecieran un departamento en el sector nuevo. “A una de mis nietas se le cayó una chapa encima acá en la obra. Después de eso mi hija pudo empezar los trámites y este jueves se mudó”, explicó la mujer. El escrito, con fecha de 18 de marzo y firmado por su hija, señala que la vivienda -que incluye planta baja y primer piso- debe entregarse “libre de ocupantes” para su demolición.

El Plan, aprobado a través de la Ley 6.129 por la Legislatura porteña en 2018, consiste en 1044 viviendas nuevas distribuidas en 29 edificios de tres y cuatro plantas. El destino de los 850 metros sobre los que la autopista hace sombra es un espacio de recreación llamado “conector verde”. Varios carteles pegados en los muros del barrio lo promocionan: “un lugar para tu mascota” señala un afiche de fondo verde y tipografía naranja. En uno de los predios que antes alojaba casas y pasillos hay un playón de cemento estrenado hace pocas semanas. Silvana lo mira y bromea: "ahí tenemos nuestro espacio verde". 

Entre escombros

Antonia, en la peluquería que es también la puerta de su casa. Foto: Adrián Pérez.

En la Manzana 36 Maxi busca materiales entre los restos de las casas destruidas. “Fierros, chapas, cosas que todavía sirven”, dice, porque después “la empresa se los lleva”. Antonia Domínguez es la única habitante en esa Manzana. Alrededor de su casa, una habitación de tres metros de largo por cuatro de ancho donde vive junto a sus dos hijos, sólo hay restos de las viviendas donde hace meses estaban sus vecinos. En el techo, unas cuantas rajaduras quedaron de recuerdo del día en que una máquina empezó a trabajar sobre el primer piso de su casa. “Hacen las demoliciones sobre nuestras cabezas, con los chicos adentro de las casas, es un peligro”, reclamó Antonia. Su mayor preocupación, sin embargo, es la seguridad, que sin los vecinos alrededor dejó de ser una garantía. “A la noche esto es tierra de nadie. La primera vez que quisieron entrar a robarme me ayudaron los de enfrente. La segunda fue un forcejeo, yo grité, llamé a la policía y se fueron. Ahí decidí clausurar la puerta”, relató la mujer. Ahora ella y sus hijos, de 3 y 13 años, entran a la casa desde el local, una pequeña peluquería que atiende ella misma. “Hace quince años que tengo esta casa y veintidós que estoy en el barrio, desde muy chica, pero nunca había vivido tan mal como ahora”. Antonia todavía no aceptó la propuesta de la SISU porque le ofrecen un departamento de dos ambientes y ella pide uno de tres. “Al final fui la primera que dije que sí y la última en mudarme”, advirtió y agregó que “no tiene sentido mudarnos para seguir hacinados. Yo estoy dispuesta a pagar por treinta años, no puede ser que no me reconozcan un dormitorio más”.

Olenka atraviesa lo que el Gobierno llama

A Olenka Moya, que vive dos cuadras más adelante que Antonia, le pasa algo similar. Lo que ella pide es lo que en la jerga de la relocalización llaman “desglose” familiar. “Mi hija tiene 26 años y vive con su novio. Tiene su emprendimiento de manicura que es su trabajo y necesita una casa propia, no podemos vivir todos juntos”, relató Olenka. Su casa actual está dividida en dos: arriba, con una entrada aparte desde la calle y por escalera, vive la hija, y abajo vive ella con sus otros tres hijos de 15, 12 y 3 años. Cuando los censaron, en 2016, su hija todavía vivía con Olenka pero ahora “es una mujer independiente, que necesita proyectar su vida sin los hermanitos y su mamá”, señaló la vecina y advirtió que “a la SISU no le importan las situaciones de cada una. Cuando ves una casa sola, entre escombros, es porque a esa persona no le dieron una solución. Te dejan así y demuelen todo hasta que ocurra una desgracia o hasta que te decidas a mudarte, como una amenaza”.

Los que resisten 

Camila Ramos abre la cerradura de una reja que encierra un pasillo casi vacío. La casa de su familia, donde ella vivió hasta noviembre del año pasado, es la única habitada. “Abrimos la reja todas las mañanas y la cerramos a la noche. Este lugar no era así, éramos vecinos que nos cuidábamos”, relató Camila. Su madre, Hortensia, sufrió un ACV hace un año y le cuesta hablar. Mira por la ventana las casas vacías. Detrás, varias estanterías con productos de almacén esperan clientes que no van a llegar. “Desde que pusimos la reja el negocio está prácticamente fundido. Mi mamá trabaja como barrendera. Quizás cuando lleguen a demoler acá atrás podamos hacer una ventana para vender a la calle”, señaló la mujer y explicó que su familia “no firma la relocalización porque los quieren meter a todos en una misma casa. Por más ambientes que tenga ya son familias independientes las que viven acá y en este edificio están bien”. Lo que piden, como Olenka, es el “desglose”. En el edificio, de tres pisos y del que son propietarios, vive su padre, su hermano junto a su novia, embarazada, sus tres primos, y la madre, en la planta baja, donde está el almacén.

Escombros y palas mecánicas entre las casas. Foto: Adrián Pérez.

Desde hace más de 50 años distintas políticas intentaron intervenir en la villa. Los dos enfoques que existieron, erradicación y reurbanización, tironean en plena ejecución del proyecto del GCBA. “Hace cinco años empezamos a hacer realidad el sueño de la integración de los barrios populares”, precisa la descripción de los 37 “nuevos compromisos de la Ciudad” que Rodríguez Larreta anunció esta semana, donde asegura que “cada persona que accede a una vivienda mejora su calidad de vida y multiplica enormemente sus oportunidades de progresar”.

María Elena Muñoz, que llegó al sector Bajo Autopista “con las primeras tomas” cuando su hijo mayor, que ahora tiene su propia familia, tenía 3 años, explica que “el proyecto de Ley dice que la casa tiene que ser mejor que la que tenemos, pero yo lo que veo es que la construcción está mal hecha, que se filtra agua y se rompen las paredes, yo así no me quiero ir”. En la última actualización del documento del proyecto, el escrito señala que la relocalización “no implica un desalojo forzoso de la población” y que las mudanzas “deben ser llevadas a cabo de común acuerdo”. La casa de María Elena es prolija y amplia. Tiene un living, un comedor y dos habitaciones. En el piso de arriba vive su hijo mayor con sus nietos. “Esto lo construí yo, elegí desde el primer ladrillo. Aunque Diego Fernández me castigue con los robos y la inseguridad, no me van a ganar”, advirtió María Elena y remarcó que “la gente se va por miedo pero yo no me mudo, voy a seguir luchando por mi casa”.

Informe: Lorena Bermejo