Desde fines de la década del 90, cuando siendo un pibe venido de las inferiores de Argentinos, manejaba dentro del campo de juego los hilos futbolísticos de aquel Boca de Carlos Bianchi hasta ahora en que ha llegado a ser el vicepresidente y el dueño del máximo poder xeneize, Juan Román Riquelme ha mostrado una contundente coherencia: sólo cree en sí mismo. En su idea de lo que debe ser el juego y en su intuición acerca de lo bueno y lo malo, de lo que sirve y lo que no a cada momento en el verde césped. Román desprecia los aportes de la tecnología y la big data aplicados a la detección de talentos, a los entrenamientos y a los partidos. A la hora de decidir como dirigente, sólo confía en su mirada, sus percepciones, en su olfato de crack e ídolo mayor de los boquenses. Y en ninguna otra cosa más.

A diferencia de Diego Milito, que como secretario técnico de Racing, recurrió a la tecnología, al videoanálisis y los algoritmos para ejercer su cargo, Riquelme remite a los viejos códigos de la pelota. Supone que las cosas habrán de pasar (o no) al influjo de su nombre y su personalidad. Sólo confía en su instinto y sólo escucha los ecos de su propia voz, matizada cada tanto por un círculo de incondicionales que, por lo  general, le sirve para corroborar su propio pensamiento sin aportarle miradas nuevas y enriquecedoras. Con ese criterio pequeño y sectario funcionó Riquelme en su grandioso tiempo como jugador y le fue muy bien. Así sigue funcionando ahora que tiene la última palabra del fútbol de Boca. 

No hay constancias de que en los 15 meses que lleva en esa función, Román haya formado una red de trabajo que cubra el país en busca de jugadores o se haya recostado en los aportes de la tecnología o de otros expertos para afilar la eficacia de su ojo clínico o reducir el margen de error a la hora de las decisiones estratégicas. Como sucedía en la cancha, todo el juego pasa por él y todo depende de su visión estratégica. Riquelme marca el territorio y fija las pautas, acierta o se equivoca, pero la decisión es suya. El ídolo es él, el dueño de los votos también es él. No hay nadie que le pueda aguantar una discusión.

Riquelme siempre ha dividido el mundo entre propios y extraños, leales y traidores. Entre aquellos que lo apoyan fervorosamente y lo idolatran y entre quienes están en desacuerdo y lo enfrentan. A partir de esa idea debe entenderse su decisión de establecer un canal de comunicación (la cuenta de Instagram y Twitter Boca Predio) por fuera de la red institucional de Boca y de convertir el complejo de entrenamientos de Ezeiza en un búnker personal en el que sólo tienen ingreso los jugadores del plantel, el cuerpo técnico y el Consejo de Fútbol y que parece vedado para gran parte de los dirigentes. Así piensa Román y así actúa. Cree en él y en los suyos y nadie puede declararse sorprendido. De esa manera llegó a ser el ídolo mas grande de Boca. Y no es momento de andar cambiando.