Riiiing. Suena el timbre.

-¿Quién será? -pregunta la hija.

-Un paciente -responde el padre (se ve que todavía no usan el inclusivo con ella)

-¡Un paciente! Shhhhh -dice llevando su dedo a la boca.

Se escucha luego el chirriar de las bisagras de las viejas puertas de la casa. Abre, cierra. Llave. Pasan.

La casa entra en receso.

Cuando el psicólogo o la psicóloga (que sería este el caso que hoy analizamos) atiende en su casa, se da una situación que de alguna manera se puede homologar a la “casa tomada” del cuento de Cortázar. Cada día de atención, el acompañante, padre tutor encargado o niñera, replican el cuento en una versión breve, pero con final feliz. Como esos hermanos del cuento, a los que quizás un psicólogo no les hubiera venido nada mal, el grupo debe quedarse en la parte de adelante, pero sin escuchar nada y eso sí, tratando de no hacerse oír. Sabiendo que allí están ellos, que allí transcurre una escena que requiere silencio. Por un momento, esa ceremonia de salud mental se adueña de hecho de una parte de la casa y metonímicamente de toda ella. No avanzan, porque obviamente se quedan recluidos en el consultorio, pero el grupo espera expectante la salida, como quien sale a tomar aire tras una larga inmersión, un contacto, un mate compartido y luego una nueva inmersión.

Imagino que con otras profesiones debe pasar lo mismo, pero con el psicólogo o psiquiatra pasa algo especial. No es lo mismo que llore un bebé en la casa del arquitecto, durante una consulta, que en la casa de tu psicólogo durante la sesión. Aunque no sería bueno que durante una consulta de un abogado laboralista por ejemplo, se escuche a su mujer golpeando con un látigo a la señora que trabaja en su casa. De todos modos, imagino que en la casa de la psicóloga, la cosa es especial.

Al hombre no le gusta ver a los pacientes. No le gusta que lo vean tampoco. Con un poco de control de los horarios, lo puede manejar. Entra y sale siempre cruzado. Como un delantero que juega con el offside, tira la diagonal justa en el momento oportuno para evitarlo. En los meses de calor, opta por salir a la calle y estar en libertad con su hija.

De todos modos, el paciente intuye la presencia. Como las cadenas del Fantasma de Canterville, algún ruido siempre suena para mantener el vilo. Un portazo causado por el viento, un grito, o quizás, con un efecto más bien treschifladezco: una puerta que se cierra segundos antes de que él pase, haciendo imposible el contacto visual.

A nadie que se esté analizando le interesa saber lo que pasa alrededor: una agujereadora que se cruza con una columna, un churrero por allá, un choque en la esquina, una obra en construcción que acerca sus grandes ruidos. Más allá de que con algunos pacientes el hombre no ha podido evitar cruzarse, coincidiendo al entrar; con otros juega a ser un fantasma sin rostro, una serie de ruidos indiciarios que desde el entorno del consultorio rodean a su momento de análisis semanal. Un ruido de tele, unos pasos que pasan cerca. Una sombra que pasa por la ventana o puerta del consultorio (una sombra imaginaria, porque ya expliqué que la zona del consultorio se veda durante la sesión). ¿Pasó un pájaro, o es el marido que subió a tender la ropa? Nada de eso, ya expliqué: la zona de exclusión se respeta.

Pero esa casa tiene una dificultad extra porque no puede evitarse el estímulo del más animal de los cinco sentidos. Como se trata de una de esas viejas casas chorizo, el altillo -que es donde se instaló el consultorio- está arriba de la cocina.

Por ejemplo, los pacientes que entran cerca del mediodía podrán adivinar en qué consistió el almuerzo. O al menos si hubo algo fragante o algo con cebolla, ajo o salsa. De alguna manera, eso organiza la dieta familiar: los días de atención no se cocina brócoli ni coliflor, ni bagna cauda. Al paciente del mediodía le quedan apenas los aromas residuales.

Los de la tarde, sentirán el aroma del pan tostado y el café de la tarde. El hombre siempre se pregunta si los aromas de la cocina influirán sobre la cadena de asociaciones de los pacientes. Una vez pensó en anotar lo que cocina cada día y luego husmear en los registros de la psicóloga para saber si a determinados estímulos olfativos, responden determinadas evocaciones. El aroma de las tostadas ¿favorecerá a la evocación de la niñez? Imagina que si hace choripanes, el paciente evocará la cancha, la manifestación, la calle, recuerdos tumultuosos en los cuales su subjetividad también estuvo en juego. Si hace puchero, con su puerro y su apio, ¿se harán presente las abuelas en el consultorio, con sus ternuras, arcaísmos y sus angustiosos y oprobiosos silencios familiares retenidos como en una olla a presión? ¿Resonarán esos silencios en la sesión?

Los que peor la pasan son los de los turnos cercanos a la noche, porque al hombre le gusta cocinar temprano.

Le gusta imaginar la sensación con la que terminan su sesión a las 20.45, los que debieron sentir el aroma de las cebollas cuando las corta y las rehoga, o el aroma del ajo cuando comienza a soltar sus jugos en el aceite. A veces los imagina bajando la escalera con los ojos entrecerrados tratando de adivinar algún otro aroma oculto tras el estilo cebolludo y ajudo con que marca casi todas las cenas ¿romero? ¿tomillo? ¿orégano? A veces, el hombre pone cosas raras a propósito, para confundir o provocar más dudas. ¿paprika? ¿café? Pero esa será una duda que se acaba cuando el paciente traspone el umbral y pisa la vereda. Y seguramente disfrutará respirar el aire fresco de la calle.

Los otros interrogantes, las otras dudas, quedarán dando vueltas en su alma, hasta que otro timbre vuelva a sonar.