Hace unos años fue declarado ciudad mi adorado pueblito perdido en la llanura. El nombre no viene al caso, era el pueblo de mi abuela. Mis vacaciones comenzaban para las fiestas de fin de año con el regreso programado de mi madre a sus orígenes. Aferrado a las polleras de mi nona, sabia y analfabeta, yo dilataba mi regreso hasta el inicio de las clases. En el medio de la nada, sentía que tenía todo. 

En cada nueva visita debía repasar lo aprendido en la estadía anterior, la tarea consistía en nombrar, mientras olía, a cada una de las plantas de su huerta, orégano, romero, tomillo, albahaca... A la memoria hay que ayudarla con los olores , me decía mientras me vendaba los ojos con un pañuelo para jugar a un especie de gallito ciego cazador de sensaciones. 

Aprendí jugando a diferenciar el canto de la calandria, tan distinto al del zorzal, escupí granos de sal esparcidos sobre la punta de mi lengua, percibí el encanto de un mate recién cebado en la tibia calabaza apoyada sobre la palma de mi mano y me dejé asaltar por una brisa con aroma a madreselvas que entraba por la ventana de la cocina. 

Doña Emilia nunca supo quienes fueron Ortega y Gasset ni John Loocke. Por razones obvias, tampoco leyó nada de sus escritos, pero la vida le había enseñado que la felicidad humana era una disposición de la mente tanto como de las circunstancias, que el secreto estaba en valorar primero lo que tenemos para luego ir en busca de lo que nos falta. Un té de ruda, un huevo duro, un plato de arroz con leche fueron manjares en mi niñez servidos por su mansa bondad. 

En el séptimo piso donde crecí contaba con luz eléctrica durante todo el día, heladera, televisión y un montón de comodidades que nunca eché de menos en mi humilde refugio, un lugar libre del pesado estigma de ser el único pibe del grado con padres separados y de la pegajosa sensación de haber llegado a destiempo en una familia que se caía a pedazos. 

La anfitriona entendía mi pena y la curaba con palabras dulces. Allí aprendí que tanto la filosofía como la literatura habitan en las conversaciones. Sentados sobre dos petisas sillas de paja situadas a la par sobre un patio de tierra recién regado, éramos parte del atardecer, intentábamos distinguir por su modo de volar a las distintas especies de aves que rayaban el cielo atrapando insectos. En los crepúsculos de mi amanecer, todas mis preguntas hallaron respuestas. 

--Abuela, ¿las gallinas son felices? 

--Vea m' hijo, en la pila de años que tengo, nunca he visto cacarear a una pata, tampoco vi a ninguna gallina nadar en la laguna. No sé si serán felices, pero al menos están contentas con lo que son. 

--Abuela, ¿las golondrinas vuelven siempre?.

--Vos sos mi golondrina, al que espero cada vez que el ciruelo se carga de frutos. Las golondrinas no entienden la palabra invierno porque no lo conocen, de la misma forma, mucha gente no comprende el amor, por el mismo motivo.

--Abuela, ¿cómo fue que murió el abuelo?

--Son cosas que pasan en el campo. Lo sorprendió una tormenta montado en su alazán, cruzando un monte. Un rayo los quemó a los dos. Las desgracias no siempre les tocan a los vecinos. Hay que hacerse fuerte a la fuerza.

--Abuela, ¿usted lo extraña, todavía? 

--Cuando lo extraño mucho, lo nombro en voz alta y en el acto lo tengo al lado mío. 

La usina de la cooperativa cerraba a las diez de la noche, las luciérnagas monopolizaban el alumbrado hasta que los candelabros y faroles iniciaban la proyección de una película de penumbras. Primero, la sombra de mi abuela en camisón se agrandaba sobre el ropero hasta llegar a los pies de mi cama para desearme buenos sueños, después, un olor a vela recién apagada era el preámbulo de un susurro continuo de rezos junto al canto de grillos y ranas como acompañamiento. 

Nunca asocie dicho ritual con ninguna religión, siempre fue para mí poesía en estado puro, un amparo de dulzura que me alejó para siempre de las mentes frías, de los cuerpos sin almas. 

La única vez que la vi llorar fue en nuestra última despedida. Mi cuerpo y mi voz habían empezado a cambiar, la secundaria era mi nuevo desafío. Ella sabía que las aves migratorias cierran el círculo naturalmente, que la finitud radica en quienes aguardamos contemplar el milagro año tras año. 

Murió el día más frío del mes de julio, nunca regresé a su pago, no tenía motivos.

Cuando tuve un hogar, un tiempo antes de repetir sin querer la historia de mi padre, les advertí a los integrantes de mi familia sobre la necesidad de ser fuertes ante cosas que suelen pasar en las grandes ciudades, a la posibilidad cierta de perder la vida por unas monedas. Las desgracias no siempre salen por televisión, lo que jamás imaginé fue tener que luchar contra un enemigo invisible que me empujó hasta el borde mismo de la muerte, me ató a un tubo de oxígeno durante treinta días, me apartó del mundo, me encerró en una burbuja atendida por héroes disfrazados de astronautas. 

Privado del gusto y el olfato, acudí a mi memoria para recuperar lo perdido. Nombrando a cada una de las plantas aromáticas me refresque por dentro con sus esencias. Nunca voy a saber si estaba soñando o flotando en fiebre cuando recibí la señal, una bandada de tijeretas nublaron el cielorraso del hospital Carrasco hasta posarse en mi pie de suero con injertos de ciruelos en flor, en ese momento supe que todavía no había llegado mi hora. 

Una semana después de recibir el alta, emprendi el postergado regreso a mi tierra de encanto y calma. Volví como una golondrina con las alas congeladas después de haber soportado el martirio de varios inviernos. Los sitios en donde amamos la vida alguna vez nunca nos esperan, cambian con la misma velocidad con que lo hacemos nosotros. Por esta razón calculé mi arribo al lugar en horas de la noche, ingresé por el camino viejo, el mismo que conduce al cementerio, con la complicidad de la luna nueva y la eterna hilera de eucaliptos supe resguardarme del progreso. Estacione sobre un camino lateral, antes de apearme, al apagar el motor y las luces de mi auto, sentí un extraño olor a cera de vela ardiendo. Infle mis pulmones enfermos con aire fresco y puro, perfumado con flores silvestres. Agradecí formar parte del ejército de recuperados susurrando oraciones inventadas. Caminé despacio contra el tiempo, sentí trepar por mis piernas una invisible madreselva de alegrías que imaginé perdidas. Para reconciliarme totalmente con la vida, me faltaba su voz amada, entonces, grité su nombre en la inmensidad y en el acto se completó el paisaje.

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