Días pasados se multiplicaron las noticias sobre dos casos de niñas que, aunque distintos, pueden ser entendidos como el anverso y el reverso de las trayectorias que atraviesan niños, niñas y adolescentes con derechos vulnerados. Una niña en situación de calle que, además de vivir en condiciones materiales precarias, fue secuestrada por un hombre; otra niña que, por no contar con cuidados parentales, vivió tres años con una familia de acogimiento (cuando la ley dispone un máximo de seis meses) y luego quedó atrapada en una disputa mediática y judicial vinculada con su posible adopción. Ambas experiencias permiten visibilizar que, en muchas ocasiones, estar adentro o estar afuera del Sistema de Protección de Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes --NNyA--  genera algunas diferencias, pero no clausura totalmente la vulneración de estos últimos. Por omisiones flagrantes o por acciones inadecuadas, los diversos organismos que deberían ocuparse del cumplimiento y la restitución de derechos no alcanzan a cumplir su función y reproducen (en muchas más ocasiones de las que quisiéramos suponer o imaginar) las mismas lógicas segregativas, desubjetivantes, victimizantes y vulneradoras de las cuales se pretendía alejar al niñx.

Las situaciones de M y de Mimi tuvieron (y tienen) lugar en la ciudad más rica del país e involucran en forma directa a su Sistema de Protección de Derechos de NNyA. Bajo este término se engloban una serie de leyes y normativas, secretarías y organismos administrativos del Poder Ejecutivo, funcionarios y estamentos del Poder Judicial y del Ministerio Público de la Defensa, programas estatales y organizaciones no gubernamentales que se encargan de velar por el cumplimiento de los derechos básicos de lxs niñxs. Teniendo en cuenta este marco, los casos de M y Mimi deberían ser excepcionales. Sin embargo, constituyen ejemplos paradigmáticos de los procesos y recorridos habituales que atraviesan los niños y las niñas en situación de vulnerabilidad y que permanecen por fuera, o que ingresan y que salen de las instituciones que forman parte del Sistema de Protección de Derechos.

La mayoría de esxs niñxs, por no decir todxs, provienen de familias pobres, cuyas condiciones sociales y económicas dificultan el ejercicio del cuidado de los niñxs e, incluso, de los adultxs que forman parte de ellas. Resulta innegable que muchos de los descuidos, las negligencias y las situaciones de violencia por las que se responsabiliza a lxs ma/padres de esas familias no son ajenos a las condiciones de vida miserables que el neoliberalismo impone a una gran parte de la población. En ese punto, la Ley 114 de la Ciudad de Buenos Aires y la Ley Nacional 26061 establecen claramente que no se debería institucionalizar a un niñx por carencias económicas y que el Estado debería proveer los recursos para remediar esta situación. Sin embargo, esto último no ocurre habitualmente. También son escasos los programas territoriales destinados a trabajar (psicológica, socialmente y materialmente) con las familias cuando se detectan o se denuncian situaciones de vulneración de derechos en NNyA.

Así, esas familias y esxs niñxs son doblemente vulneradxs: primero, por un sistema socio-económico que lxs empuja a la pobreza y a la marginación; segundo, por el escaso acompañamiento de las instituciones que deberían velar por sus derechos, aportar recursos (materiales y simbólicos) y trabajar con las situaciones conflictivas. Luego, el acompañamiento territorial faltante es suplantado por la judicialización de las situaciones de vulneración. Las familias quedan bajo la mirada y la intervención de los Juzgados Civiles y de Familia que evalúan su accionar y que establecen (velada o explícitamente) la amenaza de “sacarles” a lxs niñxs si no cumplen con determinadas condiciones o requerimientos. Se establece así un complejo entramado de control entre el órgano administrativo y el judicial, donde se minimiza o se renuncia al trabajo integral con las familias y se maximiza la evaluación. Finalmente, el proceso culmina cuando se decide otorgar a lxs niñxs la estigmatizante categoría de “niñxs sin cuidados parentales” y se toma la “medida de protección excepcional” que separa al niñx de su medio familiar de origen para trasladarlo, en la mayoría de los casos, a los hogares convivenciales de NNyA de la Ciudad. Esta intervención pretendidamente “excepcional” termina siendo la “solución” recurrente a las carencias en los cuidados parentales. Además, por lo general, la medida supera el plazo de tres a seis meses de permanencia estipulado por las leyes nacionales y locales. En ese tiempo, se debería resolver la situación del niñx y determinar si vuelve con su familia de origen o se declara el “estado de adoptabilidad”, medida que abre para lxs niñxs un nuevo tiempo indeterminado de espera.

Si bien este es el derrotero habitual de la mayoría de los casos, algunos niñxs no son trasladados a hogares convivenciales sino a “familias de acogida”, pertenecientes en su mayoría a asociaciones civiles que “tercerizan” sus servicios al Estado. Desde programas e instituciones pertenecientes al Sistema de Protección, se realiza una selección de familias de la comunidad con posibilidades y aptitudes para alojar temporariamente niñxs que han sido separados de sus familias de origen. A las familias que se presentan para ejercer esa función se les explicita que queda excluida la posibilidad de adoptar al niñx que alojan. Esta condición tiene un fundamento de peso: se trata de velar por los derechos de los niñxs y evitar el tradicional funcionamiento adultocéntrico que habilitaba a que los niñxs sean “probados” por un tiempo y luego adoptados o descartados. Entre la familia de acogida y el niñx alojado temporariamente se establecen, obviamente, lazos afectivos intensos que son condición necesaria de cualquier cuidado particularizado. Pero se espera que esos vínculos puedan luego dar lugar o bien al retorno con la familia de origen, o bien al inicio de un proceso de guarda con fines adoptivos en una nueva familia. En todo caso, la relación establecida durante ese período podrá continuar luego de otra forma, que no implique la convivencia del/la niñx en el seno de la familia de acogida.

Al mismo tiempo, estos procesos complejos precisan del seguimiento riguroso y atento por parte de las instituciones del Sistema de Protección, para que puedan abordarse y tramitarse los conflictos y vicisitudes que probablemente emerjan en el establecimiento de estos vínculos. También es necesario trabajar con esas familias y con los niñxs el cierre del proceso de acogimiento de manera paulatina y consciente de los efectos generados en los niñxs. Si ellxs fueron verdaderamente alojadxs allí, si hubo respuestas a sus demandas y signos de amor, quedarán marcas de los cuidados recibidos, que contribuirán a reparar los descuidos y abandonos vividos en otros momentos. En cambio, si el tiempo transcurrido con los niños (muchas veces superior al estipulado) y la construcción de esos lazos amorosos se utilizan posteriormente para obstaculizar el cierre del proceso y reclamar la adopción de los niñxs, se estaría rompiendo el pacto que dio inicio a ese vínculo, incumpliendo el marco normativo del Sistema de Protección y revictimizando al/la niñx.

Por otro lado, esta modalidad de cuidados alternativos implica otros problemas y genera otros efectos, diferentes quizás a los de las institucionalización, pero que es preciso anticipar y ponderar. En principio, el número de niñxs que accede a este tipo de cuidado familiar alternativo es proporcionalmente bajo respecto de la gran cantidad que, tras ser separados de sus familias, son trasladados a hogares convivenciales. Es preciso destacar que no son claros los criterios utilizados desde los organismos de protección para definir qué niñxs accederán a este tipo de cuidados y cuáles iniciarán un proceso de institucionalización. La edad pareciera ser un factor decisivo: las familias de acogimiento reciben en general niñxs pequeñxs o bebés, lo cual parecería lógico en la medida en que, a menor edad, mayor es el grado de indefensión y mayor es la necesidad de cuidados particularizados. Pero, ¿acaso los niñxs de mayor edad no precisan también un cuidado particularizado? ¿No sería ésta una necesidad y un derecho básico de todo niñx? Al mismo tiempo, la misma existencia de las familias de acogimiento supone la admisión implícita, por parte del Estado y del Sistema de Protección, de que los hogares convivenciales, que alojan a la mayoría de los niñxs que no viven con sus familias, no se encuentran en condiciones de brindar un cuidado particularizado para cada niñx. Esta carencia no es una característica intrínseca de esos hogares, sino el producto de los bajos presupuesto asignados, de la falta de personal calificado, de la constante rotación de lxs trabajadorxs (que perciben salarios por debajo de la línea de pobreza), de la decisión de sobrepoblar los hogares superando el límite de su capacidad operativa.

Si la angustia vehiculizada por la desaparición de M permitió visibilizar la gran cantidad de niñxs que viven en la calle, por fuera de los cuidados parentales y del Sistema de Protección de Derechos, la disputa por la adopción de Mimi permite ver los descuidos generados dentro de ese Sistema. Por supuesto, existen diferencias de grado en la desprotección vivida por una y otra niña; pero en ambos casos nos topamos con niñas victimizadas y revictimizadas y con familias afectadas por la falta de políticas públicas y de programas de acompañamiento, o por el incumplimiento de los mismos. Unx niñx no debería vivir en la calle; pero tampoco debería pasar tres años (o más) con una familia de acogimiento o en un hogar convivencial, ni debería ser adoptadx por la familia que se comprometió a un acogimiento transitorio. Si la entrada al Sistema de Protección está marcada por la falta de cuidados parentales y por la ausencia de programas adecuados a las necesidades de las familias de origen y de sus niñxs, el egreso del mismo no debería estar signado por nuevas vulneraciones de derechos en los procesos de guarda o de adopción. La falta de cuidado no se corrige con nuevos descuidos sino con políticas públicas y con prácticas concretas que permitan el cumplimiento efectivo de los derechos de lxs niñxs.

Marina Carreiro es psicóloga psicoanalista y maestranda en Problemáticas Sociales Infanto Juveniles. Trabajó en el Consejo de Derechos de NNyA del GCABA y en equipos de Salud Mental vinculados con las infancias.