En San Antonio de los Cobres, Jujuy, desde donde sale el Tren a las Nubes, dejé mi auto estrellado y depositado, ya difunto, en la comisaría. Hasta que lo periten, ha de pasar una eternidad. Mientras tanto, camino, camino y camino. El coche me vino de arriba por un primo generoso y arriba, en los 3 mil metros se quedó y nadie le dio ni un responso. En el amanecer por Virasoro e Italia, en los jardines secos del Hospital Italiano, se despierta, luego de pasar la noche en las reposeras, gente que espera por la salud de los suyos. Parecen tehuelches en una reserva del General Roca.

 
-¡Ay, qué despectivo sos! –me susurra el Hada Verde que a esta hora me acompaña.

-Son unos pobres ingratos que nunca me dan los buenos días.

-Sos una mala persona…

-Y vos una pelotuda.

Pateo las hojas porque sé que eso la hace estornudar. Se va volando en un ataque de alergia. En dos esquinas enfrentadas han construido como dos castillos gemelos: altos paredones y un ventanuco desde donde puede aparecer una ametralladora o una cámara de vigilancia. Barrio de narcos o postmodernos… no lo sé.

-¡Mirá los autos que duermen afuera, pobrecitos, llenos de escarcha! –murmura el Hada Roja, recién llegada. 

Le pregunto si trajo profilácticos para que hagamos algo ahí, por el Rosedal. Se indigna: “Soy una empleada virgen al servicio de Walt Disney”. Le hago una seña obscena y desaparece en el aire. En el chiringuito mugriento me siento a redundar pidiendo un café mugriento. "Petróleo puro", le digo al mozo que porta una cara de criminal mal dormido. A mi alrededor todo está seco. Pienso: “Podría ser peor, podría estar en Siria, Palestina, o Villa Gobernador Gálvez…” 

Se me sienta a la mesa el Hado Negro, un mutante escapado de la Tierra de la Fantasía: amanerado, torpe, y tan defraudado como yo. Lo invito a que pida un menjunje. Los dos somos paridos en extramuros por más que él sea un invento. Al fin y al cabo, yo también lo soy. Quién me dijo que puedo ser escritor, que soy un cronista excelente, y además una buena persona. 

“¡Un café para el puto!”, alarga el mozo sirviéndole en una tacita cachada. “Traeme cuatro de esas medialunas de mierda, antes de que llame a Bromatología”, le replico tirándole un besito. 

Después me voy con el personaje por Virasoro hacia el este, a la República de la Sexta, a la perrada, el rancherío, a tomarnos unos mates perdularios allí donde no nos podrá alcanzar la mano idiota, la mano de todas las boludeces que dibujara el gran Walt. El Hado Negro comienza su soliloquio: “Soy de Quimilí, Santiago del Estero. Echaron a 300.000 personas, incluida mi familia, por el desmonte, pero yo, como soy un bailarín, un artista, nada pude hacer. Allá en Pampa Pozo los terneros dejaron de mamar, a todos se nos llenaron los ojos de lágrimas y cada cual se fue por donde pudo. Mucha, mucha pena hermano”. Lo miro y ya deja de ser un dibujito animado. Abajo, entre los peñascos, las dos Hadas, la Verde y la Roja, hacen que pescan con cañas invisibles, pero lo que esperan es que las llame para que me protejan. ¡Son tan tontas!

“Mi tía, Cipriana Ríos, enfrentaba a las topadoras con una pala. Ella fue hija de los encomendados del patrón, o esclavos, si te gusta más. Leticia Luna dormía sola en el campo porque decía que la tierra le daba fuerza para pelear, y todos pensaban que por ser zona árida la soja no iba a entrar, pero sí entró… y cómo. Ana Mendoza, por hacer denuncias hoy está bajo tierra y entre todos le hicieron un monolito que la recuerda. Y Deolinda Carrizo, la gran jefa, es a la que no pudieron echar: ella comanda la resistencia contra los terratenientes”. 

Larga un suspiro como si se estuviera por morir. Finalmente lo hace, y se despide de mí rogándome que cuente esto: “¡Vamos mi amor!", grita el Hada Verde. “¡Ya volaremos más allá del Arco Iris!”, chilla el Hada Roja. Y se lo llevan como a un sirirí baleado, planeando sobre el Río Paraná. 

Yo, que no tengo nada que perder ni nada que ganar, que hace siglos que estoy de a pie, sin caballo, sin conchabo, y sin Dios, sencillamente me encomiendo a la última estrella que va esfumándose sobre las islas, y me siento a escribir esta crónica en una mesa de chapa de una casa a la que las topadoras seguramente hoy por la tarde van a tumbar. Esta es la Tierra de mi Fantasía, la que huele a bosta y a pólvora. La que me hace creer que aún sigo con vida.

 

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