No sabés cómo toma la gorda. Le dice al oído el profesor Sadiq, que se le acercó para hablarle desde atrás. Toma para trabajar, confirma ante la mirada incrédula de Corina, que se rasca la oreja por el cosquilleo. ‘La gorda’ habla ante el grupo de docentes reunidos para la Asamblea Extraordinaria de carácter obligatorio de la Facultad –a la que no todos concurren-, vestida con un pullover de escote en V que deja gran parte de sus pechos al aire. Se discute lo que aprobaron el lunes anterior, de varias facilidades para los estudiantes, que violan el plan de la carrera y el estatuto de la Universidad Nacional del Centro-Este. Una disminución del régimen de correlatividades y la posibilidad de iniciar las prácticas supervisadas con pocas materias aprobadas. Los consejeros estudiantes, aprovechando la fragmentación docente en grupúsculos que jamás se ponen de acuerdo, han ganado esta batalla, y han logrado que los docentes y directivos, que han visto peligrar sus lugares de poder, despierten de su largo letargo, llamando a una asamblea extraordinaria.

El cuerpo de ‘La gorda’, entre obsceno y desconocido para ella, hace tiempo ha dejado de ser un factor que moldee sus dichos, les dé calidez o afirmación. En cambio, un gesto de indignación se impone mediante temblores y le da el tono de dramatismo con el que sostiene físicamente su posición. Una posición que, saben los que la escuchan, puede cambiar la semana entrante de acuerdo a la negociación coyuntural con la gestión actual que la deje en mejores condiciones, le sume algún cargo fantasma y aumente su futura jubilación.

Cuando a Corina le dicen que un colega conocido por ella, ‘toma’, no lo cree. No le entra en la cabeza cómo la gente puede trabajar drogada. No termina de comprender los modos en que los demás se hacen daño para soportar la vida.

Corina se entretiene observando a los que entran y salen del Salón de Usos Múltiples, antes llamado Salón de Actos. En el deslizamiento de las nominaciones estaba impreso el cambio de época. De una sala especial para actos performativos, actos que producen un antes y un después, a una sala que puede albergar cualquier cosa sin consecuencias. De lo Uno a lo Múltiple, del Acto a las acciones, todas intercambiables, bajo el mismo valor.

Sentada desde el fondo del SUM, mira cómo va siguiendo el espectáculo la profesora Asad que está parada delante de ella dándole la espalda, como si esperase en la sala de espera de un médico o fuese mirando vidrieras de cosas que no va a comprar. Va por la tercera cátedra. Se fue de la primera porque el titular de cátedra la comenzó a ningunear cuando se dio cuenta que ella no lo iba a acompañar en su ambición política. Se fue de la segunda porque el marido, que también estaba en esa cátedra, se acostaba con la ayudante. Encontró la paz, el silencio y la invisibilidad en la tercera, asignatura de años superiores con pocos estudiantes. La profesora Asad, de familia de textiles de calle San Luis, aprendió a combinar colores y texturas desde niña. Tiene puesto un saco de pana que cuesta dos ‘sueldos testigo’ (un JTP semi-exclusivo), y un pantalón beige de una tela sublime con un delicado festón que baja en la parte trasera. Es de una marca que tiene negocios sólo en Av. Alvear o en Patio Bullrich en Buenos Aires. Su cartera, combinada con los zapatos, tiene una chapita que dice Azzaro. Ella no habla y pone la misma cara durante toda la asamblea.

Llega la profesora Magnano, de estadística. Carga varias carpetas, diligente. Delgada, de pelo largo perfecto, con gesto adusto, una figura esbelta de un metro ochenta, sonríe como disculpándose por la tardanza. Se acomoda en la franja de atrás del aula. Ella es reconocida por su trabajo, seria, confiable. Ha trabajado con todas las administraciones. Nunca se la vio fuera de sí. Ella cree en la academia, en la educación universitaria y en las investigaciones.

Los del grupo político de ‘La gorda’ aplauden cuando termina su discurso. Pide la palabra Lamas. El profesor Lamas forma parte de las materias del último trayecto, el de las terminalidades. Es un antiguo PCR, que va a las asambleas a podrirlas. Ahora está con los estudiantes ‘troskos’ que tienen el poder en la mayoría de las facultades, pero no presenta vestigios de alguna contradicción interna con su anterior stalinismo rabioso. Habla provocando, para chicanear al profesor Rambaldi, que fue designado para abrir la asamblea. Rambaldi lo escucha, sentado como un maestro yogui, flaco por su alimentación ayurvédica. Tiene setenta y dos años y un excelente contacto en Rectorado como para ser el único de los docentes al que no le han enviado sus papeles de jubilación, cuestión que provoca la envidia de los que quieren perpetrarse en el poder como él y el odio de los que quieren que se vaya para sucederlo. Rambaldi es la palabra culta, ecuánime, autorizada, y sobre todo académica: ha llegado al máximo de los títulos de posgrado, detenta cargo de investigador en el centro de investigación de élite, artículos publicados con referato en revistas internacionales, es citado por los que trabajan temas afines. No tiene una cátedra, tiene un ejército, con soldados fieles (algunos traidores), que trabajan para él. Corina no alcanzó a escuchar la apertura de Rambaldi -al que siempre hacen hablar primero para delinear la perspectiva desde la cual se abordará el problema-, pero supone lo que planteó. La ilegitimidad de lo aprobado, la necesidad de volver a la excelencia académica, un llamado a la unión docente por la que debemos trabajar, y que él –a esto no lo dice- está dispuesto a socavar desde las sombras.

Lamas, un hombre bajo, retacón, con un cuello ancho casi como su cabeza, está parado en el centro del estrado, y toma el micrófono con fruición. Las palabras salen apretadas bajo su abultado bigote jaspeado de canas. Mira a Rambaldi y otros jerarcas más que están sentados en primera fila. Porque ustedes, que presenciaron cómo se produjo esto, no hicieron nada, fueron funcionales a lo que se votó, muchos se abstuvieron, y ahora salen a anoticiarse sorprendidos, ustedes son como gran parte de la clase media argentina que apoyó las dictaduras de este país, asombrados tardíamente por los acontecimientos que ayudaron a concretar, siempre pendientes de su miserable conveniencia.

Apoyado en uno de los ventanales, el profesor Sadiq, que hasta este momento seguía en silencio la contienda, sólo comentando por lo bajo a Corina, se adelanta sacando una voz enorme de su pecho, no, no, así no, así no, Lamas. Se asocian a él algunos docentes como un coro desentonado que llega de forma intermitente.

Lamas sigue. Lo que quiero decir es que es fácil querer intervenir cuando los que estuvimos trabajando en este proyecto fuimos nosotros, durante meses, codo a codo con los estudiantes. Ninguno de ustedes, salvo Codina o Méndez –dos jóvenes militantes recientemente recibidos, estrenando cargos docentes. Miran fascinados por poder participar al fin de la asamblea docente- que se reunieron innumerable cantidad de veces con el centro de estudiantes para mejorar el proyecto. Ustedes siempre son los políticamente correctos, pero su pulcritud es la garantía de su cómoda neutralidad.

El abucheo se levanta tímido. El Vicedecano, con años de conocer la letra oculta de los reglamentos, grita desde un rincón para que se respete el orden de pedido de la palabra. Un par de rubias titulares de cátedra hablan cuando quieren, paradas desde los costados, probando de facto que ese orden no las atraviesa. Corina se levanta para irse cuando uno de los jerarcas comienza a armar su gesto de suficiencia desde el cual comenzará a contestar. Está harta de que nadie haya llevado el mate, pero que cualquiera que pasa le pida que le convide uno. En el patio cercado por los edificios, los limoneros que se plantaron alguna vez tratan de sobrevivir a las hormigas y al paso de los estudiantes. Un fino hilo de aire otoñal sopla con tímido auspicio mientras tira la mitad de la yerba. 

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