a Miguel Gregori

Todos los que buscan huellas, vestigios de escritores, quieren entrar en contacto con sus papeles. Una de las más notables revelaciones, luego de la de Kafka, seguramente ha sido la edición de la obra dispersa en los cuadernos de Macedonio Fernández. Que ella esté hoy en el centro de un posible canon, es cosa menor al lado de la recuperación para la literatura de sus escritos; la tarea de los críticos, además de interesada en la operación canónica, y a pesar de ello, ha sido así, invalorable.

Ese era el tema con el que empezó la charla, lo recuerdo bien.

Pero es menester hablar de otro descubrimiento. Ocurrido allí mismo, en la cocina del Café.

*

Cuando puede darle un descanso a la bandeja o más tarde, cuando el Café ha cerrado y tanto él como Pablo, el cocinero, nos dejan estar ahí sentados en la única mesa sin levantar -lo que llamamos: la “función privada”- Miguel, el dueño, se sienta con nosotros y toma parte en las conversaciones. Pero nunca, por ninguna razón, nos ha permitido entrar a la cocina.

Esa prohibición nos molestaba. Tantos años de parroquiano habitual deben acreditarse en la confianza. Sobran ejemplos. Yo me he ocupado de arreglar la pequeña biblioteca que llegó por un emprendimiento editorial, uno de los tantos que quebró, dejando como recuerdo el mueblecito atiborrado de libros de escritores rosarinos que es preciso ordenar y exhibir, en tanto detalle de prestigio de “nuestro” Café.

Jorge se ha prestado a tomar pedidos telefónicos y hasta el doctor Zanola los ha llevado a alguna oficina cercana, en los momentos pico en que confluyen demandas que Pablo y Miguel no alcanzan a satisfacer.

Carlos, un viejo editor retirado, donó gran parte del material de la biblioteca, así como el poema de Hugo Diz que orgulloso se lee en una de las paredes. También corrigió un arrebato de Miguel, uno de esos días de demandas copiosas, desprendiendo el abrupto cartel que había pegado con cinta junto al plato de los sifones y que rezaba: “La soda no es un derecho”.

Por razones como estas, todos veíamos mal que la cocina nos estuviera vedada.

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Discutíamos los límites morales de la investigación biográfica y las nuevas ediciones de cartas o borradores de escritores muertos. La charla dividía posiciones. Ganaba en el tono de voz y en la enjundia argumental. El doctor Zanola y yo éramos de la idea de no hurgar en las posesiones privadas de los escritores ni siquiera por razones científicas, las que habitualmente funcionan como coartada del negocio editorial. Jorge parecía apoyar la vehemencia de Carlos, el editor, y en esa tensión, histriónicamente, empujando los zapatos por debajo de la mesa exclamé: “¡Ah, canalla editor! Dirigiéndome a Carlos, con una cita que figura en la novela Los Papeles de Aspern.

Fue entonces que Miguel tomó la palabra. Adelantando una mano y cerrando los ojos un instante antes de obsequiarnos un inesperado y profuso monólogo lleno de conocimientos. De la novela de James y del dilema moral, abundando en fechas y nombres que todos allí ignorábamos, tras la empañada lectura de Los Papeles de Aspern. Hablaba como tomado por un fantasma -como si fuera un médium dijo el doctor Zanola- y defendía, claro está, la necesidad de hacerse con todo cuanto fuese útil para la mejor biografía de un autor prestigioso o no tanto.

Después, cuando terminó, nos invitó a retirarnos.

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El 19 de enero apareció en los diarios de Buenos Aires la noticia del cierre del Café Florián, cuya terraza en la Piazza San Marco de Venecia, rodea un noble y antiquísimo salón de unos trescientos años.

Tres días más tarde, Miguel me llamó por teléfono. Su voz sonaba rara. Extrañamente, hablaba a los gritos: problemas económicos, el ahogo, la pandemia, “lo que se iba a perder”.

Me citó esa misma noche, a las ocho, en el bar.

Mientras caminaba hacia allí el asunto cobró un sentido diferente. Me pareció que Miguel tenía miedo de perder algo más que el bar el que, por otra parte, superada la etapa más rigurosa de la cuarentena, volvía a funcionar bien. Finalmente se terminó por definir la escena que me rondaba los pasos: el Aleph, Daneri, Borges, y el imposible café-lechería de Zunino y Zungri.

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Tuve que doblar bastante la espalda para poder pasar por la reja entreabierta. El salón estaba limpio y ordenado. Pablo nos miraba desde el mostrador. Se mordía los labios, movía la cabeza, abría mucho los ojos e inclinándose un poco, me hacía señas a espaldas de su patrón.

Miguel me abrazó, tal es su costumbre. Bajó una botella vieja de Hesperidina, sirvió dos vasos, despachó a Pablo, apagó algunas luces y después de tomar dos copas apuradas, me condujo a la cocina.

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Seguimos por un pasillo angosto de azulejos blancos hasta encontrarnos con una puerta baja detrás de un cuartucho. La puerta da a la calle Tucumán. Eso dije, en medio del entusiasmo. (Me sentía feliz, a punto de alcanzar lo escamoteado.)

“Sí, en teoría da a la calle Tucumán”, respondió Miguel, mientras me alargaba un capote color terracota y un ridículo sombrero. “Ahora vas a ver", anunció.

En las sombras, apenas se vislumbraban unas luces por debajo de la puerta.

*

La Piazza San Marco y el café de Florián son como los describe James en la novela. Esperamos un momento detrás de una columna a que un joven elegante se despidiera de una muchacha. Cuando pasó frente a nosotros, Miguel lo tomó por los hombros y zamarreándolo le dijo, en perfecto dialecto, que debía aceptar la propuesta de esa dama a la que llamó por su nombre como si la conociera de toda la vida.

Le dijo que lo hiciera, que no quedaba tiempo. De no hacerlo, insistió, ella iba a quemar los papeles que tanto buscaba.

Era cierto, era el final. Y esta vez, se perderían para siempre.

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