Anoche vi las falsas apariciones de los diptongos en un recodo del poema en el que hay tres mujeres tejiendo. Nadie sabe que ellas son mi hermana, mi madre y mi abuela. Mi abuela dijo algo acerca del punto inglés, que en su idioma se llama fisherman’s rib stitch (punto acanalado del pescador). Mi madre y mi hermana prestaron atención. Mi único deseo siempre fue aprender algo de ellas. Los diptongos seguían agazapados mientras las palabras agudas hociqueaban el entremés de las agujas.

Tejían las tres en el patio, bajo una sombrilla celeste, de palabras graves, cada una con su modo de tensar la hebra y sus inspiraciones. La abuela tomaba la palabra mientras montaban un número de puntos par, más dos puntos de orillo. Hacía muchos años que no la escuchaba, así que hice esfuerzos por reconocer su voz, descifrar la conversación. Los hiatos abrían los ojos grandes y se filtraban sutilmente entre las palabras que las tres mujeres pronunciaban para que yo también pudiera tejer mis versos. En un momento, la abuela levantó los ojos con asombro hacia mí, luego volvió a lo suyo.

En la primera vuelta sacaron el primer punto sin tejer, el punto de orillo, que viene a ser la letra inicial del primer verso. No sé si dije que reinaba un mareo de hamaca voladora y que la luz del sol se concentraba en la sombrilla celeste de tres sílabas. Iban con un punto al derecho y otro punto al revés. Yo seguía evaluando la pertinencia pausada del diptongo y el estruendo tonal de las agudas para ir balanceando el ritmo del verso.

La piel de los brazos de mi hermana se parece a la piel de los brazos de mi madre que se parece a la piel de los brazos de la abuela. Sólo unas huellas de tiempo marcan alguna diferencia. La piel es un tejido que se gesta punto por punto, célula por célula. Debajo de la piel se tejen órganos vitales, se teje el lenguaje que nos da sentido y algunos otros detalles no menos importantes.

El ritmo del tejido y el ritmo del poema se acompasaban.

Qué calor, dijo mi madre, y me sentí sofocada. Hubiera preferido que se mantuviera en silencio. Las palabras de mi madre entran con demasiada fuerza en mi conciencia. Siempre he debido tomar distancia al escucharla hablar porque todo lo que ella dice, en mí, se potencia. Las tres hicieron una pausa, levantaron la cabeza en un gesto que me hizo acordar a mí misma cuando escribo. Tal vez, lo que mejor he aprendido de ellas es a levantar la cabeza. Luego siguieron un punto derecho, un punto revés y finalizaron con el punto de orillo que siempre se teje del derecho al terminar una vuelta. La delicadeza de ese punto es tan importante como la última palabra de un verso.

Tres rayos de sol iluminaban la frente de las tres tejedoras. Nunca había visto rostros tan luminosos. El sol estaba en el lugar de siempre, las mujeres no se habían movido. Las agujas saltaban alegremente del punto derecho para hacer un revés y del punto revés para hacer un derecho, pero en lugar de pinchar el punto derecho como de costumbre, se reservaban, porque lo harían en la vuelta de abajo. Ahora que leo el Arte de Tejer, todo está muy claro. También es magia, aunque se trate de una técnica y las hebras se enreden del derecho y del revés en la punta de las agujas. De niña, al observarlas en su rápida labor, para mí eran tres hechiceras enredando hilos en el aire. Secretamente, hacía lo propio debajo del sauce, a la hora de la siesta. Colocaba las dos agujas debajo de los brazos, y hacía un pase de magia con la hebra de merino en el aire, imitando los movimientos de las tres mujeres, pero no se producía el prodigio. Las baritas mágicas, conmigo no funcionaban.

En la primera mitad del poema y del tejido, el minúsculo punto del medio y la minúscula letra que llevaba sobre sí el acento y la cesura, sintieron el movimiento del sol, que corrió apenas sus tres rayos delanteros. En ese mínimo gesto, cambió el color de las hebras de merino y se movieron, incluso, los ovillos conjugados en tercera persona del plural. Así tejían la tarde. Cuando les tocaba el revés, tejían normalmente, cuando tocaba el derecho, pinchaban en la abertura de la vuelta de abajo, tal como lo dice hoy el Arte de Tejer.

Alguna vez tuve miedo de que ellas se cansaran de tejer la tarde y nos quedáramos sólo con mañanas y noches. Pasar del bullicio matinal al silencio rotundo de la luna, sabía que iba a resultar abrupto y doloroso. Por ello, debía aprender el arte y la magia. Así que en ocasiones abandonaba los libros y el pequeño cuaderno de notas, para sumarme a la sombrilla celeste de palabras graves, donde se me escapan algunas esdrújulas estrepitosas que alteraban el ritmo de la trama, pero ninguna de las tres mujeres me reprendía, más allá de una sonrisa indulgente que yo sabía muy bien, provenía de aquel sinónimo que se había salido del tejido del lenguaje alguna que otra tarde de exploración por el diccionario tumultuoso. Desde entonces aprendí que cada vez que se me escapa una palabra aguda al final del verso, es un lapsus que viene de la infancia de la escritura. Por su parte, cuando el entramado del discurso alcanza a dibujar una sonrisa, sé que es el pícaro esdrujulismo en una mímica ígnea que busca desbaratar la máquina de tejer la tarde.

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