Sucedió sobre el último compás del siglo XX. Los discos compactos se pavoneaban en nuestras discotecas como objetos superadores de todos los soportes precedentes, sin sospechar que su fin estaba próximo. Soberbios, miraban de soslayo cómo nuestros vinilos acumulaban polvo frente a la bandeja enmudecida. En 1999, Carlos Sampayo editó Memorias de un ladrón de discos. Se trataba de un texto delicioso, reivindicativo del vinilo de jazz como agente cultural del siglo XX. Para Sampayo el disco era un sutil disparador de la (su) memoria individual convertida en índice generacional: “Los primeros discos de jazz que se mostraron obedientes a mis caprichos eran consecuencia de una curiosidad voraz, nunca saciada”. Así empezaba Sampayo su despeinada autobiografía signada por discos. (El libro se reeditó en 2013) Luego llegó Nuevas aventuras de un ladrón de discos, con recuerdos de una larga emigración por Milán, Barcelona, Buenos Aires ida y vuelta.

Desde entonces, atentos a los rumores del mundo editorial, hemos estado esperando lo que, en cierto modo, puede considerarse la coronación de una saga personal: una discografía “de autor”, constelación de registros sonoros en la que el pasado del jazz dialoga con su presente. Tal como nos imaginábamos, la espera valió la pena. Discografía personal del jazz (1920-2011) (Gourmet Musical, 2021) es un libro ilimitado, lleno de datos reveladores y observaciones agudas. Trae 644 entradas, para unos 900 discos. Están los favoritos del autor (destacados), los clásicos de clásicos, las joyas extraviadas o ignoradas y, curiosamente, algunos cds que no son muy buenos; o que no reflejan todo el talento del músico en cuestión. Lógicamente, la mayoría de los álbumes pertenece a músicos norteamericanos, pero hay abundantes referencias a discos europeos (italianos y franceses, sobre todo) y a algunos argentinos también.

Refinado para ponderar y discreto para desestimar, Sampayo no le escapa a la querella. Por ejemplo, liquida las décadas del 70 y 80 en pocas páginas. De Chick Corea incluye solo un disco… de los comienzos de su carrera (El excelente Now he sings, now he sobs, de 1968). A John McLaughlin y Pat Metheny no los tiene en cuenta, salvo como partenaires en discos de otros (“No sabría explicarte mi animadversión por la electricidad”). “Sobre Weather Report tengo opiniones negativas”, arremete. “Recuerdo el entusiasmo de multitudes en Europa… y yo escuchando a Ellington entre jóvenes revolucionarios del rock, entonces yo era bastante joven. Dije: fuera bicho. Era un modo elegante de hacer dinero.”

Duke Ellington

Una discoteca es una colección de entrañable materialidad. La habitan tapas, cajas (“cofres” supimos decirles), liner notes, retratos fotográficos, ilustraciones y diseños característicos de cada sello discográfico: la tipografía de Blue Note, las carpetas de Impulse!, los finos retratos de Verve, las fotografías despobladas de ECM, etc. Pero, en un mundo de creciente liquidez y flujos virtuales, cuando la escucha mediada por soportes físicos se parece a un ritual en extinción, no pocos creen que una discoteca ha pasado a ser algo obsoleto. “Un amigo chileno decía que los jazzistas siempre teníamos una referencia táctil”, nos cuenta Sampayo. “En este sentido el LP era más adecuado al uso. Pero no nos olvidemos que se trata de música, un intangible, algo que llevamos con nosotros aun cuando no está ni suena, cuando es un recuerdo, una repetición, un sueño. Estos días me despierto con “Boplicity” del Noneto Capitol de Miles Davis. No sé por qué, empuja desde dentro, un capricho del inconsciente.”

Si en sus libros anteriores los discos disparaban cual magdalena en el té la memoria emotiva del discómano, aquí Sampayo se autoimpone cierta distancia crítica, por más que la intención no haya sido la de abarcarlo todo ni la de construir un canon del género en su manifestación grabada. Con la colaboración del periodista especializado Jorge Freytag, el ladrón de discos seleccionó reseñas originalmente escritas entre 1980 y 2011- varias de ellas para publicaciones españolas, como la valiosa Cuadernos de Jazz-, actualizó datos y adicionó los ensayos “Disolución asegurada” y “El arte de la cara de los discos” a modo de introducción. Más melancólico que nostálgico, el libro no pierde ni un ápice de interés a medida que la discografía se acerca a nuestro presente. “Antes que nada me alegro de que haya jazz y esté vivo”, se entusiasma Sampayo. “Claro que tengo mis preferencias, pero me las guardo para que el libro luzca objetivo. Ahora, por ejemplo, sigo con interés amoroso la escuela de jazz de Joan Chamorro, en España. Cantera de solistas valiosos. Esto me permite emigrar de Chicago o Nueva York.”

Miles Davis

Oyente omnívoro y al mismo tiempo riguroso, Sampayo pensó no tanto en un vademécum razonado (los hay muy buenos, como el clásico The Penguin Guide to Jazz on cd de Richard Cook y Brian Morton) como en una serie de escritos alentados por la escucha discográfica. Estructurada según sucesivas décadas – el primer disco es From Ragtime to Jazz del pianista J.P. Johnson; el último, Generations. Dedicated to Woody Shaw, del trompetista Alex Sipiagin-, esta discografía puede leerse como una historia en fragmentos, por momentos epigramática y otras veces con cierto desarrollo. Por ejemplo, si el lector enlaza los textos dedicados a las colecciones integrales de Duke Ellington, Bill Evans, Miles Davis o John Coltrane – cuatro artistas “coleccionables” según el criterio dominante en los años 80 y 90 de reunir en un solo estuche todas las grabaciones registradas por un músico bajo un mismo sello – tendrá, en suma, un panorama bastante completo de los aportes de esos gigantes al jazz, y por añadidura del tiempo histórico que les tocó en suerte vivir. “Esta no es una discografía a secas, sino una discografía personal”, remarca Sampayo. “Y yo pienso el jazz en su contexto histórico, cuando tengo que escribir, sino no pienso en nada. Quiero decir que ninguna obra artística puede leerse como en un limbo”.

¿Cuáles han sido tus amores más duraderos, si se puede decir así?

-La última mudanza, entendida como alejamiento de los discos, fue en diciembre de 2010. No tengo más discos, los dejé ir y me emancipé. El alejamiento amplió mi objetividad en el momento de juzgar la música, pero mi apreciación del jazz no cambió. Puedo escuchar “West End Blues” de Armstrong con la misma sorpresa y emoción que hace sesenta años. Y como ese tema cualquier otro momento que me haya tocado: el corazón no se equivoca.

¿Cómo funciona la revisión a lo largo de los años?

-Cambiar de parecer… o de sentir, o de percibir… Por ejemplo, rehabilité al saxofonista Clifford Jordan, a quien tenía por impersonal. Reacepté al trombonista Curtis Fuller para hacer justicia, aunque no termina de entusiasmarme. Sigo tratando de descubrir los secretos de Herbie Nichols, que los tenía. Sostengo que Johnny Griffin fue un gran encantador de víboras, un sinvergüenza que se hacía el simpático. Los únicos que no someto a examen son Armstrong, Bix, Ellington, Lester y Parker. Los demás tienen que demostrarme cada vez que no me están mintiendo.

Sampayo con sus discos

La literatura del jazz en español tiene una deuda importante con Carlos Sampayo. Novelista, periodista cultural y guionista de comics adultos – Alack Sinner y Le bar à Joe, con dibujos de José Muñoz, son referencias notables del género -, Sampayo nunca se alejó por mucho tiempo de la escritura del jazz como una de las bellas artes. A fines de los 80 dirigió la colección Maestros del jazz y más tarde sus colaboraciones en las revistas Co&Co, Ajo Blanco, Amadeus y Cuadernos de jazz esparcieron su refinada erudición. Junto al artista visual italiano Igort escribió Fats Waller, y con el compinche Muñoz, la biografía en historieta de Billie Holiday (Por no citar otra similar de Carlos Gardel). Sus afinidades electivas son noir en un sentido amplio del término.

Discografía personal del jazz (1920-2011) es una suerte de summa de sus pasiones sonoras, y al mismo tiempo una bella lección de crítica musical. Sin sacar nunca los platos de la discursividad sonora del jazz, Sampayo encuentra siempre la forma literaria para hablar de música como lenguaje, a la vez que da pinceladas diestras sobre los músicos y sus circunstancias. Nunca barroco, llega al meollo musical de modo certero y conciso. Su sentido de ubicación de estilos y escuelas es notable, y difícilmente le erre en el reconocimiento de genealogías artísticas o puntos de inflexión históricos.

A veces el recurso de la analogía cultural le permite decir mucho en pocas líneas. Resume un elogio a dos maestros del cool: “Los imitadores se parecen levemente a Mulligan y Baker, como yo a Blaise Cendrars antes de que perdiera la mano en la Primera Guerra Mundial”. Sobre Monk, uno de sus esenciales: “La sensación que prima en su escucha es la de un gran sentido del humor, proveniente de un artista que se ríe en silencio, una humanidad que reflexiona sobre sí misma porque no tiene posibilidad de salir del esquema de la autorreferencia.” A propósito del disco de un veterano del contrabajo: “Ray Brown, uno de los más grandes rítmicos de la historia del jazz, nos regala (y le regala a su Guarnerius) un disco de madurez que está lleno de promesas.” De un trompetista en la estela de Marsalis y los jóvenes leones: “Brillante y conservador, Nicholas Payton insiste en hacer frente a la adversidad de la evolución.” (Esto último es borgeano puro, ¿verdad?).

En una parte de Memorias de un ladrón de discos recreaste las batallas entre tradicionalistas y modernistas, que en cierto modo marcaron la escucha del jazz durante algunas décadas. Ya no existe este tipo de polarización. ¿Qué clase de discusión crees que hoy predomina en la crítica de jazz?

-No sigo la crítica, a veces leo cosas, pero me olvido de lo leído. Aquellas batallas eran una versión de las guerras argentinas. Eran entretenidas y gravitaba un odio casi religioso. Yo no milité en ninguna facción y si me encontraba con combatientes de uno u otro lado, fingía un acuerdo, sobreviví. Me sentía tan cómodo escuchando a Eddie Condon como a Charles Mingus. Hoy no creo que haya una discusión análoga.

Con una vida repartida en partes casi iguales entre Argentina y Europa, Sampayo hace extensivo a la Buenos Aires del siglo XXI su entusiasmo por las escenas del jazz actual: “Entonces era cosa de aficionados voluntariosos. Después los músicos empezaron a viajar e impregnarse de la experiencia de otros países. Hoy son profesionales muy preparados, capaces de establecer bases en cualquier parte. Aquello era un milagro que poco a poco tomaba formas de realidad.”

Quizá eso mismo pueda decirse de cómo evolucionó la escritura de jazz en castellano, con la excepción del propio Carlos Sampayo, tan bueno ayer como hoy. Su pantagruélica discografía es un registro detallado de una vida de descubrimientos y pasiones. En el mundo Sampayo, poblado de palabras y sonidos, el jazz es “una de las formas de la inteligencia y su captación, una de las formas del amor y la amistad.”