Hay muchos y muy buenos argumentos a favor de la presencialidad en las escuelas: que la pandemia viene para largo y es necesario continuar, que lo que se pierde no es sólo lo académico sino un vínculo entre pares que no puede reemplazarse con el contacto virtual, entre muchos otros. 

Hay también argumentos igual de válidos en su contra y que no deben formularse de manera general como defensa de la vida y la salud, sino en términos puntuales y específicos: falta de vacunas, contagios por uso de transporte público y apertura de la sociabilidad que excede al ámbito escolar y no sigue sus protocolos. 

El debate sobre la presencialidad cuidada o el uso de la virtualidad hasta que mejoren las condiciones sanitarias, se da con mesura y en conversaciones entre padres y madres, docentes, autoridades escolares y sanitarias, entre tantísima otra gente. Sobre eso y como una nueva capa, se monta la discusión política, un poco más acalorada, sobre quién y cómo se toman las decisiones: aquí viene el cuestionamiento al encierro por decreto (alcanza consultar la vulgata de Wikipedia para ver que un decreto en pandemia no es ni tan extraordinario ni tan antidemocrático ya que se firmaron 76 durante los ocho años de CFK y 70 durante los 4 años de MM) y su formulación intempestiva que asombró y contradijo a los ministros del presidente. 

Un capítulo aparte se merece el Gobierno de la Ciudad que tiene 40,000 vacantes sin cubrir y demora las acciones judiciales sobre este tema pero resuelve la nulidad de un decreto con un tribunal que no tiene competencia en menos de 48 horas, desacata el fallo de otro tribunal que resulta no favorable y pide que intervenga la Corte Suprema para cancelar vaya a saber qué… ya que de hecho, el Ministerio de Educación se emperra en mantener los colegios abiertos. 

En este juego, la propuesta republicana se muestra sólo propuesta y Horacio Rodríguez Larreta va perdiendo el lustre de buen administrador y de dialoguista para acercarse peligrosamente a los berrinche de los amos de la derecha, que si conviene judicializan todo, si conviene desconocen a la justicia, si conviene hablan de democracia, si conviene la desconocen chillando que les robaron la elección.

Sin embargo lo que más me interesa de las múltiples capas que han puesto hoy a la educación como tema central incluso entre gente que no tiene hijos en edad escolar y ni siquiera es docente es una extraña y nueva modulación del odio. No me refiero al vozarrón bolsonarista que resuena en la voz de Laura Alonso o Patricia Bullrich escupiendo “abran todo” ni a la manifestación con tintes trumpistas que babea la palabra dictadura y despliega consignas como “el virus no existe”, mientras quema barbijos y se envuelve, como no podía ser de otro modo, en banderas argentinas. 

Me refiero a la comunidad de colegios privados autoconvocados porque hay chicos pobres que no tienen conectividad, portando carteles que dicen “Basta de ipad” (el funcionamiento de la ideología es conocido: hacer pasar los intereses propios como si fueran los de otros o los de todos) y a las extraordinarias imágenes de niños y niñas con las manos en alto y de cara al paredón escolar (toda filiación con las imágenes de un detenido no es azarosa, el inconsciente visual existe y no deja de colar su verdad). Y sobre todo al meme de Zamba como pibe chorro con un arma, con la leyenda “Zamba después de dos años sin escuela”. Pareciera haber ahí, en esa imagen racializada y varonil, un peligro latente, un destino hacia la criminalidad que podría ser mitigado, en parte por la educación pero sobre todo contando con la escuela como espacio de confinamiento. 

Me refiero también a otro componente central de la discusión que, paradójicamente, está bastante relegado incluso de los debates más mesurados sobre el tema: los y las docentes. La idea de que no puede haber 15 días sin clases cuando de lo que se trata es de dar 15 días de clases virtuales es asombrosamente machacona. No se puede dejar a los chicos sin sociabilidad se entiende, pero ¿no se los puede dejar sin clases como si las clases virtuales no fueran clases? ¿No habrá ahí al menos un germen de pedagogía en lo virtual, dado que con lógicas muy distintas, toda la educación universitaria está funcionando en la virtualidad? Ese constante ninguneo de la virtualidad, de tan sintomático se vuelve significativo.

Tal vez porque lo que en verdad está en juego es la imagen del docente como laburante retobado que encuentra mil vueltas para no trabajar. Resuenan aquí ecos que vienen del fondo de la historia: el escozor visceral del dueño de la tierra que cree que la peonada no le rinde o del dueño de la fábrica que vigila al obrero siempre dispuesto a aprovechar cualquier oportunidad para emborracharse, parece sobrevolar muchos de los tonos desaforados que expresan su violencia en los comentarios a las noticias sobre las idas y vueltas de la apertura o cierre de los edificios escolares.

El docente holgazán y el niño futuro delincuente son, creo, las figuras claves de este debate o al menos, en tanto blancos privilegiados del odio más profundo y clasista, aquello que supongo, explica el lugar central que ocupa hoy la discusión sobre la apertura o no de los edificios escolares. Lo asombroso es que juntos, anulan la discusión. ¿Para qué mandar al niño a la escuela si el docente es tan despreciable? ¿Para qué hacer trabajar a los docentes si el niño está destinado a variantes de la delincuencia?

Mientras tanto, como en un relato dickensiano –hay que leer el presente imaginando cómo lo veremos dentro de un siglo–, las y los docentes son una fuerza laboral sometida a condiciones de absoluta insalubridad: el contagio en el transporte público, la falta de insumos (alcohol y barbijos), la falta de espacio en aulas que no cumplen con el distanciamiento ni la ventilación requerida, la prohibición de ausentarse incluso si tienen mayores y niños a cargo, el ser forzados a trabajar incluso enfermos, la negativa a cerrar el aula completa si hay casos que pueden estar contagiados por contacto estrecho pero todavía no tienen diagnóstico, la falta de saber sobre asepsia que toca a todos pero que se vuelve dramática en las salas de nivel inicial. Y la muerte en masa.

Porque lo que dejará esta pandemia será un tendal de maestros y maestras de escuela inicial, media y secundaria. Por supuesto ya eligió y seguirá eligiendo sus blancos entre los ancianos y los enfermos, mientras arrasa al azar con distintos grupos poblacionales. Sin embargo, así como la fiebre amarilla o el sida golpearon a todos pero subrayaron figuras emblemáticas, en estos días, los posteos de familiares y amigos y las jornadas de luto por los docentes muertos nos hacen fijar los ojos en ellos. La comparación con los médicos y médicas es notable: aquí desfilan las imágenes de hombres y mujeres con las marcas de las máscaras como cicatrices de un combate valiente, para el fueron más o menos entrenados y que llenaba las noches de aplausos. 

Son imágenes que se enfrentan casi punto por punto con la de docentes con barbijos caseros, apretujados en un colectivo o en medio de la multitud que se apiña en la puerta de la escuela. Aquí está el material humano más o menos descartable al que se obliga a ir a la primera línea de la trinchera, sin saberes ni recursos, mientras se los acompaña con abucheos y silbatina. Después de todo, el rosario de epítetos que se les dedicó (“fracasados”, “sindicalizados”, “con nada para aportar al aula”, etc.) no sólo emergía de la boca de una oscura ministra que se irritó como la señora con la empleada que le falta mucho, también deletreaban cierto rumor social. Mientras el debate se centra en los edificios –abrir o cerrar escuelas, asistir o no asistir a los colegios–, el Covid amenaza con vaciarlos de las personas que deberían darle sentido. Seguramente dentro de unos años veremos en esas mismas paredes, las placas con los nombres de los caídos.

* ensayista y crítica cultural (CONICET - UNA)