Largó en Netflix la segunda temporada de la serie de Luis Miguel y el flashback, otra vez, nos deposita en la década del ’90. Luego de la muerte de Menem, ocurrida hace poco más de dos meses, se desmenuzaron con detalle sus perversos gobiernos. También se habló, ampliamente, de la llamada “cultura menemista”. La pizza y el champagne. Dentro de esa singular integración poco se habló de fenómenos musicales que contemplaron, en los inicios de aquella década, la revalorización de géneros y figuras tratadas peyorativamente por cierta clase media que se pretendía ilustrada. Luis Miguel aterrizó con su primer Romance y les tapó la boca a todos los que lo observaban con un mero producto teen. Puso en valor el repertorio de Armando Manzanero, integró las orquestaciones de cuerdas con el pop e impulsó la moda del bolero.

Muchos cayeron rendidos ante esa cadencia tropical que en los años 40 y 50 disputaba el mercado regional con el tango. Hasta Caetano Veloso –un genio de la transversalidad de géneros y de la incorrección- echó mano a un añejo cancionero hispano parlante. Eran, explicaba, “las canciones que escuchaba de pequeño en la radio”. Con los decisivos arreglos de cuerdas de Jaques Morelenbaum publicó Fina estampa, uno de los discos más vendidos de su carrera. La pizza y el champagne no eran exclusivos de la Argentina. Él también puso en juego los prejuicios con los que ciertos sectores tratan a esa música. Exhumó cándidos temas perdidos acusados al menos de sensibleros como “Rumba azul”, “Mi cocodrilo verde” o “Capullo de alelí”. Al mismo tiempo, Pedro Almodovar realizaba una operación estética cinematográfica análoga pero con un tamiz kitsch.

En el extraordinario libro de conversaciones con artistas brasileños de Violeta Weinschelbaum, Otros carnavales, Veloso concede que el único disco propio que escucha con placer es Fina estampa. “Puedo escucharlo como si no fuera yo, a pesar de ser muy personal. Fina estampa es mi disco más dulce”. Dice que el tratamiento que hizo de ese cancionero es un filtro “compuesto por el refinamiento de la bossa nova y la ironía del tropicalismo”. Y cuenta una historia maravillosa alrededor de la grabación de “Cucurrucucu Paloma” y “Recuerdos de Ypacaraí”. “Un cineasta brasileño llamado Neville de Almeida, camarada mío, que estuvo en Londres también en el período en el que yo estaba exiliado, un día, comentando las cosas que habíamos hecho y grabado los tropicalistas, me dijo: 'Quiero ver si tenés el coraje de grabar Cucurrucucu Paloma', como si fuera lo máximo del kitsch, como si el desafío extremo fuera tratar con seriedad una canción escandalosamente ridícula, desde determinado punto de vista. Me desafió y, claro, acepté el desafío. Me quedé dos años y medio más en Londres, volví a Brasil, hice varios discos y me propusieron grabar Fina estampa. Primero me pidieron que grabara un disco con canciones mías en español, como habían hecho otros artistas como Roberto Carlos o Chico Buarque, pero yo dije que no, que si iba a ser en español, quería cantar esas canciones que tanto me habían gustado siempre de la lengua española. Y, al grabar el disco sentía que la ironía tropicalista había llegado muy lejos. Para mí lo más osado que había conseguido era Recuerdos de Yparacaraí, que es una de las pistas que más adoro. Era una canción paraguaya, sentimental, que le gustaba a la gente poco letrada. Era considerada de muy bajo nivel. Por eso me parecía que lo que yo había hecho era extremo, pero ¡ni me acordé de Cucurrucucu Paloma! Y como dos o tres meses después, en una fiesta, me encontré con Neville de Almeida. Me miró, me señaló y gritó: '¡Cobarde! ¡No tuviste coraje para grabar Cucurrucucu Paloma! Entonces, cuando hicimos el disco en vivo, le pedí a Jaquinho que hiciera un arreglo y le dije: 'Quiero que parezca una música minimalista, reducida a lo esencial' Después, Pedro Almodóvar vino a Brasil, me conoció, escuchó la versión y quedó encantado”.

Lejos de las elucubraciones y anécdotas del bahiano, asoma Sandro. Ahora es considerado de una manera unánime, pero hasta no hace mucho era amado solo por el pueblo. El tratamiento que le prodigaban en los 80 ciertos medios hoy promoverían juicios del INADI. Revistas como Humor lo señalaban como el cantante de las empleadas domésticas de Plaza Italia, el rock “nacional” le huía como si fuera la peste y había caído en la volteada como un artista del pasado. Mientras los Quilapayún llenaban estadios y un rock de peinados nuevos asomaba de los sótanos, él fue confinado al ostracismo. En los 90 volvió. Saltó de los pequeños teatros del Conurbano al Gran Rex de la calle Corrientes. En las primeras filas se apretaba la rancia farándula, con Mirtha Legrand a la cabeza; en el gallinero, las leales señoras suburbanas –las nenas- con sus ropas de domingo. La imagen –Mirtha y atrás, lejos, como difuminadas, las “nenas”- es una foto perfecta de lo que fue el menemismo. El rock también le levantó la condena. Sandro esquivó el rencor y siguió su camino. Y grabó el que fue, al fin, su último éxito: el bolero “Arráncame la vida” a dúo con la cubana Olga Guillot, otra secuela del tsunami que originó Luismi.

Clima de época, la caída del Muro en 1989 desató una ola liberal cuyas consecuencias seguimos pagando. Su banda de sonido habrá que rastrearla en estos fenómenos de resignificaciones, en los pliegues de una inocua línea de violines estandarizados. Hoy, mientras el atormentado Luis Miguel de ficción toma cocaína como un condenado y busca a su madre, se definen preguntas: ¿dónde habita la banda de sonido de estos años de esquizofrenia mediática, desquicio, mezquindad, caceroleos histéricos, pandemia y soledad? Y si tanto flashback es nostalgia –retro de retro- o es un atajo resignado porque adelante no se vislumbra nada. Sólo una incertidumbre global que se parece demasiado al vacío.