“¿Qué es lo que te mueve a escribir canciones? En un punto, tu búsqueda es tocar el corazón de otra gente. Y quedarte ahí. O por lo menos producir una resonancia y que los demás se conviertan en un instrumento mucho más grande que el que estás tocando”. El que habla es Keith Richards en su autobiografía, Life, en el apartado dedicado a la época de grabación de Sticky Fingers, disco que celebra su 50 aniversario. ¡Y vaya si logró cumplir sus deseos el viejo Keith! A través de las generaciones que se fueron sucediendo en el medio siglo que pasó desde aquel 23 de abril de 1971 en el que el opus 9 (u 11, depende de si se toman en cuenta las ediciones en el Reino Unido o los Estados Unidos) de la más grande banda de rock del mundo salió a la calle, jóvenes (y no tanto) siguen sintiendo en sus fibras más íntimas el cosquilleo que se produce cuando suenan los primeros acordes de “Brown Sugar”.

Es algo arbitrario definir “mejor momento” cuando se trata de los Rolling Stones, pero sí es posible advertir que el salto de una década a la otra los encontró con un nivel de creatividad y de productividad que amerita el mote. Sucesor de Let It Bleed (1969) y antecesor de Exile on Main St. (1972), Sticky Fingers elabora un recorrido por la iconografía musical stone tan preciso y consistente que cuesta creer que el trabajo les haya resultado tan primal, natural, casi obvio. En su libro, Richards cuenta que grabaron “Brown Sugar”, “Wild Horses” y “You Gotta Move” en los estudios Muscle Shoals Sound en tres días. Los dos primeros en tan sólo dos tomas, con una consola de ocho pistas donde “tenías que enchufar y empezar. Un formato perfecto para los Stones”. Y así, como quien no quiere la cosa, Jagger, Richards, Bill Wyman, Charlie Watts y Mick Taylor se despacharon con uno de los discos de rock más importantes de la historia de la música popular del mundo.

Sticky Fingers condensa en sus diez canciones una oscuridad y una profundidad que surgen de dos hechos que marcaron a los Rolling Stones: la muerte de Brian Jones, miembro fundador de la banda, en julio de 1969, pocas semanas después de que lo invitaran a dejar de tocar con ellos, luego de que sus problemas con las drogas se volvieran imposibles de manejar; y el asesinato de Meredith Hunter, el joven afroamericano muerto puñaladas durante el show en el Altamont Speedway Free Festival, en California en diciembre de 1969. El disco se transformó, de alguna manera, en una fuga hacia adelante, un exorcismo de esos fantasmas. “A veces pienso que componer es tensar las fibras sensibles del corazón sin provocarle un infarto a nadie”, diría mucho tiempo después Richards en su autobiografía. Seguramente Sticky Fingers tuvo mucho de eso de tensar fibras sensibles, pero sobre todo, de sujetar y hacer fuertes los lazos de una banda en un punto crucial de su carrera.

La portada diseñada por Andy Warhol que muestra la entrepierna (y en el dorso, el trasero) de un joven en jeans y que en la edición original contaba con un cierre relámpago que se abría y dejaba al descubierto una tela de algodón blanca que sugería la ropa interior del modelo; la aparición por primera vez de la lengua stone que se transformaría en una marca tan reconocida como reproducida, esa que los Stones pagaron tan sólo cincuenta libras a su diseñador, John Pasche, además de un pase vip para un show en el Marquee de Londres; la desvinculación con su anterior sello, Decca, y la total independencia de producción a partir de la creación del sello propio, Rolling Stones Records, que funcionó hasta 1992 cuando firmaron con Virgin, previo a la grabación de Voodoo Lounge (1994), son algunos de los hitos que marcan este disco.

Pero sin dudas la incorporación de Mick Taylor como primera guitarra -aunque quién se anima a hablar de primeros y segundos cuando la otra guitarra está en manos de Keith Richards- fue lo que, desde el punto de vista musical, aportó el espesor que daría consistencia al proyecto estético de la banda. Taylor venía de tocar con John Mayall & the Bluesbreakers y de colaborar con los Stones en algunas grabaciones, además de participar en los shows inmediatamente posteriores a la muerte de Brian Jones, cuando fue convocado para unirse como miembro estable. Su primera presentación en vivo con ellos fue justamente en el concierto de la banda en el Hyde Park, en Londres, el 5 de julio de 1969, dos días después de que Jones fuera encontrado muerto en la piscina de su casa.

“Podés estar arriba, podés estar abajo, podés ser rico, podés ser pobre, pero cuando el Señor esté listo, te tenés que mover”, la voz chiclosa, gomosa, estirada, casi mimetizada con la guitarra slide de Taylor, transforma un negro spiritual tradicional en un tema tan híper sexual que en vez de a conectarse con Dios, parecería exhortar a sacarse la ropa, despacito, con cadencia, cuando el Señor lo diga. Se trata de “You Gotta Move”, canción que cerraba el lado A de Sticky Fingers y que traduce cabalmente el ejercicio de estilo que se cristaliza en este disco: una apropiación de los ritmos norteamericanos para volverlos 100% Stone. 

Otro ejemplo es la balada country “Wild Horses”, una canción que se le apareció a Keith jugando con la guitarra de doce cuerdas, casi como un sueño, un impulso. Algo que surgió y, en sus palabras, capturó en el momento. Firmada por Jagger y Richards, había sido grabada anteriormente por Gram Parsons -quizás el más rockero de los músicos country- con su banda The Flying Burrito Brothers. Ni hablar de “Brown Sugar”, rockazo alla Chuck Berry que al día de hoy se sigue manteniendo como uno de los temas insignia de la banda, o la juguetona “Dead Flowers”, versionada mucho más adelante por los Guns N’ Roses, que casi que hay que pedirles el pasaporte para asegurarse de que fue escrita por ingleses y no por norteamericanos.

Sexo, drogas, rocanrol. Pop, sofisticación, mugre. Ternura, humor, tragedia se dan cita en este disco que ha envejecido sus cincuenta años como si el tiempo no hubiera pasado. O más bien, volviendo mucho mejores los años del tiempo que pasó desde que existe. De una cosa no hay dudas, el bueno de Keith puede descansar tranquilo: en 2021, Sticky Fingers sigue tocando corazones como el primer día.



Sacar la lengua

Remeras, camperas, posters, banderas, calcomanías, colgantes para cadenitas, porta sahumerios, mates, gomitas para el pelo, posavasos, la lista de objetos sobre los que se ha aplicado la lengua stone para hacerlos más vendibles (o más… queribles cuando se trata de un tatuaje en la piel de una persona) es infinita y abarca los más variados usos y costumbres. Marca y contraseña, signo de pertenencia y a la vez triunfo del marketing. Amor al arte y al dinero, que tan a menudo se vuelven uno solo cuando se habla de pop. Lo cierto es que esa lengua logró reunir (y hasta ayudó a definir) en sus trazos, la impronta y el estilo stone que ya se venía instalando desde lo musical: arrogante y desfachatada, con una sensualidad a flor de piel. Pegajosa y húmeda. Sexy y pendenciera.

Encargada por Mick Jagger a John Pasche, por entonces estudiante del Royal College of Arts, la marca inicialmente iba a estar inspirada en la diosa india Kali, pero rápidamente mutó a la que se hizo mundialmente conocida y que tuvo su presentación en sociedad hace cincuenta años, cuando apareció impresa en el sobre interior de Sticky Fingers. Esa boca de labios carnosos, que podrían ser tanto los de Jagger como los de cualquier señorita, logra contener al mismo tiempo la impertinencia de un niño cuando saca la lengua y la sensualidad de una lamida o un beso demasiado apasionado como para estar guardando las formas.

Poco podría imaginarse el diseñador, cuando cobró las cincuenta libras que le pagaron por el trabajo, el destino que su creación tendría, su persistencia en el tiempo, la rotunda fortaleza de su mensaje sin palabras, la inmediatez para traducir el espíritu de una época… en definitiva, el triunfo de un concepto que sobrevive tras medio siglo y que podría resumirse “Es sólo rocanrol. Y me gusta”.