El origen, el comienzo, el big bang, fue una frase: “un vaso con lava sobre una mesa de luz.” Ahí quedó, sembrada, en la cabeza siempre perpleja de Ricardo Romero, durante más de veinte años. Pasaron varias novelas, escrituras, mudanzas, libros, lecturas, y la frase siempre estuvo ahí. A la frase, con el tiempo, se le sumó otra imagen; la de un hombre en un monoambiente. Un hombre solo, de edad y aspecto indefinido, aunque, asegura Romero, se parecía bastante a él; alto, pelo enrulado, atlético, que sale a correr tres veces por semana al parque Lezama ubicado a pocos metros detrás de sus espaldas. Sentado en el antológico Bar Británico – uno de los tantos cafés de la zona que frecuenta para sentarse a leer o a escribir-, Romero dice que cuando el hombre del monoambiente se convirtió en un viejo, la frase que cifraba algo se abrió. Y así, todo empezó.

“Cuando apareció el personaje del viejo empecé a entender hacia dónde iba la historia. Sabía que iba a ser largo, y que iba a cambiar mucho en el camino. Eso era lo que más me interesaba”. En marzo del año 2016, Romero tuvo la oportunidad de viajar al norte de Francia para asistir a una residencia de escritores de la Villa Marguerite Yourcenar. Ahí, armado con unas novelas largas y un mes de tiempo a sus anchas para escribir. Si no arranco ahora, se dijo, no la hago nunca. Apareció entonces la historia de Alfonso y Tomás, dos amigos – amigos por inercia y continuidad - que se cruzan en la galería en donde Tomás tiene un negocio de tatuajes. Alfonso es un tartamudo al que le gusta dibujar. De a poco, forjan una amistad en base a pasar tiempo juntos en una galería plagada de negocios vacíos. Ambos frecuentan un bar llamado “El Castelar”. Asistimos a sus peripecias, sus amores y sus desencuentros. De pronto, algo, una falla en el sistema, empieza a cambiar las cosas. La gente desaparece, las cosas de pronto no están. En paralelo, un hombre muy viejo desde un monoambiente cuenta un relato –más bien la impresión de un relato- como si el futuro ya hubiera llegado. Y es que el futuro, para las más de 800 páginas que tiene Big Rip, no es solamente algo que llegó, sino que está ahí; tanto adelante, como atrás, al costado. El futuro es lo que ocurre en el presente.

El narrador omnisciente de la primera parte se borronea. Irrumpe, con un epígrafe de David Foster Wallace y de Miguel Abuelo, en la segunda parte, un narrador en primera persona llamado Pripián que monologa o, mejor dicho, parece llevar un diario, un registro, un manuscrito, sobre lo que está pasando en el mundo. Porque en el mundo están pasando cosas. Mientras ocurren una serie de sucesivas Crisis (con mayúscula) que van cambiando el tiempo y el espacio tal y como lo conocemos, y que, como dice Pripian, “desgarran la realidad”, el narrador se relaciona la señora Coombe, una señora muy vieja que padece una enfermedad muy extraña. Aparece la historia de un Soldado Desconocido, que se agazapa en una trinchera luego de que la Cuarta Crisis termina por modificar el mundo. En la página 300, mientras el lector avanza en el relato entiende que resumirlo a un simple argumento sería emprender una tarea vana, y que, como en las grandes novelas largas que imponen su propia forma (desde Moby Dick de Melville hasta La Broma Infinita David Foster Wallace y El arco iris de la gravedad Thomas Pynchon pasando por Adan Buenosayres de Leopoldo Marechal y 2666 de Roberto Bolaño) el lector se rinde al arte de narrar de Romero, a la forma pausada y vertiginosa que tiene de conectar ideas diversas para lograr y encontrar sentidos novedosos.

Lo que a Romero le interesa es quebrar la lógica causal de los relatos. La estructura de la narrativa decimonónica; el lenguaje al servicio de los hechos y a un esquema más o menos confiable de acción y reacción. El lector a la espera de un resultado. Qué pasa, se pregunta Romero, si no pasa una cosa detrás de otra, sino cientos de cosas a la vez. El epígrafe con el que abre la primera parte (y la tercera parte) es de Thomas Wolfe, un escritor que resuena en la novela por su lógica “maximalista”, tal como lo definió el autor mismo en una carta enviada a Francis Scott Fitzgerald: una novela no debería dejar nada librado a la sugerencia. En su búsqueda tendría que incluir todo. “Quería dar cuenta de las discontinuidades de la experiencia vital, y de la experiencia de la escritura” dice Romero. “Mientras iba escribiendo, había cierta lógica de partitura en mi cabeza. Me voy con estos dos personajes, creo un texto más corto, uno más largo, y después vuelvo a los personajes para ver qué les pasa”.

Acopiaste mucho material, para empezar.

-El problema de la idea del acopio es que uno escribe y después reordena. Acá no quería reordenar. Volviendo a la idea de partitura, hay algunos textos que los escribí hacia el final, cuando sentía que había algún desbalance rítmico con respecto a lo que tenía en mi cabeza. Para mí era importante mantener una idea de ritmo, no solamente en relación al lenguaje, sino al relato. Crear saltos argumentales que se cruzan y se rompen. Esa clase de música que se desprende del texto, mientras uno escribe, me interesa mucho.

¿Cómo fue el plan de escritura?

-No quería pensar en un resultado, no quería que la zanahoria estuviera en el futuro. Quería la experiencia de escritura. Con sus flaquezas, sus hallazgos, sus ripios; que eso también entra en la novela. En ese sentido Foster Wallace fue un escritor muy liberador para pensar. La manera que él tiene, tanto en La Broma Infinita como El Rey Pálido, que me parece una gloria, de romper con la linealidad. Esa libertad, en donde puede pasar cualquier cosa, me resulta muy atractiva.

Una idea lúdica de la escritura.

-Lúdica, sí, pero al mismo tiempo con seriedad. Porque hay que hacerse cargo de que acá puede pasar cualquier cosa. Alberto Laiseca, por ejemplo, es un tipo que trabaja muy seriamente sobre el delirio, en novelas extensas como Los Sorias o El Jardín de las Máquinas Parlantes, y lo lleva hasta las últimas consecuencias. Acá puede pasar cualquier cosa y al mismo tiempo hay que hacerse cargo de lo que pasa. Hacerse cargo del desorden hasta donde te den las fuerzas, digamos. Que los personajes, por ejemplo, cambien de identidad, que mueran, reaparezcan y vuelvan a morir de distintas maneras, pero de un modo que para mí fuese importante. Quería hacerme cargo de todo eso y ver qué pasaba.

¿Cómo hiciste para mantener la cordura durante el proceso?

-Escribiendo.

Dice Romero, y se ríe.

LA CIUDAD Y LA CIUDAD

Aún recuerda el impacto que tuvo una ciudad grande en su psiquis. Nacido en Paraná, provincia de Entre Ríos, Romero tuvo una infancia feliz. Atravesó su educación formal en un colegio franciscano sin problemas y descubrió la lectura gracias a los libros que su padre le traía luego de sus largos viajes por trabajo a Buenos Aires. Cuando decidió que estudiando la carrera de Letras podía conseguir una forma de ganarse una vida, afín a la literatura, se mudó a Córdoba, la capital de la provincia vecina, para continuar con sus estudios formales universitarios.

Era la primera vez lejos de casa. La experiencia de vivir solo, en un monoambiente, le produjo una sensación rara. El hecho de sentir que a su alrededor había otras vidas ocurriendo de manera simultánea; vidas que llevaban adelante sus ritmos, sus charlas, sus historias; que se movían, hacían ruidos y hablaban, le causaba mucha perplejidad. Se quedaba, cuenta Romero, escuchando en el silencio y la oscuridad de su departamento esos murmullos inconexos, los distintos niveles de ruidos, la forma que tenía el sonido de crear relato. No sabía qué hacer con ese asombro, dice. Y esa sensación quedó en él sin que la pudiera procesar. Hasta que se sentó a escribir Big Rip.

La ciudad que se respira en la novela es un espejismo de varias ciudades. Muchos bares que Alfonso y Tomás frecuentan en la primera parte recuerdan a los bares del Bajo, de San Telmo y de Barracas, los barrios por donde Romero anduvo, vivió y habitó, una vez que, con título en mano, decidió viajar hasta la ciudad de Buenos Aires para ver qué pasaba, ciudad en la que Romero desarrolló, por otra parte, un intenso trabajo como editor al frente de distintas colecciones, tanto en Gárgola como en Aquilina. En sus descripciones arquitectónicas (hay una secuencia con una inmobiliaria que desaparece y que recuerda a las vicisitudes de los inquilinos a la hora de conseguir un hogar en el caos de las grandes ciudades), la ciudad de Big Rip serpentea, se duplica, se vuelve un túnel largo y oscuro, hasta morir en una noche oscura. Aunque es la ciudad de Córdoba, dice Romero, la gran ciudad invisible detrás de la urbe que reúne a los personajes con sus ritos de pasaje y sus mitos.

FOTO DE BERNARDINO AVILA

La noche está presente en la novela, con sus mitologías y sus parrafadas largas y nocturnas. El primer libro de Romero sintetizó en cierto modo esa obsesión, los cuentos reunidos en Tantas noches como sean necesarias, en donde narraba historias que había recolectado en sus pasos por pensiones del barrio de San Telmo. La noche porteña atrajo desde un principio a Romero que, junto a otros cuatro escritores -Federico Levin, Leonardo Oyola, Ignacio Molina y Lucas Funes– formó parte de las lecturas organizadas bajo el nombre de El Quinteto de la Muerte. En esa época, mediados de la década del 2000, una época particularmente fructífera, surgieron varias editoriales independientes. Muchos escritores y escritoras, aún inéditos, se juntaban para leer en bares y centros culturales de la capital porteña. Organizaban lecturas que se extendían hasta altas horas de la madrugada en días hábiles. Ese clima noctámbulo se expande en varios de sus relatos y novelas hasta su último trabajo.

En un momento de la segunda parte de Big Rip, Pripián, el narrador, muy propenso a teorizar sobre lo que cree que está pasando, dice: “Sabemos que hay 'algo' ahí (yo sé, yo miro la plazoleta, la fuente y estos angelitos, y sé). Para algunos esta consciencia es una especie de consuelo. Para la gran mayoría, es un terror vibrante con el que estamos aprendiendo a convivir como antaño lo hacíamos con la soledad. Porque esta consciencia no dialoga con nosotros. No nos protege ni nos ataca. Está ahí. La percibimos en su empuje ciego. Es un dios tardío y múltiple, nacido de vaya a saber qué encrucijada cuántica, que se despliega, se contrae, se alimenta e hiberna todo el tiempo como nosotros, sus habitantes”.

En La ciudad ausente de Ricardo Piglia una máquina organizaba y procesaba las historias, la ciudad de Big Rip condensa la experiencia moderna; no es un hardware, sino una pantalla táctil y oscura que se traba, que pierde espacio, que se estira, que se conecta simultáneamente con miles de experiencias fugaces y diversas.

-Acá la máquina que pone a esas historias a correr es el lenguaje, y es una máquina de la que todos somos engranajes. Todas esas experiencias que incorporamos están, como decís, en lo digital pero también en lo analógico. Los límites no siempre son claros. Incluso todas esas vidas que uno se cruza en una ciudad. Esa cantidad de vidas que son importantes para uno y de pronto, de un día para el otro, desaparecen. Uno naturaliza muy fácilmente esas desapariciones, a veces con dolor, a veces con un duelo, a veces no. A veces el ruido del presente te permite avanzar y vos recién lo procesás mucho tiempo después.

En ese sentido, parece hablar de la pandemia.

-La pandemia no hizo más que exacerbar estos quiebres. Por eso vuelvo a la idea de continuidad. Nosotros para mantener cierta cordura hacemos un relato continuo de nuestra vida. Nuestra vida es un caos, un desorden de simultaneidades, de ideas y de experiencias, que incluso se contradicen entre sí. Vamos eligiendo de ahí el relato con el que queremos contarnos. Incluso, si cambiamos de interlocutor, muchas veces vamos a contar otra cosa sin que necesariamente estemos mintiendo. Yo quería que la novela diera cuenta de eso desde mi experiencia.

ROMPAN TODO

Hacia la tercera parte, todo lo que de algún modo tuvo una forma contenida, un relato causal y un principio de realidad, se tuerce. El fin del mundo, ese “Rest in Peace” que se anuncia en el título, empieza a ocurrir, inexorablemente. Los personajes se desdoblan y cambian de nombre. Aparecen Theodore y Charles (¿Tomás y Alfonso?), aparece un gran basural en donde los personajes se transfiguran y recolectan entre los objetos perdidos y dejados una trama residual.

No es la primera novela larga de Romero. Historia de Roque Rey (2014), relato de formación, construye el arco dramático de un joven bailarín en quinientas páginas. Perros de la lluvia (2011) combinaba el policial con la novela social abriéndose hacia una polifonía de voces (género que había transitado en las novelas El síndrome de Rasputín (2008) y Los bailarines del fin del mundo (2009), publicados en la colección Negro Absoluto) en casi trescientas páginas. La extensión no es un dato menor en su literatura; es lo que Romero necesita para crear la sustancia de sus personajes. Para moldearlos y lanzarlos al camino interno y errático de sus novelas. Personajes que, en cierto modo, se encuentran al margen de la norma establecida. “Me interesan los personajes marginales, no en un sentido policial ni sociológico; no me importa a qué clase social pertenecen. Mis personajes están desconectados de lo que la sociedad propone como un discurso, o como una visión de lo real. Entonces ellos, desde donde están, hacen lo que pueden para organizar lo que les pasa”.

Romero necesita saber de qué están hechos los personajes, pero sobre todo qué historias llevan dentro, y esas historias hacia qué otras historias lo pueden conducir. Un libro que le resultó revelador para pensar la estructura fue Manuscrito encontrado en Zaragoza, el clásico de la literatura gótica de Jan Potocki, publicado en el año 1805, historias dentro de historias que surgen como esquirlas de una explosión, o bien desde un detalle menor, una conversación casual y banal, y se extienden hasta buscar su propia convulsión.

El gran tema con el que se enfrentan todos los personajes de Big Rip (junto con el lector) es el largo y dilatado fin del mundo. La novela no deja de pertenecer a ese género que podríamos llamar, a falta de otro nombre, de “catástrofe”: qué nos pasaría si el mundo, tal y como lo conocemos, se termina. Pero su pregunta va más allá, ese mundo que creemos conocer, ¿lo conocemos, realmente? Y si apenas lo conocemos, ¿cómo sería su final? ¿Sería un solo final o existirían varias formas de habitar ese final? “Pienso que los que mejor pueden sobrevivir al caos, al fin del mundo, son los que no están tan atados a la versión más estandarizada de lo real, por eso hay en la novela marginalidades de todo tipo. A los dos seudo protagonistas que aparecen en la tercera parte –yo los llamé protagonistas falsos– no les queda otra que dejarse llevar por un camino de crisis. Y ese dejarse llevar es su herramienta de supervivencia. Por eso cambian, y hasta cambian de físico. Me interesaba no solamente romper con la idea de continuidad sino también con esta idea de lo continuo y de lo cerrado que se usa para pensar una identidad. Yo soy esto, pero eso no quiere decir que no soy todo esto otro”.

Los personajes en los relatos de catástrofe parecen actuar en contra de lo que pasa cuando el mundo se termina, como si existiera en ellos una negación hacia un cambio.

-Me molestan mucho las historias que cuando hablan del fin del mundo lo hacen como relatos ordenados. En esos relatos, tenés una visión perfecta de lo que está pasando y donde deberías estar vos ahí. Y cuando terminas, estás limpio. Pero para mí la lengua, con la que se está contando, también tiene que tener algún tipo de desajuste, sobre todo si lo que estás contando es la crisis del mundo. En general, en los relatos de catástrofe, todo el mundo tiene en claro que está en el fin del mundo. Pero nosotros, en nuestras vidas, no tenemos en claro dónde estamos parados. Y estos personajes tampoco. Algunos lo tienen más claro que otros, y lo interpretan como una posibilidad, y otros están metidos en sus mundos, en sus intimidades. Esa es otra cosa que me perturba de esos relatos de catástrofes: las intimidades parecen vacías. Solo están atravesadas por la coyuntura. Viene el fin del mundo entonces tu intimidad colapsa, pero la intimidad tiene su propia lógica, y no necesariamente va a colapsar de la misma manera o al mismo tiempo en que colapsa el mundo. Me gusta esa idea, una intimidad que sobrevive al fin del mundo. Como una partícula. Las partículas que dejaría el Big Rip cuando todo se desgarre.

El libro parece hablar sobre el miedo a la muerte, a que todo termine.

 

-Más allá de todas las vinculaciones genéricas que hay, porque sé que están mis lecturas, las películas que miro y la música que escucho, mi desconcierto es lo que más presente está en la novela. En cuanto al miedo a la muerte, no lo hice consciente. Sí hay algo en relación a la experiencia orgánica con respecto a la muerte, una experiencia que es muy rica y de la cual estamos recibiendo información contradictoria todo el tiempo. Y el cuerpo procesa y procesa, y lo orgánico tiene su propio relato. Uno puede organizarlo y catalogarlo desde el discurso científico, pero lo orgánico burbujea todo el tiempo. Hay que tratar de escuchar esa música, ese ritmo, ese burbujeo, en el propio cuerpo. Y lo único que tengo para experimentar todo lo que te digo, soy yo mismo. Yo soy el horizonte de posibilidades. Yo soy el fin del mundo. Es lo que plantea la novela. El fin del universo está en tu mirada.