Dejé de pensar en lo que quiero. Tengo la impresión de estar alejándome. De que no otra cosa hice en todo este tiempo. Otra vez. Como nos alejábamos cada vez que pasaban semanas hasta volver a vernos. Yo te decía que ese viaje o cualquier otro. Y vos creías que debíamos hacerlo olvidándonos de las comodidades más añejas. “Vas a dejar de compartir tantas cosas”, lo resaltaste con tus dedos encomillados, como si fueras vos el que lo anticipara sin yo tener nada que decir ni demostrar en el cuarto de una casa que no se parecía a nada. A nada de lo que hablábamos cuando caía la tarde y ya la tardecita batía otros simulacros. Pero fue tonto, pienso. Fui tonta sin dejar de estar a tu lado. Ese lado menos dramático, menos plácido, más idiosincrático. Con la sola luz del mañana todo parecía más claro. Y era inevitable el anonimato. La salida por una puerta-ventana. Cuando ya nadie esperaba recoger el júbilo hallado, me llevaba la impresión de que carecía de metáforas. De que cualquier momento se presentaba sin alcanzar lo que augurábamos. Y era tonto, soy tonta, vuelvo a repetírtelo, para no desarmar el bolso y verlo arriba de la cama, como si siempre fuera tarde y no nos quedase más que deslumbrar suspiros de otras calles, de otras veredas cuando doblan las esquinas y se pudren los árboles. Entretanto tanto sigilo por verme callada, arrodillándome con las medidas de una cuadra que normaliza los argumentos con dígitos dispares, nunca iguales, siempre dando menos o más de aquello que se despilfarra con otros argumentos asimétricos o brutales. Verme: desde el décimo piso las terrazas anaranjadas, como si fuera tonto, problemático, absurdo, y a mí me pareciese que nada de lo que hablábamos tenía tanto. “La cultura también era eso”, dijiste, midiendo con la matemática de los dedos de tus manos el cambio que te había dado la cajera del supermercado. Seguramente, te dije yo, escuchándote repetir que los agrimensores medían la misma distancia varias veces y se encontraban con dígitos disímiles; porque entonces las normas no tenían la verticalidad escrupulosa de la ley, las razones heterogéneas y siempre horizontales que hacían de nuestra pareja el arquetipo de tus hallazgos. Como si fuera la utopía de un siglo XX que jamás volvería y la nostalgia de haberlo vivenciado se derrumbase con las distopias cotidianas, aquellas que veíamos pasar delante de nuestra cara sin atinar a preguntarnos por sus significados, un virus, algo tan prevenido y capaz de proyectarlas.
¿Sabés qué? Estoy cansada. Ni siquiera me demoraba en contártelo. La norma no era para mí cuando era yo quien debía justificar lo que sentía y pensaba. Y pasaba de largo como en un tango. El tiempo, qué otra cosa podía confirmar que siempre era demasiado. A pesar de las excusas, de las sinrazones y los abrazos. Las tenues caricias que merecían tus estragos. No, no estaba de más aguardar, detenerse, cambiar la manera abstrusa de buscar lo que desesperadamente cobijábamos. Pensar que aquello que objetivábamos no justificaba el desamparo. Decías, ser, formas de ser, cambiarlas, verlas matizadas, qué, quién, repetía, yo, la misma raíz para un significado que no estaba antes ni después, simplemente representaba el melodrama de una argamasa que en el vacío se desarmaba, porque estaba llena de palabras. Nada. No había nada, no quedaba nada. Yo imaginaba la frase de un texto arrancada de su contexto inmediato, porque me habías dicho apenas pisaste el living de casa: “¡Ah, estás en una velada!”, y yo intuitivamente había pensado en los grandes salones de principios del siglo XX; en los bailes de trajes y doncellas o príncipes y princesas de los siglos XVI, XVII, o XVIII, inclusive XIX; porque estaba escuchando las Variaciones Goldberg interpretadas por Glenn Gould, y tu ocurrencia fue tan oportuna o inoportuna que no me dio tiempo para explicarte que aquello que para mí las Variaciones Goldberg significaban era la calma de un encierro que Lecter cobijaba; aun cuando no sabía si recuperaría la libertad después de matar a dos policías que lo custodiaban. Pero más que nada las Variaciones Goldberg representaban los dibujos que Lecter cuidadosamente acomodaba, como había acariciado sutilmente la mano del policía antes de matarlo. Como para mí lo habían sido todos mis dibujos en una adolescencia conmovida. Siempre lo que pensábamos remitía a contextos arbitrarios. Nunca las cosas tenían los mismos significados. Ni para vos, ni para mí, en esa tarde que llegaste a casa, las Variaciones Goldberg habían representado aquello que pensábamos. Pero si no hubiese sido por ese comentario tuyo, azaroso, trivial, yo no hubiese podido darme cuenta del escenario que encumbraba y modelaba a Bach cuando las había compuesto e interpretado. Aunque el presente mostrase lo contrario: la amalgama de dos espacios que ninguna originalidad conservaban. Se habían transformado y ya era tonto pensar que representaban lo mismo que aquella tarde o las restantes, cuando era tan común verte caminando por las veredas anchas de mi barrio después de despedirte de una velada profana.
En verdad, me daba cuenta que mientras te escribía pensando en las cosas que me conmovían, preocupaban o desconocía, siempre, cada vez que volvía a hacerlo, el mismo acto de pensar me llevaba a ocupar otro espacio y no aquel que constantemente proyectaba con las ganas de verlo frente a frente. Viste que las intuiciones se proyectan. Están ahí delante de nuestra cara para que podamos apreciarlas. Claro, no otra cosa quería decirte: el presente compartía el mismo espacio que nuestras intuiciones, porque siempre se encontraban entre el paso que no estábamos dando y aquel que venía concitando. Era como si nuestras voluntades, cuando estaban concitadas por nuestras intuiciones, desaparecieran, se volviesen invisibles, con esa misma levedad que los signos cotidianos remitían a otros signos, sin implicarnos en la objetividad de cuestionarnos por qué estaban ahí o aún seguían estando. Y esa impresión no era casual. Y menos aún vana. Cuando las relaciones entre las cosas, nosotros y todo aquello que nos importaba, tenían más valor que el valor que comportaban en sí mismas, sentíamos una levedad propia de la alegría de ser partícipes de nuestro presente, sin sentir el peso que muchas veces implicaba estar vivos. ¿Pero entonces debía pensar en mis voluntades como si lo hiciera con las causas de por qué seguimos haciendo ciertas cosas y no otras? Me estaba alejando, me daba cuenta y no podía hacer nada para evitarlo. Después de todo, nada hubiese sido diferente si antes no te hubiese dicho que exiliada de mi presente mi atención me llevaba a desatender las cosas que compartíamos. Pero las cosas que compartíamos carecían de espacio, siempre volvíamos a lo mismo porque era nuestra única conversación manifiesta. Y si esas cosas persistían manifestándose de esa manera no nos quedaba más que la visión autodidactica de aquel que solo construía su propia debilidad y fortaleza en el espacio eremita del cuarto de una casa que permanecía como lo nuevo en lo viejo, lo azaroso y seguro, lo aciago con lo afortunado de un encuentro siempre perecedero. A veces recuerdo tu reflexión y la confirmo, cuando aún te comentaba que esos significados que se aferraban a la arbitrariedad de una lengua se confundían con lo que no podía asir en mi vida cotidiana, ya que, como vos decías, el contexto era tal como era, así, sin referentes, sin antecedentes ni consecuencias, pura posibilidad, la cosa misma como cualidad concretamente existente; entonces solo era posible aquello que coincidía con lo que me angustiaba y había dejado de pensar desde mi infancia, cuando no había nada que dogmáticamente la condicionara o pudiese interpretarla para hacerla propia, conveniente, porque esa era su dignidad, ser lo que era, como la dignidad de todos los seres humanos sin tener unos más valor que otros, objetivamente singulares, objetivamente positivos durante todo el devenir de nuestra existencia. Estábamos sentados en el cuarto de casa y veíamos por la ventana a una mujer callada, en silencio, moviendo el pie derecho indistintamente, colgado como parecía estar sin estar sujetado a nada, porque hablábamos y creíamos ver en ese fluir la lasitud de algo que no centelleaba en ninguna forma dogmática. Pero eso era bueno, ¿no es cierto?