Las agencias de turismo egipcias desaconsejan al visitante ir a Alejandría: “No es de los sitios más importantes a la hora de conocer el país. Mejor usar esos días para conocer a fondo El Cairo y Luxor”. Quizá tengan razón: Alejandría es de esos lugares que siempre conocieron tiempos mejores. Tuvieron su famoso Faro y se derrumbó. Tuvieron su famosa Biblioteca y se quemó. Mal construida, mal planificada y mal drenada, fue conquistada y desechada por todos los poderosos de turno, estuvo a punto de ser ex ciudad muchas veces pero, aun así, siguió siendo el puente entre Europa y Oriente, el nexo entre el presente y el pasado. La desconfianza de Egipto a Alejandría se debe a que Alejandría siempre le dio la espalda y miró al Mediterráneo: se consideraba más hermana de Atenas, Roma y Constantinopla que de sus propios compatriotas. En su formidable Cuarteto de Alejandría, Lawrence Durrell dice que eso redundaba en una fiebre que padecían todos los que vivían en la ciudad: “Como la tierra a las plantas, la ciudad precipitaba en nosotros conflictos que eran de ella y que nosotros erróneamente creíamos que eran nuestros”. Los personajes de Durrell sólo entienden lo que les pasa cuando acuden a hablar con el Viejo Poeta de la ciudad, que parece haber vivido todas las épocas de Alejandría.

Ese Viejo Poeta existió en la realidad y hasta el día de hoy quedan rastros suyos: si se aventuran hasta el Hotel Le Metropol, en la Ciudad Vieja, si suben por sus viejas escalinatas apoyando la mano en la noble madera de su baranda, van a estar repitiendo el gesto que hizo todas las mañanas durante treinta años de su vida el Viejo Poeta, cuando el Hotel Le Metropol era el Ministerio de Obras Públicas de la ciudad. En las muchas oficinas de ese ministerio había un Departamento de Riego, en donde trabajaba media jornada Konstantinos Kavafis. Trabajaba media jornada para tener tiempo para escribir. El puesto en el Ministerio era ad honorem, pero con los rumores que oía en la oficina apostaba después en la Bolsa, y así se mantenía, y mantenía a su vieja madre, con quien cenaba puntualmente todas las tardes a la caída del sol. Después se retiraba, porque no vivía con ella: tenía su propio departamento en un segundo piso de la calle Lepsius, en el barrio canalla de la ciudad, sin teléfono ni luz eléctrica; el único amoblado eran almohadones y alfombras, y dos lámparas de petróleo sobre una larga mesa cubierta de libros.

Kavafis se fue a vivir solo a los veintinueve años. Hasta entonces había sido un niño mimado con pedagogos franceses, nodriza inglesa, cochero italiano y sirvientes egipcios en el palacete de su familia. Pero su padre gastó mucho y murió joven, el palacete se redujo a un piso del que Konstantinos vio partir a sus hermanos y hermanas a medida que se casaban, hasta que sólo quedaron él y su neurótica madre, Heracleia. El mismo año en que se fue a vivir solo publicó su primer poema, en una pequeña revista de Atenas. En los cuarenta años siguientes mantuvo ese ritmo de publicación, siempre en pequeñas revistas, de Atenas, Constantinopla, Leipzig y Alejandría. Con sólo quince poemas conocidos, sin publicar jamás un libro y sin que su nombre apareciera una sola vez en los diarios, empezó a correr la voz en el ancho mundo mediterráneo de que había un poeta como ningún otro, alguien que hablaba del pasado como si estuviera ocurriendo, que convertía Alejandría en Itaca y Babilonia y Bizancio a la vez, y que tenía el atrevimiento de hacerlo en griego demótico, el habla coloquial de toda la diáspora helénica. El estilo de Kavafis no tenía ni una gota de los amaneramientos, florituras y grandilocuencias de la poesía de la época: era prosaico y liviano, pero a la vez era certero y profundo; era hedonista y era estoico, era irónico sin ser nunca cruel, era pagano y era devoto, era tan atávico como Juliano, Ovidio o Herodoto, pero estaba vivito y coleando; incluso se lo podía ir a visitar cualquier noche a su piso de la calle Lepsius.

Desde que empezó a publicar hasta que murió su madre, Kavafis temió perder el trabajo, humillar a su familia e incluso ser desterrado de la ciudad por homosexual (“Las miserables leyes de esta sociedad han empequeñecido mi obra y maniatado mi expresión, a mí y a los que son como yo”, escribió en 1905). Refugiándose en el pasado pudo liberar su sexualidad y su sabiduría en una doble pirueta estilística: contaba sus episodios eróticos como historia antigua, y la historia antigua como si hubiese pasado hacía un rato nomás.

El piso de la calle Lepsius se convirtió pronto en lugar de peregrinación para jóvenes poetas griegos, judíos, turcos y europeos, que aparecían en silencio con la caída de la noche. Escritores como Penélope Delta, Nikos Kazantzakis, Giusseppe Ungaretti y Giorgos Seferis iban a rendir sus respetos. En 1916, E. M. Forster dijo: “Vale la pena el viaje a Alejandría sólo para conocerlo. Su voz viene de lejos, es el gran poeta del Mediterraneo”.

Con los admiradores llegaron también los envidiosos, que acusaban a Kavafis de historiador de pacotilla, de plagiador y remendón de textos antiguos, de carecer de todo lirismo y vuelo, a la vez que lo demonizaban por libertino y por pretender crear un mito de sí mismo (“Estuve en el piso de Kavafis y fue como entrar a una tienda de muebles usados. Ignoro si las piezas eran elegidas o heredadas, pero doy fe que representaban fielmente la naturaleza de segunda mano de su dueño”). Él, por su parte, se limitaba a decir, con la misma maravillosa voz con que hablaba en sus poemas: “¿Dónde estaría mejor? A tres cuadras tengo la oficina, donde me gano el pan. En el piso de abajo está el burdel, para las necesidades de la carne. En la esquina, la iglesia, donde perdonan los pecados. Y en la otra esquina el hospital, donde vamos a morir”.

Ezra Pound sostenía que Kavafis era en realidad un poeta del futuro. Auden dijo que, de no haber leído a Kavafis, hubiera escrito peor mucho de sus poemas o no los habría escrito en absoluto. Milosz, Montale, Cernuda y Brodsky lo admiraban. Fue parte cotidiana del paisaje de Alejandría hasta 1933: con su sombrero de paja, el infaltable cigarrillo en una mano y el komboloi de ámbar entre los dedos de la otra, mezcla de oficinista y aristócrata fundido, contemplando desde su terraza la caída del sol en el mar desde el principio de los tiempos.

 

Un cáncer de laringe lo dejó sin voz en sus últimos tiempos y lo condenó a comunicarse con una libreta y un lápiz con sus visitantes. Según contó Giorgos Seferis años después, la última anotación que hizo el Viejo Poeta antes de morir fue un círculo con un punto en su centro, un signo que en la tradición de los correctores de imprenta significa fin de página, punto final.