¿Olguita? Ahora la llamo. En los dos amplios galpones de la ex Sociedad Rural de Rosario, donde se vacuna a 1600 personas por turno, cada día, todo el mundo sabe quién es Olga Moyano, a cargo del operativo junto a la Jefa de Enfermería de la provincia de Santa Fe, Emilse Belletti. Con 63 años, Olga se acerca, y lo primero que dice es: “Acá antes había vacunos, ahora hay vacunas. Las vaquitas eran ajenas, pero las vacunas son de todos, son un derecho”. Así empieza una charla con esta mujer que trabaja de enfermera hace 45 años. El día de la enfermera, en 2021, no es uno más. Con las terapias intensivas con más del 90 por ciento de ocupación en muchos lugares del país –entre ellos, en Rosario—y la segunda ola en su máxima virulencia, los reclamos por condiciones de trabajo se multiplican. La mayor parte de quienes trabajan en enfermería cumplen dos jornadas, doce horas diarias de trabajo. En sólo cuatro días de febrero, Olga estuvo a cargo del operativo para aplicar más de 8000 dosis en los 170 geriátricos de Rosario. Ella tiene claro que no se trata sólo de pinchar, sino que hay una artesanía de la relación con la persona que se asiste. “Este es un trabajo invisible, que al no poder ser cooptado por la lógica industrial, no se puede medir. Cómo medís vos… sí, podés medir la cantidad de vacunas que aplicaste, pero cómo medís la relación que estableciste con esta persona. Y lo puedo pensar en el ámbito hospitalario porque fue mi gran trabajo. Eso no lo podés medir, es inabarcable la relación que se construye en ese momento”, dice Olga.

Según los datos del informe Covid-19 y la situación de las trabajadoras de la salud en la Argentina, publicado la Organización Internacional del Trabajo, la Entidad de las Naciones Unidas para la Igualdad de Género y el Empoderamiento de las Mujeres (ONU Mujeres) y el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA) en el país, “una de cada 10 mujeres ocupadas se desempeña en el sector de la salud, que concentra a más de 760.000 trabajadoras. Se trata de un sector altamente feminizado, conformado en un 70 por ciento por mujeres, con una alta exposición al contagio y considerables costos físicos y emocionales”. 

Para Olga, "es un trabajo muy mal pago porque lo ocuparon normalmente las mujeres y no nos organizamos como trabajadoras de la enfermería".

Si bien hoy le toca organizar el operativo de vacunación, que es un espacio de algarabía y agradecimiento, Olga sabe lo que están viviendo sus colegas. “El trabajo de enfermera es tremendo. Acá es más tranquilo, pero igual hay que estar atenta, porque manejás dosis, tenés que tener el ojo muy atento. En los hospitales, realmente, la jornada de la enfermera es muy agotadora”, considera Olga, que enfrentó esta pandemia cuando estaba a punto de jubilarse. Los primeros meses, capacitó sobre el uso de los equipos de protección personal. Creía que serían experiencias parecidas a otras, anteriores, como las epidemias de gripe H1N1, del sida en los 80 o de cólera en los 90. Al poco tiempo, advirtió que esto era distinto, y convocó a aprender a tomar todos los cuidados, pero “sin tener miedo, porque el miedo paraliza”.

El miedo paraliza, pero cómo no sentirlo cuando se trabaja todo el día con la muerte. “Personalmente, no he entrado a ninguna sala de terapia desde que está el covid y tengo la referencia de las compañeras y los compañeros que están trabajando en esos lugares y realmente están desbordados. Trabajar en una terapia intensiva más de seis horas… Precisamente, los convenios de trabajo hablan de las áreas críticas seis horas. Pero las compañeras, por las condiciones económicas, por los salarios que se perciben, están trabajando doce horas para alcanzar una canasta mínima fijada por el INDEC. Entonces, está esta contradicción. Nos organizamos para hacer reclamos parciales, y no para dar cuenta de este trabajo que no hace nadie, porque está desvalorizado por la sociedad”. 

Fotos Andrés Macera

Olga considera que fue “testigo de un montón de cosas, y ahora me toca ser testigo de esta”. En 1985, dio testimonio en el Juicio a las Juntas Militares. En mayo de 1978 fue secuestrada cuando salía del sanatorio en el que trabajaba. Estuvo dos meses sola, en una habitación, en el mismo centro clandestino de detención -Fábrica de Armas Domingo Matheu- al que llevaron también a Ariel Morandi y Susana Miranda, que continúan desaparecides, también enfermeres. Siempre les rinde homenaje. “Íbamos a hacer una actividad en el centro de salud que lleva el nombre de él y vino la segunda ola, para el 12 de mayo tampoco fue posible. Hubo un montón de compañeros enfermeros que trabajaron y que están desaparecidos, como la misma Silvia Suppo, que estaba estudiando enfermería cuando la detuvieron, y cuando salió volvió a estudiar en Rafaela y se recibió”, entrelaza su trabajo con un compromiso activo y permanente con la búsqueda de memoria, verdad y justicia. Olga también fue testigo y querellante en la primera causa por delitos de lesa humanidad que hubo en la ciudad de Rosario, en 2009.

Cuando llega a su casa, Olga se pone a bordar. Llevó la tarea de bordado a un taller del que participó la cárcel de mujeres de Rosario, suspendido por la pandemia. Durante todos estos meses, se dedicó a juntar artículos de limpieza, y de economía femenina –así las llama—para las internas que estuvieron mucho tiempo sin recibir visitas.

Si alguna persona que tiene turno para vacunarse plantea sus dudas, Olga rememora su vocación docente, como formadora de enfermeras. “Entiendo que la gente tenga miedo, aunque muchas veces, sobre todo la población que se está vacunando ahora, de alrededor de 60 años, vienen muy subjetivados por los medios de comunicación. Les hablo desde mi experiencia, que adquirí con los otros. Nosotros vacunamos con Astra Zeneca en febrero y hasta el día de hoy no hemos tenido ningún problema”, persuade a quienes consultan.

Sobre el clima que se vive en el centro de vacunación, Olga nota la diferencia. “Con las primeras dosis había euforia. Que ahora no haya tanta euforia, tanto agradecimiento, también coincide con la aparición de la segunda ola”, subraya.

Mientras Olga conversa, distintas personas se le acercan con consultas. “Yo siempre digo que es un encuentro policlasista. Lo notás en la ropa, en las carteras. En general, la gente que tiene menor capital cultural o simbólico, acepta mansamente las cosas y no cuestiona, no pregunta. Pero generalmente los sectores más acomodados que tienen acceso a la información, preguntan”, caracteriza. En estos días, al centro de vacunación llegó un señor de 83 años, que no sabía leer ni escribir, y recorrió varios lugares hasta que dio con la ex Rural. Allí, la red se puso en marcha, y el hombre se fue con la primera dosis. La convicción que guía el trabajo colectivo que llevan adelante entre vacunadores, registradores en los sistemas informáticos y en papel, personal de seguridad y logística es que la vacuna es un derecho.