Circulan cartelitos y frases de almanaques que hablan de las bondades de perder. Perder sería una forma de aprender, de no ceder en las convicciones, lo que agigantaría las luchas y bla bla bla. La verdad, queridos amigos, perder es una mierda y yo estoy harto de perder: plata, amigos, ídolos, trabajos y oportunidades varias.

Pero Chiabrando, me dirán ustedes con cierta razón, de qué pérdida me hablás vos, si sos guapo y exitoso. Lo sé, y agradezco que estén atentos a mi devenir, pero aun así sigo perdiendo, sea el pelo cuando no las mañas, sean cosas trascendentales como la cercanía de gente querida, o las cotidianas como comerse un asado sin tener que empeñar el auto. Ah, cierto, el auto ya lo había perdido en una curva anterior.

Y no me considero un perdedor nato, ¿eh? Es que se pierde en muchos frentes a la vez. Se pierde por ser de un país periférico, por ser del interior ante los berrinches capitalinos, por ser hijo de obreros, y además se pierde por mala suerte. El que está en dos de estas categorías, que vaya a un exorcista. El que está en todas, que lea otra nota.

Díganme, acaso, si no sienten que reman cada día como si fueran a competir en las olimpíadas, y todo lo que logran es flotar. Que trabajan como perros para tener cada día una entrada menos al cine, un libro menos, un viaje menos.

No sé a quién se le ocurrió que perder es bueno, que se puede ser feliz de infelicidad. Quizá a los resentidos o a los románticos incurables. Pero ser del bando de los perdedores es una porquería. Hasta la posibilidad de abrazarnos hemos perdido. Y además se pierde individualmente y colectivamente. Se pierden cosas materiales y cosas simbólicas. Y si nos dejan ganar una pelea simbólica después nos voltean como a muñecos cuando hay en juego algo material.

Romantizar las derrotas, la pobreza y caer en la escala social, pero simulando que se ganó en el honor, es la última derrota. Debe ser una tara venida del mundo del fútbol. El equivalente al campeón moral. Al “no gana pero juega lindo”. Saben qué. A veces preferiría ganar sin merecerlo. De pura suerte. Pero tampoco sirve ganar en lo individual y perder en lo colectivo porque nosotros somos del bando de los giles que tenemos conciencia social y no podemos considerarnos ganadores (aunque sea ocasionalmente) si uno “de los nuestros pierde”. Y claro que siempre “los nuestros” están perdiendo.

Si hay alguna ventaja en perder es saber que hay pocas cosas indispensables. Un día tenés auto, al otro no. Y resulta que ahora caminás más y tenés menos colesterol. La otra es aceptar que tenés derecho a sentir desprecio por esos que, abrumados porque se les muere la mascota, se van a desayunar a París.

Y no crea que este hartazgo por la pérdida es admiración por los ganadores. De ninguna manera. Me dan asco la tilinguería cheta, la ignorancia que ostentan, creerse triunfadores cuando solo son herederos, su estupidez sistemática, su odio por los libros, sus caras de nenes criados a yogurt y gimnasios, sus escuelas caras donde enseñan ignorancia y sus risas de ortodoncia.

No perder, para mí, es trabajar para lograr algo, y lograrlo. O al menos acercarse. Recoger lo que se siembra. Es todo. Y no perder lo logrado en la primera curva, devaluación, cambio de reglas o gobierno.

Y para colmo las muertes de cada día, que ya se me hacen insoportable, ya me dan náuseas. Ya no dejan ni respirar. Hasta el derecho a respirar en paz hemos perdido. Porque además de las muertes razonables, las inapelables, están las ilógicas, las gratuitas. Y ya de nada sirve refugiarse en el “mal de muchos, consuelo de tontos”. Saber que hay gente que está igual o peor, perdiendo más que uno, incluso todo, me consuela dos segundos hasta que hace sentir un boludo a cuerda.

No crean que a este asco por perder lo inventé yo. Si ven la vidriera de una librería verán que hay cientos de libros y jetones vendiendo felicidad envasada. Si yo fuera malpensado diría que nos transforman en perdedores para luego vendernos improbables remedios. Es más: hoy trabajamos para poder pagarnos los remedios y tratar de curarnos de las enfermedades que nos produce trabajar, y todo para poder seguir trabajando. Otra forma de perder. Un laberinto sin salida por arriba, vea.

Ya sé, ya sé. Sé muy bien que hay espacios que curan. La familia, los amigos. Pero esos también están perdiendo cada día. Están como nosotros. Y están lejos, muchos.

No sé si la lucha dignifica. En eso yo soy antibielsista. No veo ninguna ventaja en jugar y perder. Jugar y perder es perder. Jugar bien y perder es perder igual. Se aprenderá algo, supongo, pero a cambio de dolor y frustración. Y, en ocasiones, de más muerte.

Uso adrede la palabra perder porque vivir ya no es respirar sino competir. Hoy se le llama ganador a un evasor, a un explotador. Y si nosotros ganamos una debemos dar explicaciones. Porque suena ilógico. Mientras que los que tienen la sartén por el mango y el mango también, se ríen desde su piscina de champagne. Y nunca van presos mientras que las cárceles están llenas de ladrones de gallinas, o sea de perdedores.

Quizá esto explique mejor por qué los pobres o la clase media defiende a los ricos. Es una forma de no sentirse del bando de los perdedores. Y los entiendo. Pagarán las consecuencias igual, pero por un rato se sentirán dentro de una telenovela.

Y seguro que dirán que no hemos hecho los méritos suficientes. Y habrá que darles la razón. Si no aprendimos a vivir de rentas, a heredar, a evadir. Somos los perdedores. Y eso que yo hice mucho mérito, ¿eh? Si hasta escribí libros y grabé discos. Pero, Chiabrando, ¿ganaste plata con eso? Y vuelta al punto de partida.

 

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