En el prólogo de la hoy inhallable edición de Arte termita contra arte elefante blanco y otros escritos sobre cine (Anagrama, 1974), la primera publicación en castellano de textos del visionario crítico estadounidense Manny Farber, su par español José Luis Guarner señalaba: “peligroso precursor, Faber ha sido el primero en escribir con coherencia sobre el cine norteamericano (y no los entusiastas chicos de Cahiers du cinema, como nos imaginábamos): ha sido también el primero en atacar a las vacas sagradas de Hollywood, coleccionistas de Oscar, y en denunciar sus procedimientos”.

Casi medio siglo después, la editorial argentina Monte Hermoso –que viene publicando libros de crítica y análisis cinematográfico firmados por Jonathan Rosenbaum, Sergio Wolf y Olivier Assayas, y tiene en preparación otros de Luc Moullet y Jacques Rivette- recupera en una nueva traducción aquellos diez textos primordiales de Anagrama y le suma nada menos que otros 50 más, en una edición de 415 páginas titulada Escritos fundamentales. Se trata de algo más que un rescate arqueológico: publicados en distintos medios entre 1942 y 1975, las reflexiones de Farber no sólo guardan un valor histórico sino que tienen además, en muchos casos, una inquietante actualidad.

Su ensayo más famoso, “Arte termita contra arte elefante blanco”, publicado en 1962, ya expresa desde su título no sólo la singularidad de la escritura de Farber, hecha de juegos de palabras con los que simultáneamente desafía tanto a la jerga académica como a los lugares comunes del periodismo cinematográfico. También plantea y define un campo de batalla, en donde el crítico toma posición y desde allí despliega toda su artillería intelectual. Su trinchera será la del “arte termita”, la de todo aquel cine que tienda a socavar las pretensiones supuestamente elevadas del “arte elefante blanco”, “el reino de la celebridad y la opulencia”, que según Faber no tiene otro fin que el de “reconciliar a esos dos viejos enemigos aparentes: el arte académico y el arte publicitario de la Madison Avenue”.

Para Farber, “el cine siempre ha sido suspicazmente adicto a las inclinaciones del arte termita. Por lo general, las buenas obras nacen cuando sus creadores (Laurel y Hardy o la dupla Howard Hawks y William Faulkner transmutando la primera mitad de Al borde del abismo, de Raymond Chandler) parecen despojarse de la ambición de pertenecer a la cultural ornamental y, en cambio, emprenden una especie de ejercicio de derroche liberador que no se dirige hacia ninguna parte ni defiende nada. Un rasgo propio del arte termita-lombriz-hongo-musgo es que siempre avanza devorando sus propios límites y no suele dejar nada a su paso excepto rastros de una actividad ferviente, laboriosa y descuidada”.

Aunque a partir de los años ’60, Manny Farber (1917-2008) comenzó a escribir sobre el cine europeo que llegaba a Nueva York –su ciudad de adopción, a donde había llegado desde su Arizona natal-, su fuerte siempre fue el cine clásico de Hollywood. Es mucho más lúcido y original todo aquello que tiene para decir sobre el cine de bajo presupuesto, el western, el art brut de Samuel Fuller o el cine de animación de Chuck Jones, que lo que escribía sobre Godard, Antonioni o Truffaut, de quienes primero empezó desconfiando e incluso equivocándose (no se puede “leer” a Godard desde Dreiser o Salinger) para luego terminar comprendiendo mejor, con la ayuda de su esposa Patricia Patterson, con quien firmó sus últimos textos.

Artista plástico él mismo, Farber fue un pionero en reflexionar sobre el uso del espacio en el lienzo que él consideraba la pantalla, un aspecto del todo ignorado en la crítica cinematográfica hasta que él comenzó a prestarle mucha más atención que al análisis de la trama, que todavía hoy sigue reinando. “El espacio es la entidad estilística más dramática: desde Giotto hasta Kenneth Noland, desde Intolerancia hasta Week End. El modo en la que un artista despliega su espacio, algo rara vez comentado en la crítica de cine aunque en otras ramas del arte se haya puesto de moda repetir la palabra hasta el hartazgo, resulta un anatema para los editores periodísticos, que creen que los lectores caen muertos como moscas cuando leen algún término proveniente del vocabulario estético” (Introducción a Negative Space, 1971).

Al mismo tiempo, Farber elegía celebrar a un actor no necesariamente por el despliegue de su interpretación sino por su capacidad de adueñarse con su cuerpo del campo visual: “John Wayne es el actor termita que se concentra solo en una pequeña superficie del presente y la mordisquea con un profesionalismo cautivador y una soltura que le indica cómo sentarse en una silla apoyada contra la pared y mirar de reojo a un histrión consumado”, escribió sobre el “Duke” en Un tiro en la noche (John Ford, 1962).

John Wayne, actor termita.

Además de haber celebrado antes que nadie –los “jóvenes turcos” de Cahiers, Andrew Sarris, Peter Bogdanovich- el arte popular de directores como Howard Hawks, Raoul Walsh y William Wellman y productores como Val Lewton, Farber también supo ver con clarividencia las dos tendencias antagónicas del cine de animación que todavía, créase o no, se manifiestan hoy. Ya en 1942, escribía: “Bambi, el nuevo dibujo animado de Disney, es desagradable en todos y cada uno de sus aspectos y eso es lo que lo vuelve interesante (…) En un intento por imitar el realismo fraguado de las películas de carne y hueso, Disney ha abandonado la fantasía, que aportaba buena parte del elemento mágico”. ¿Qué otra cosa sino ha venido haciendo Disney en los últimos 80 años, hasta el inane hiperrealismo digital de la remake de El rey León (2019)?

En contraposición, Farber prefería los demenciales cartoons de la Warner producidos por Leon Schlesinger y realizados por Chuck Jones: “Inki y el león es una obra maestra de la amoralidad y al estar tan lejos de cualquier noción de bondad resulta una parodia de Bambi” (en el artículo “Cortos y felices”, 1943). El crítico “más brillante y original que jamás ha producido este país”, como alguna vez lo definió Susan Sontag, soñaba con que en los Estados Unidos “un día alguien hará una película que sea el equivalente a una pintura de Pollock, una película que pueda ser genuinamente acreditada como la obra de una sola persona”. Entre otras razones, porque percibía que el “arte elefante blanco” estaba ganando la partida en Hollywood: “No solo nos cocinaron la comida, sino que también la comieron y la digirieron por nosotros”. ¿Es que acaso hay una definición mejor para el grueso de las películas que compitieron unas semanas atrás por el Oscar?