Estrenado en la última edición del Bafici, ahora con la posibilidad de ser visto a través de Flow, Una casa sin cortinas: El enigma Isabel Perón ofrece un retrato que es, al menos, dos cosas. Por un lado, el documental asevera el casi inexistente interés del cine argentino sobre la figura de Isabel Perón. Por el otro, es testimonio de las motivaciones personales de su realizador, Julián Troksberg (Simón hijo del puebloen codirección con Rolando Goldman–, Furia: Las peleas de Carlos Monzón), cuyo padre fue desaparecido durante la última dictadura cívico-militar.

“Racionalicé un poco las cuestiones que me llevaron a hacer la película recién ahora. Creo que en el momento en que la comencé, tenía que ver un poco con esta sensación de ser un personaje que resuena raro, oscuro; un personaje que asocié desde mi infancia con algo de terror, literalmente, como todos esos personajes que viven entre las sombras y la oscuridad. Fue un poco prender la luz para mirar qué era realmente. ¿Viste cuando uno tiene esos miedos infantiles, y prendés la luz para ver qué hay? Pero cuando empecé a racionalizar un poco los motivos, pensé en que el proyecto me había llevado 5 años, cuando más o menos se cumplían los 40 años del golpe, y nadie hablaba de Isabel, ni bien ni mal. Ni ella salía a decir nada, cuando era la presidenta que había recibido el golpe. Eso me llamó la atención”, explica Julián Troksberg a Rosario/12.

A la vez y como toda película, Una casa sin cortinas –cuyo título obedece a un ardid que hay que descubrir en ella– sólo podía ser posible desde la participación financiera. Otro problema. “Cuando intentaba convencer a productores para que se sumaran al proyecto, nadie quería. Yo les hablaba del arco narrativo: la historia de la primera mujer presidenta, que era una bailarina, según dicen de cabaret. Para muchos, fue la primera presidenta del mundo; de las Américas, seguro que lo es. Si se tratara de un personaje de Estados Unidos o de Europa, la conoceríamos todos y estaríamos preguntándonos sobre ella, pero nosotros la metimos un poco bajo la alfombra y allí quedó”, continúa.

-A lo largo de la película, de manera sutil, surge algo un tanto espectral, de efecto réplica, con la figura de Eva Duarte.

-La película tuvo muchas formas y fue variando, no dábamos en la tecla. En un momento era una película que iba a atravesar todo el tiempo la comparación con Eva, pero eso quedó de una manera más diluida, a partir de algunos personajes. En toda esta catarata de personas que entrevisté, algunos lamentablemente quedaron afuera. Por ejemplo, hablé con un compositor de musicales que vive en Chicago; el tipo había viajado a Argentina con la intención de hacer un musical de Isabelita. Charlando con él, me dijo algo muy iluminador: Evita se juntó con un militar sin tener en claro dónde iba a llegar, qué lugar le iba a dar a ella; en cambio, Isabel ya sabía dónde había llegado la esposa anterior. De entrada, Isabel tiene ese plus, todo el tiempo está mirando la vida de Evita, no hay forma de despegarse. Ella es la que peinó y limpió el cadáver, mientras que en privado no le gustaba mucho que hablaran de Evita. Como si fuera una relación enfermiza entre hermanas.

-Entre los testimonios, me encanta el de Marcia Schvartz.

-Ella fue una de las primeras entrevistadas. Fue un amigo quien me contó la historia de Marcia, que quiso pintar a Isabel y no la dejaron, aun siendo medio peronista. Cuando la fui a ver, sentí que ella había entendido todo. Es el corazón de la película. Ella quiso pintarla pero no para reivindicar a Isabel, y ése era otro de los temas que yo tenía, cuando alguna gente no entendía si se trataba de una película crítica o si la reivindicaba; bueno, les decía, tratemos de mirarla antes de sacar conclusiones. Igualmente, yo pienso de Isabel lo que pienso. Pero me parece que en eso, Marcia es brillante. Logra pintar a Isabel y lo hace de una manera descarada. Eso le trajo problemas, hizo la muestra para el Palais de Glace pero no le colgaron los cuadros, algo que logró hacer después.

-Similar a lo que sucede con la escultura de Enrique Savio, que no se sabe dónde está. Vos mostrás una réplica en yeso: la réplica, ¡otra vez!

-Lo que se ve es el modelo en bruto para hacer el mármol, y sí, otra vez la figura y su copia.

-¿Y qué cuestiones encontraste que te llamaron particularmente la atención?

-Está ese lugar común de la presidenta que no sabía nada, pero no es así. En su viaje en los ’60, ella tuvo actividad política, viajó por todo el país, algo que Oraldo Britos cuenta de una manera muy cálida. Ella opinaba y seguía las directivas de Perón, y eso me sorprendió. Yo había caído en el lugar común de que Isabel no tenía idea, que no estaba preparada. Otra cosa son los recuerdos de la gente sobre ella, esto de que el peronismo la despreció siempre pero cuando llega el momento de decir que no habló y que estuvo presa con dignidad, tal como dicen, aparece un respeto. Hay algo más que me da gracia. En la entrevista, (Carlos) Corach se encargó de hablar muy mal de Isabel, pero en un momento nos cuenta que por una cuestión de trabajo estaba en España y la fue a visitar. Ahí hay algo que me sorprendía, porque todos la desprecian pero en un momento es como una figura medio materna, que lleva el apellido Perón y que van a saludar. No es un personaje que todos dejen de lado tan fácilmente.

-Es ese relato de Corach el que te permite el montaje paralelo con tu propia visita a la casa de Isabel.

-Fui algo naif al respecto, porque me acerqué imaginando que iban a abrirme la puerta. Con las entrevistas nos fuimos acercando cada vez más a gente de su entorno, a quienes tenían diálogo con ella, y pensé que estaba a un par de pasos.

-Finalmente, en la casa de Carlos Ruckauf hay unos caballitos de madera que, no sé por qué, están en el encuadre y me llamaron la atención.

-(risas) No sos el primero en fijarte en eso, en el piso de mármol y los caballitos de madera.