Si usted leyó el título y está pensando: ”Este hombre está loco ¿quién puede amar a un calzoncillo?”. Le digo sinceramente, me parece que es el tipo de personas cerradas en sí mismo, que le cuesta sincerarse y le provoca vergüenza mostrar tonterías de su intimidad. Podría decirle que se aleje ya de este texto, pero no, lo invito a que se quede y vea que el protagonista de la historia es tan normal como usted, o usted tan normal como él, si así le gusta más.

Para comprender por qué amé ese calzoncillo, primero debería contarle que cuando era pequeño, mi madre, mi pobre y abnegada madre, “la vieja”, que además era “la vieja” de otros cuatro varones más, nos cosía ella misma toda la ropa, toda, inclusive los calzoncillos. Nunca hizo ningún estudio de corte y confección, pero de tanto en tanto, compraba alguna revista que traía modelos. Eran una cosa rara llamadas moldes, creo. Grandes hojas llenas de líneas. Algunas gruesas, otras finas, unas gruesas, varias en línea de puntos, algunas negras, muchas de colores. Con todo ese lío y una tiza para marcar, la vieja se esmeraba para cortar la tela. Dudo que haya entendido bien las instrucciones, o bien era muy astuta, y unificaba los talles para laburar menos. Digo esto, porque mi calzoncillo, puesto en mi diminuto y flaco cuerpo, me llegaba a las rodillas. Era lo más parecido a un short de fútbol, de esos que se utilizaron allá por la década del cincuenta. Para completarla, le hacía una bragueta abierta, larguísima, que si bien era cómoda para hacer pis, dejaba a mi pajarito siempre afuera, incómodo, rozando con el pantalón.

Por todo lo expuesto, y sin extenderme demasiado, llegué a la adolescencia, sin tener onda con los calzoncillos. Más bien, los odiaba.

Pero no muy lejos de los veinte años, ya comencé a elegir algunas de mis ropas. La vieja estaba cansada y ella misma nos mandaba a la tienda. Los calzoncillos que estaban a la venta se notaba que no eran artesanales como los de mi madre, estaban mejor terminados, uno tenía la opción de elegir el talle y las telas eran diversas. Pero en el fondo, era la misma cosa. Muchas veces pensé si no sería mi físico de porquería que me impedía lucir mis calzoncillos. De todos modos, eran épocas de vacas flacas, y salvo mis hermanos, o algún compañero del fútbol, jamás tenía oportunidad de mostrárselos a nadie.

No se asuste lector, no voy a aburrirlo con treinta años de mi historia con los calzoncillos, como quien cuenta cada una de las novias que tuvo. Solo quiero decirle que cuando compré de casualidad este slip, no me di cuenta todo lo que llegaría a quererlo.

Siempre los compraba azules, negros, beigesitos, ya más osado, amarillos, y hasta rojos. No me pregunten por qué, ese día elegí a éste, negro con pequeñas líneas amarillas y blancas, formando cuadros. No eran cuadros groseros, ni demasiado pequeños, tenían el tamaño justo, y una delicadeza en el trazado, que hacían pensar en un diseñador con aires de artista.

Apenas lo tuve en casa, lo llevé a un cajón especial del ropero (junto con algunos otros objetos que suelo esconder allí). ¿No me diga querido lector que usted no guarda cosas raras con los pañuelos y los calzoncillos?, no hace falta que sean raras, puede ser un sobre con ahorros, o lo que fuere, sea sincero ¡Vamos!

Apenas me lo puse la primera vez, advertí que su calce era perfecto. Daba la impresión que lo fabricaron pensando en mi cuerpo. Era cuestión de tenerlo sobre la piel y ya sentir alta mi autoestima. Ni que hablar lo cómodo. El elástico tenía la tensión justa, no esos que apretan y dejan una marca por dos días, o los otros que siempre parece que están a punto de caerse, dejando que todo ese conjunto de ahí abajo se escape por el costado. Me lo probé ante el espejo, y era como sentir sobre mí un traje de seda italiana. Estuve tentado de llamar a la fábrica, y comprar seis docenas del mismo modelo, así me aseguraba tener uno igual por el resto de mis días.

Enseguida advertí que él no sería igual a los otros. ¿Cómo me di cuenta? Cuando empecé a reservarlo para momentos especiales, como se espera para tomar un vino añejado. Jamás se me daba por ponérmelo para ir a laburar, un lunes o martes. Después de bañarme, viernes o sábado a la noche, ahí sí iba entusiasmado a buscarlo. Apenas abría el cajón, estaba ahí esperando. Parecía querer hablarme. Ambos teníamos claro que las horas siguientes eran de goce y bienestar.

Hasta que no hace mucho, un sábado a la noche (como no podía ser de otra manera), buscando algo en el ropero, quedé de espaldas a mi mujer, la Teresa. Con esa practicidad, que le envidio, su lengua filosa me hizo saber, “Carlos, ese calzoncillo, atrás tiene un flor de agujero”. Y prosiguió: “¿Por qué no lo tiras?”.

Me hice el desentendido. Sentí como le ocurre al que una mañana escucha respirar con dificultad a su vieja mascota y piensa que el pobre está resfriado. Sin embargo, el veterinario le canta la justa, ya no oxigena bien, está en la lona. Así me pasó aquella noche. Lo demás fue rápido.

No quería convencerme, hice que lo lavaran menos, llegué a tenerlo puesto desde el sábado hasta el próximo baño, al viernes siguiente. La última vez, antes de usarlo, lo puse a trasluz para ver cómo evolucionaba el agujero. Cuando quise tomarlo por la parte trasera, se rajó de punta a punta. Murió. Dudé, ¿qué hago?, si lo dejo por ahí afuera Teresa lo agarra para pasarle betún a los zapatos.

¡Ni loco voy a permitir eso! No. Con todo lo que lo amé. Ahora me entiende lector. ¿Qué hubiera hecho usted? Yo lo escondí en el fondo del cajón del ropero, y que lo encuentre magoya. De tanto en tanto lo iré a visitar, nostálgico. Total allí Teresa no irá a buscarlo. ¡Que bajón!... y bueno… volveré a ponerme esos negros o a lo sumo azul marino. Esos calzoncillos aburridos y opacos. Esos que parecen de gerentes de empresas multinacionales, o altos directivos de un banco, acartonados, mustios, tristes y faltos de toda emoción.