El 31 de mayo de hace veinticinco años era viernes y Timothy Leary, el gurú del LSD y padre de la psicodelia, moría en su casa de Los Angeles. Se marchaba en paz, hablando de la belleza, y rodeado de amigos, tal como había predicho seis años atrás a la revista Psychology Today: "La muerte es un viaje sacramental, siempre acompañado de otros". El mundo loco y estrellado que había ayudado a generar décadas atrás -o lo que quedaba de él- se congeló esperando que cumpliera su deseo de suicidase en vivo, vía internet, sobredosis mediante. Lo que lo mató fue algo más usual: un cáncer de próstata que le habían descubierto año atrás, mientras publicaba el seminal Surfing the Conscious Nets: A Graphic Novel.

Contra todo pronóstico, Leary había llegado a los 75 años y moría en su ley. Mostrándole a su gente cómo su cuerpo intentaba mitigar el bajón a través de ciertas dosis alucinógenas. Pero su muerte, con todo y “a pesar de”, fue apenas un detalle pasajero. Un eslabón más en la cadena de un devenir cósmico, alucinado, que no distinguía demasiado entre aquella y la vida. Con pasmosa calma, incluso, Leary había pedido que su cuerpo sea quemado y llevado en cenizas por el espacio. Y le hicieron caso.

Un lugar cerca del cielo que por supuesto se había ganado desde el mismísimo momento en que el rancio Richard Nixon lo llamó “el hombre más peligroso de Estados Unidos”, en clave de hipocresía yanqui. La diatriba del republicano fue en el origen de los '70, cuando el establishment neocalvinista del Atlántico Norte no toleraba que estos tipos -él,  Aldous Huxley,  William Burroughs o Allen Ginsberg- se le plantaran al estúpido ideal del sueño americano, con un concepto de contracultura y libertad posta, que se les escurría por todas partes a los padres de la moral.

Varias pistas para explicar porqués. La principal y primera, arranca de esa frase dicha por el gurú en 1967, ante 30 mil hippones en el Golden Park. Esa que impulsa y explica el espíritu de una generación: “Turn on, tune in, drop out” (“Enchufate, sintonizá, salí, fluí, dejate llevar”). El doctor Leary se transformaba a través de ella en uno de impulsores de ese aire que oxigenó al mundo después de dos guerras terroríficas y la mojigatería que no dejaba vivir. Que empaquetaba, descalificaba y asfixiaba a las nuevas generaciones.

Sus “imposturas” fueron de tanta envergadura al punto que cuesta pensar sin ellas los desmadrados conciertos de Pink Floyd en el UFO, los vuelos de Grateful Dead y Jefferson Airplane, o a Jimi Hendrix y Janis Joplin. Menos aún se le hubiese ocurrido a Pete Townshend la frase clave de “The Seeker” (“Le pregunté a Bob Dylan / Le pregunté a The Beatles / Le pregunté a Timothy Leary / Pero tampoco pudo ayudarme”). John Lennon, por su parte, no habría gozado de la influencia clave de Leary para hacer la extraordinaria "Tomorrow Never Knows", escribir “Come Together” como tema de campaña política cuando al gurú le dio por postularse para la gobernación de California con otro terrible rancio enfrente (Ronald Reagan), o grabar “Give Peace a Chance”, con don LSD como particularísimo invitado.

Y -más directo aun- los Moody Blues no hubiesen tenido la harina justa para hornear la premonitoria “Legend of a Mind”. “Timothy Leary está muerto / No, no, no, no, está afuera, mirando hacia adentro (…) Volará en su plano astral / Te lleva viajes por la bahía / Te trae de vuelta el mismo día (…) Él te levantará, te derribará / Él plantará tus pies de nuevo en el suelo”. Esta canción de casi siete minutos lleva la firma del flautista y cantante Ray Thomas, forma parte del tercer disco de los Moody (el excelente In Search of the Lost Chord, de 1968) y es central porque hace blanco en las expectativas concretas que tenía el doctor desde que empezó su prédica durante el segundo lustro de la década del '50. Esa que radicaba en la convicción de que las sustancias psicodélicas contribuían a abrir las mentes, las puertas de la percepción -dicho en clave Huxley-, dado que la pepa tenía beneficios físicos, espirituales y psicológicos. Incluso a pesar de los severos efectos colaterales, como la psicosis lisérgica sufrida por Syd Barrett.

Leary había llegado a tales conclusiones no como fruto de algún chupinazo de LSD sino como parte de las investigaciones que llevó a cabo en la Universidad de Harvard, mientras el mundo se reponía de la segunda guerra. Mientras, el rock estaba en pañales y él ya había sido expulsado de un colegio de Massachusetts por beber en exceso (la misma suerte corrió más tarde en el West Point, cuando lo agarraron contrabandeando bebidas espirituosas). Con el rock en salita azul, el tipo ya andaba consumiendo hongos alucinógenos en ceremonias religiosas de Cuernavaca, diciendo que esas experiencias psicodélicas eran “un viaje a nuevas esferas de la conciencia”, o proponiendo nuevos paradigmas del buen vivir a través del yoga, la meditación, el “éxtasis religioso” o la ingesta de mezcalina en búsqueda de liberar sistemas nerviosos.

Claro que la pagó caro el doctor en psicología graduado en Berkeley. A partir de octubre de 1966, cuando se declaró ilegal el LSD, los guardianes de la moral recuperaron la iniciativa. No solo posaron sus ojos en él -que “encima” acababa de publicar el atrevido Psychedelic Prayers & Other Meditations- sino que tuvieron armas concretas para perseguirlo judicialmente. Ya había tenido problemas con la ley medio año antes, cuando capturaron a su hija Susan cruzando la frontera entre México y Estados Unidos con trece gramos de marihuana, y él se hizo cargo. De hecho, quisieron meterlo preso treinta años pero zafó apelación mediante. Algo que no pudo hacer en 1970 cuando, envalentonada por la antedicha arenga de Nixon y la osada candidatura de Leary a gobernador de California, la policía de ese estado lo apresó por posesión de cannabis. Y los jueces lo condenaron a ¡95 años!

Fue esta la llave de otra de las incursiones delirantes del doctor por la vida. No solo que huyó de ahí, sino que se pasó tres años zigzagueando entre presidios y refugios, primero en Argelia, luego en Suiza, y finalmente en Afganistán, donde fue apresado otra vez. En Kabul miró paredes de calabozo hasta 1976, cuando se dictó su libertad, y dicen que recién a partir de entonces sentó cabeza. Pero lo que hizo, ya más aplomado, fue dedicarse a dar charlas, escribir libros –se recomiendan especialmente la autobiografía Flashbacks y The Game of Life- y profundizar sus investigaciones vinculadas al ciberespacio. "En el futuro, la gente va a crear a través de las computadoras su realidad virtual, en contra de la realidad oficial. Cada uno diseñará su propia realidad en la pantalla de su computadora", sostuvo en 1990 ante una revista barcelonesa. Y predijo también, para quien quisiera oír, que en el futuro el que controle las computadoras tendrá el control de la gente. Algo clara la tenía el doctor.