“Ahora que leés, sugiero que te pegues a mi espalda, con el libro en una mano y con la otra empezá a bajarte el cierre del pantalón. Las disociaciones me inspiran. Pero cuidado, no te desconcentres”. La chica que escribió esta especie de instructivo para una meditación punk se llamaba Mariela Laudecina y murió de leucemia el 24 de mayo de 2021. No la conocía personalmente y ahora me gustaría que vos la conocieras, supieras de su belleza, de sus libros y de su manera de vivir en arte. Por eso repito esa frase que suelo decir para ahorrarme el odioso género de la data biográfica con sus fechas entre paréntesis y nombres propios y marcas en cursiva, “dale gugleá”, que ella citó para burlarse de mí.

Mariela Laudecina no tiene primera novela pero Lo mejor es no tener padres es una novela infantil, categoría elogiada por los autores de Álbum sistemático de la infancia , René Schérer y Guy Hocquenghem como ese género antiedípico cuyo “drama” es el rapto, no como horror sino como libertad libidinal y la horfandad, no como despojamiento, sino como soberanía. Allí lo caballos son caballos (nada que ver con Freud y el caso Juanito), los criados y profesores, criados y profesores, agentes del goce y grandes amores y no sucedáneos del padre. La carpa del circo y la de los gitanos simbolizan en la precariedad de sus telas el nomadismo del deseo, contra los pesados ladrillos del chalecito burgués y locatario del triángulo edípico que dispara a la sexualidad normal ayayay.

Y esta novela que Mariela Laudecina publicó muy joven y en que narra la búsqueda de un padre que deviene fuga de niños hacia la aventura que los cuentos suelen situar en el bosque, esa proliferación de verdes que propicia entre sus sombras los encuentros peligrosos pero siempre maestros, debería figurar junto a El loro verde de la princesa Bibesco y El educando de Henry James en ese adorable Album sistemático de la infancia.

El bosque de las mujeres queridas, Ciruelas , Perfume de jarilla, Leéme que me gusta, van de la poesía a la novela pero siempre en posible traducción a la performance, el vivo, la lectura solista cuyo slogan podría ser “verdad, soltura , potencia”: actitud Mariela Laudecina.

Su feminismo es profético, patotero de sexo (no lo confunde con el deseo, es decir no lo estetiza) pero sin adjudicarle al sexo el valor profiláctico militante de los años setenta. El dolor, lejos de ser el sentimiento de la víctima, es para ella una potestad de la que carecen los que a satiriza en un texto inédito titulado Orlanda, una especie de diálogo pedagógico insostenible entre un cuerpo (el de Orlanda yoica) y una cabeza (de mercurio), fábula cuya moraleja ironiza sobre los saberes sin experiencia, los de aquellos que ven en un bosque el Jardín de la delicias, no por inteligentes sino de ignorantes incapaces de adentrarse en la espesura sin preguntar.

El de Mariela Laudecina es un feminismo de amigas que también pueden ser amantes, hermanas en la fiesta de leer, cantar y bailar, ninguna sistemata en sus pasiones urgentes . Y este poema podría ser un panfleto para llevar en las marchas del Ni una menos (habría que ponerle música): “Mis amigas / no quieren tener hijos / crían perros, gatos, plantas / la mayoría desistió de la universidad / no pueden mantener trabajos / en relación de dependencia / viven con poca guita / piensan en otro ser / algunas comen mucho / otras poquísimo / le dan al trago

algunas tienen hijas e hijos / andan por los 30 / y 60 y pico de años / ninguna votó a Macri / no creen en dios / me han prestado plata / han cocinado para mí / se han querido suicidar / tienen baja autoestima / y a veces alta como la marea / les gustan otras mujeres / tienen ataques de pánico / Quieren irse de ellas mismas / sus familias son pobres / con padres locos /o de generaciones sin inconsciente / Ellas fuman, fuman y fuman / son hermosas / Resisten / y pueden sostenerme con un dedo”.

El factor Ivich

La generación que Gertude Stein llamó perdida no era la única. Toda generación literaria estaría perdida porque para deslizar su fantasma en la posteridad es preciso que proyecte la idea de inversión malograda en el country de la integración y contar con una mujer capaz de actuar entre la musa y la testigo para “difundir” las obras y la fama de coaliciones no siempre homogéneas , un ángel con sexo libertario, terrible en sus preguntas y manifestaciones, especie de Diótima trágica, dispuesta a encarnar la radicalidad del proyecto de “las bandas”, ser su ápice más extremo, lo cual suele dejarla aunque tenga obra propia, del lado del objeto.

Es lo que yo llamo el factor Ivich de la red cultural. Ivich era un personaje de Los caminos de la libertad de Sartre que, en la cave, se pedía un pepermín sólo para mirar el color verde adentro de la copita, reprobaba exámenes a propósito porque le daba asco que el profesor mencionara a los celenterados, llamaba a un intelectual “escritor de domingo” y se abría la mano con un cuchillo para poder sentir el propio cuerpo. En mi generación las hubo poetas como Susana Cerdá y Xenia Fisher.

La Mariela hermosa y proteica –era también una Ivich–, su llama siempre a punto de ser incendio aún en la UTI y en el psiquiátrico, ese exceso de tangibilidad que proyectaba con su melena ensortijada de medusa casera, hacían creer en una siempreviva que nunca faltaría en la fiesta de las lecturas en voz alta y en las pistas para amanecer bailando. 

Se sabía que la enfermedad era grave pero ¿acaso ella, que era bruja, no sería capaz de dominarla con una pócima definitiva? ¿Acaso no había prometido en su página de Facebook “Voy a salir de esta”? Su amor, Luis García, se da cuenta en un mensaje de Facebook, que nunca escribió sobre lo que ella escribía y cuando presentó en Mendoza su primera novela Es mejor no tener padres, dijo y no leyó, tal era su cercanía, su certeza de un futuro larguísimo. 

Es hora de ese reconocimiento crítico aunque ella despreciara (todos sus libros lo gritan en precisas figuras) toda inscripción por careta o tara burocrática de los Cabezas de mercurio, en nombre del feminismo de la escuela del bosque alucinatorio y porque lo entendió bien el poeta Silvio Mattoni al escribirle “Sos lo que fuiste, sos lo que quisiste ser”. Queda el desafío de escribir sobre sus libros de otra manera, desde un decir del lado del bosque y sus sombras, esperando señales del más allá.

Ahora que no te vemos

Luego de la muerte de Mariela, Luis García recibió de manos de un desconocido un ejemplar de una novela inédita de ella cuya existencia que desconocía: Ahora nadie puede verme. ¿Habrá que estar atentes? ¿Crear una nueva mancia en el vuelo de los vestiditos? Hacía poco Mariela Laudecina había escrito “Subí al techo y mi amiga me sacó una foto / Quería tener el cielo cerca y que el viento me levantara el vestido / como si hubiera trascendido y fuera verdad tocar las nubes / leerlas, ser una ficción en las alturas / Quedar desubicada porque somos seres de abajo / El arriba es nuestra fantasía / Me subí al techo porque el aire parece otro / para ser testigo de otra perspectiva / y después bajarme y contemplar la decepción / Mirar la foto y no verme a mí / si no a una chica en el cielo con vestido”.

Ese vestido ya quedó escrito en el secretaire de nuestro acuerpamiento como el vestidito rosa que César Aira coloca como objeto de deseo de las guerras de La Pampa y ese otro que nos espera del otro lado, una certeza del artista Omar Schirilo, quien pensaba que la muerte era una fiesta: “Y en la puerta, está Batato como dijo en una carta, antes de morir, preparando el recibimiento: “Allí estaré yo con mi vestidito”.

 

Su partida es amorosa no sólo en los frutos que nos deja, también en el desgarro incurable. Ahí tienen mierda, aprendan cómo se siente fuerte. Y sepan hacer algo con eso. El corazón que se rompe es un corazón que se abre. La partida lo dice, en su lengua burocrática que la hubiera hecho reír de ternura: shock cardiogénico irreversible. La chica conectada a 220, la chica del corazón que se rompe por otrxs, la chica irreversible, ahí, en cada corazón que se deje afectar por el shock de su paso por estos lares.