Desde que arrancó la pandemia, el sonido del timbre del portero eléctrico ya no anuncia la llegada de amigos. Tampoco somos de pedir comida a través de esas aplicaciones tipo Glovo o Rappi y ahora las boletas de servicios lastiman sin aviso, vía internet. Así que cuando nos sobresalta ese ruido chillón y desagradable –que aún hoy, después de tantos años, desencadena la huida inmediata de las dos gatas de la casa, por las dudas–solo caben dos posibilidades: o vienen a traer libros de una editorial o alguna mujer anda pidiendo ropa.

Pocas cosas me predisponen mejor que la expectativa de recibir libros. Se traduce en un cosquilleo breve pero intenso, parecido al que me invadía hasta hace unos años cuando llegaban a la redacción enormes sobres con CD enviados por las compañías discográficas (imágenes de un tiempo que no volverá). Muchas veces, la ansiedad impide que el paquete atraviese intacto el viaje de nueve pisos por ascensor, y entro a casa con el envoltorio todo roto y los libros que se me caen de las manos. Ahora mismo, por ejemplo, estoy esperando una antología de Mariátegui.

Frente a esta opción, cuando lo que transmite el portero eléctrico es una voz que dice “¿tiene ropa para dar?” siento una especie de desilusión. El mismo cosquilleo, pero en sentido negativo. No lo puedo manejar: es orgánico. Uno de los efectos colaterales de ser un progre de clase media.

Un progre de clase media con un agravante para estas ocasiones: prácticamente no tengo ropa. No me compro. Uso lo mismo que hace veinte años, cosas que me fueron regalando, y para colmo me encariño con remeras de equipos de fútbol de Irán o de China, o del ascenso argentino, ya totalmente gastadas e inservibles para cualquier otro ser humano. Así que siempre tengo que contestar que no, que no tengo nada, que lo lamento (por suerte con mi novia les va mejor), y luego sigo con lo mío, a la espera de que el próximo timbre anuncie el nombre de alguna de mis editoriales favoritas.

Pero ayer pasó algo: se ve que las mujeres que vienen a pedir tocan veinte timbres al mismo tiempo. Esta vez, después de contestar mecánicamente “no tengo nada, señora” dejé descolgado sin querer el tubo del portero eléctrico. Escuché primero que de otro piso salía un: “¡Ya te di el mes pasado!”. Entonces paré el oído. Mezcla de curiosidad y de instinto para la sociología barata, limitada –cuarentena mediante– a los comportamientos de un consorcio medio pelo porteño. El “¿tiene ropa para dar?” se repetía como una letanía, sin confianza, como entregado a una rutina burocrática que seguía a un “holaaa” casi siempre desganado (más desganado que el mío, que al menos esperaba libros).

Los diálogos de esta mujer con mis vecinos se encimaban, pero llegué a individualizar algunos:

1) –Hola.

–¿Tiene ropa para dar?

–Dejame de hinchar las pelotas, ¿te pensás que estoy al pedo?

2)–Hola.

–¿Tiene ropa para dar?

–Andá a laburar, negra de mierda.

3)–Hola.

–¿Tiene ropa para dar?

–Ya te dije que no…

Traté de identificar las voces, pero no pude. El tono era incompatible con el de cualquiera de esos saludos impersonales que intercambiamos cada tanto en el pasillo de entrada, o con el “buenos días, parece que va a llover hoy, ¿no?” amable y mecánico que nos permitimos cruzar con el encargado del edificio. Las respuestas contenían, creo yo, un resentimiento que excedía el simple disgusto por un llamado molesto. Era (me extralimito en las conclusiones, tal vez) la extensión verbal del sonido de las cacerolas, en este caso con un destinatario concreto, aunque sin nombre, apenas portador de un estigma social.

Sin nada para ofrecer, solo para que los vecinos más rezagados escucharan, volví sobre el portero eléctrico y dije: “señora, si puede esperarme cinco minutos, le bajo algo de ropa”.

Lo que siguió inmediatamente fluctuó entre el altruismo berreta y la torpeza mal gestionada. De una bolsa etiquetada como “museo de ropa” saqué cinco remeras de equipos de fútbol –una de Sacachispas, otra del San Pablo de Brasil, que de milagro estaban limpias–, no pude encontrar ningún jean “digno”, agarré un buzo que me acompañaba desde tiempos indefinidos, metí todo en una bolsa negra de consorcio que se rompió en el camino y bajé lo más rápido que pude.

Para mí sorpresa la voz del “¿tiene ropa para dar?” no pertenecía a una señora mayor sino a una chica de menos de treinta años, a cargo de tres chiquitos que revoloteaban y corrían por la vereda ajenos a la buena o mala fortuna de su madre. Le pregunté a la chica de dónde venían: de Derqui. Los varones más grandes de la familia –contó- estaban a la vuelta, juntando cartones.

Sin mucho más para decir, ya me estaba volviendo cuando otra vecina –una de esas a las que sin necesidad de hablar, uno no imagina encontrar en las marchas del 24 de marzo– bajó con dos enormes bolsas de ropa. Miró con una sonrisa a la madre y después a la nena más chiquita; sacó un vestidito y le dijo: “esto era de mi nieta menor, le puede ir bien a una muñeca hermosa como vos”. La nenita la agarró, contenta, y se la midió a ojo, muy dispuesta a que le quedara bárbaro (mi remera de Sacachispas no podía competir en igualdad de condiciones…). La madre le contestó a mi vecina: “muchas gracias señora, y si no le va, a alguien le va a ir, porque repartimos la ropa en el barrio, hay mucha gente que necesita”.

 

Nos despedimos de nuestros visitantes casi al mismo tiempo, entramos y subimos al ascensor. Quizás a la abuela –en dos segundos había superado el para mí insulso status de “vecina”– también se le había hecho un nudo en la garganta. Pero no la miré. Tampoco le pregunté. ¿Para qué desmerecer con un comentario ese breve, acaso irrepetible, instante de empatía? Cada cual –la familia de Derqui, los vecinos que colgaban con furia el portero eléctrico, la señora y yo– volvió a su burbuja, social y epidemiológicamente hablando.