“Si se lee con atención descubriremos algo no muy frecuente en nuestro tiempo, también es dueño de una potente capacidad para reírse de sí y de allí en más poder criticar el sin sentido de la vida, no con pesimismo, tampoco con la complicidad de quienes quieren dejar las cosas como están, aunque huelan mal, aunque muestren dolor e injusticia por todas partes. Su libro nos muestra que ha recibido la tradición de nuestra generación del 60 y del 70, en el sentido en que le importa y hace suyo los dolores de los otros, las pasiones de quienes comparten nuestra vida cotidiana y los deseos de transformar la realidad social”, escribe Vicente Zito Lema a modo de prólogo en La pausa del mundo, libro de poemas del escritor y psicólogo Matías de Rioja, oriundo de Cipolletti, Río Negro. Dividido en dos partes; la primera lleva por título Mufasa no debió morir, y comienza con "Manifiesto": “Ante los imperios cotidianos/ ante los manuales de instrucciones,/ante las farmacéuticas de la felicidad/ vengo a compartir aquí mi derecho a réplica. /Cansado de fingir en la oficina, /y de maquillar de solemnidad mi rostro, /vengo a proponer mi deseo de la risa sin motivo, /del llanto porque sí, /de la morosidad de razones, /de la equivocación perpetua. /Contra los dictadores de la moral/ y las buenas costumbres /manifiesto mis ganas de las manos en los bolsillos, /de extrañar todos los domingos, /y de tropezar mil veces con la misma piedra”. 

Así define el tono de los cuarenta y dos poemas que conforman su universo personal, hecho de pequeños restos de lo cotidiano; un ir y venir de la conciencia social a la voluntad de rescatar por medio de las palabras lo más efímero de las emociones íntimas y colectivas. Un diálogo consigo mismo muchas veces, acaso como una forma de conocimiento donde la lucidez lúdica de la infancia mira al hombre que será con humor e ironía. “Como todo hombre al que se le impone /una adultez prefabricada /intento disimularlo como puedo. /Entonces voy a los bancos, /leo el diario, combino colores, /le doy de comer al gato, /pago mis impuestos. Y todo esto /con la perfecta seriedad de la moral burguesa”. Conciencia plena de la fragilidad del presente: la poesía, palabra en el tiempo como diría Antonio Machado. “Es que no sé cómo /traducir la bruma /en ese instante, /la calma que me invade/ el saber que, /en lo irreversible del tiempo, / en lo pequeño de la vida, /vos te detengas a construir/ tu universo junto al mío”, versos de Ejercicio, fragmento del poema que integra la segunda parte y lleva por título el libro. Según el autor, pensado en su totalidad, los temas que aborda son aquellos que lo persiguen desde la pubertad y los divide en aquellos que reflexionan sobre la experiencia amorosa, los que buscan poner en tensión algunas cuestiones éticas o filosóficas, y por último, los que están ligados a la incertidumbre de estos días de pandemia. “Frente a los sepulteros de emociones / y los traficantes de pastillas, /sostengo la bandera de la tristeza honesta, / de la carcajada impuntual, /del beso en los hospicios, / del abrazo a lo desconocido, /el derecho a perder el equilibrio. /Antes los alguaciles de la producción /y titiriteros del orden, / defiendo el ejercicio del ocio, /la compulsión a los libros, /la siesta sin relojes, /los días llenos de silencio, /la obligación de detenerse.”

“Quizás una idea muy recurrente en mis textos es la crítica a cierta idea de normalidad. A cuestionar ese sentido común que se construye desde una moral normalizadora que se supone siempre parte de la solución y no del problema. Esa herencia moderna de creernos siempre del lado de los buenos y pensar al otro como peligroso; porque si el anormal, y por anormal pienso en la Nave de los Locos de la que hablaba Foucault, es el otro, yo debería sentirme del lado de la norma, ¿no es cierto? Y eso me parece una ética cobarde”, dice Matías De Rioja que concibe la poesía como un estado de suspensión de la realidad, al menos de la realidad racional, como si una lengua profunda, onírica, y en muchos sentidos inconsciente, empezara a dictar. 

“Entonces encontré ahí un modo de de lenguaje, la posibilidad de perderle el miedo al ridículo, de desnudar, nada más exhibicionista y a la vez más velado que un poema, asuntos quizás muy íntimos. Miserias, temores, alguna certeza, imágenes que me ofrecían mis amigos, que a través de la poesía fueron encontrando una forma de alojarse. Lúdico, irreverente, marginal. En ese sentido la poesía es casi un estado de infancia. Y digo forma, porque en un principio lo que a mí me interesaba eran esos contenidos, es decir que yo necesitaba poner en algún lugar toda mi fragilidad" señala de Rioja. 

Y explica también el paso de una lógica inductiva a la manera del niño, personal y a la vez universal, a la música y la cadencia de la poesía. "Yo me senté a escribir, que no es otra cosa que una forma de pensar, y la manera que encontré, quizás como una fuga de la lengua difícil de encontrar en el cuento o la novela, fue la poesía. Tal vez, también, fue un modo de re escribirme. Yo, que tendría que haber sido periodista deportivo, o contador, que crecí entre El grafico, la Nippur de Lagash, Soriano y Mafalda, que en mi adolescencia me deslumbré con Dostoievski, Kafka y Cortázar, de pronto estaba escribiendo poesía. Ni siquiera tengo en claro cómo sucedió; pero supongo que fue en una manera, como dije, de escribirme desde otro lugar, de burlar un poco aquello que se esperaba de mí. O que yo suponía que se esperaba. Una forma de repararme, si se quiere”. 

Quizá algo quede de todo esto escribe el poeta y nos lleva de plano a esta realidad de pandemia: la confirmación de que la vida empieza en el otro y termina en uno. Ojalá nunca más al revés.