Un hombre con sombrero de ala entra todas las mañanas a un edificio ubicado en la Calle 43 de Nueva York. El viaje en ascensor hasta su oficina lo hace sin abrir la boca, con una sonrisa y un gesto cordial corresponde a los saludos que cruza en el camino. Adentro de su cueva, como dicen los colegas que lo admiran, no se escucha el ruido de una máquina de escribir; tampoco su voz cálida hablando por teléfono, interrogando fuentes, chequeando historias. Son pocos los periodistas que a finales del siglo XX tienen una oficina personal en la redacción del New Yorker. Joseph Mitchell conservó su cuarto propio hasta su muerte en 1996, a pesar de no haber escrito una sola línea en sus últimos treinta años de vida.

Durante su periodo azul, ningún director se atrevió a echarlo. Menos a sacarle los privilegios que fue sumando desde los años en los que Harold Ross fundó el semanario. Mitchell, con su firma, había contribuido a alimentar a ese monstruo narrativo bifronte, caníbal, que creó el estilo propio de la revista: un tono ya clásico, donde periodismo y literatura se muerden la cola hasta que sangre y duela. En varias necrológicas que siguieron a su muerte, sus colegas recordaron que ninguno de ellos podía imaginarse la redacción sin Mitchell; sin su sombra flaca, arcana, elegante como un Tom Wolfe sin el barniz del pop. Una copia diáfana de sí mismo, que entraba a media mañana a la oficina, cortaba a las dos horas para ir a almorzar a alguna fonda de la manzana y, a la tarde, retornaba a cumplir con su turno de trabajo. Es decir, a subirse al ring a pelear con sus fantasmas o con lo que quedaba de ellos, luego de asegurarse que la puerta de su oficina estuviese bien cerrada.

Entre los viejos y nuevos periodistas que pisaban la redacción de la Calle 43, circulaba un interrogante que apuntaba hacia afuera pero que, con la voz gutural de un oráculo, no dejaba de resonar y atormentar el interior de cada uno. Entre cafés, cigarrillos y otra ronda de cerveza, ¡una más!, se preguntaban: ¿cuándo se cagó Joseph Mitchell? O, en su variación profesional, ¿cuándo dejó de escribir y por qué? Pero hagamos una pausa. Antes de ensayar una hipótesis vaga como respuesta, empecemos por el principio. ¿Quién fue ese periodista devoto de Joyce que estuvo tres décadas en silencio? ¿Qué méritos hizo para mantener el privilegio de tener una oficina exclusiva en la revista que recibe sumarios, cuentos, crónicas, de escritores y periodistas de todo el mundo? ¿Cuál fue su valor literario para que Salman Rushdie lo considere “un tesoro escondido” de la literatura norteamericana, o que Martín Amis lo compare con Borges, o que la genia de Doris Lessing lo elogie y recomiende por ser “auténticamente original”? En sí, ¿quién fue Joseph Mitchell y por qué, joven y no tan joven cronista, vale la pena leerlo?

El crac en la vida de Joseph Mitchell sucedió al igual que en su país en 1929, al inicio de la Gran Depresión. Nacido en Carolina del Norte en 1908, a los veintiún años, en plena debacle económica, emigró a Nueva York sin un título universitario bajo el brazo. Entre sus virtudes como cronista, para suplir carencias nobiliarias, contaba con un acento y unos modales sureños que iban a contramano de la vorágine moderna de la ciudad que crecía a lo ancho y a lo alto. A la vez, sabía equilibrar el ojo para observar las diferentes capas de tiempo que había en cada rincón, en cada tonalidad, en cada calle que -durante los años de entreguerras- se fueron poblando de irlandeses, italianos, chinos y gitanos. Pero, en particular, Mitchell contaba con una disposición a la escucha cuasi religiosa, acompañada por un gesto suave, empático, auténtico, que lograba alojar con su compañía a los entrevistados. En otras palabras, Mitchell no buscaba volverse invisible ni mimetizarse con aquello que buscaba narrar; su método consistía en encontrar lo singular en la repetición, en la entrega de tiempo, de su tiempo, en confiar en el rizoma de la conversación más que en la guía de preguntas.

La fabulosa taberna de McSorley y otras historias de Nueva York, el libro que repone el lugar de Mitchell en las bibliotecas argentinas, compila un muestrario de personajes neoyorquinos en crónicas que Mitchell escribió en el periodo de entreguerras, su época más productiva. Como dice Alejandro Gibert Abós en el prefacio, para saber quién era había que preguntarse “con quién andaba”. En sus textos aparece el reverendo Hall que dice “mi púlpito es la calle”, el comodoro Dutch que creó una gala anual a beneficio de sí mismo, una pareja de cavernícolas que vive en una cueva en el Central Park, una niña prodigio que lo cautiva, un indio que construye los rascacielos que atraviesan las nubes y el cielo, la encantadora Mazie, taquillera del cine Venice y hada madrina de mendigos y desesperados. Personas y personajes de una Nueva York que ya no existe, que se estaba extinguiendo cuando Mitchell la caminaba de punta a punta y se proponía escribirla, retratarla, honrarla, como un arqueólogo de un presente que se iba apagando detrás suyo.

Uno de los protagonistas de las crónicas de Mitchell es Joe Gould, el profesor Gaviota, en sus palabras, “el último bohemio del Greenwich Village”. Egresado de Harvard, vagabundo por vocación, escritor inédito de la monumental Historia oral de nuestro tiempo -que incluye diálogos, semblanzas, textos sueltos que van desde la traducción del sonido de las gaviotas hasta el relato de una anciana húngara traficante de drogas-. Mitchell al conocer a Goud sintió una extraña hermandad. Como con muchos de sus entrevistados, luego de publicado el reportaje lo siguió frecuentando sin ninguna intención periodística. Sin embargo, la fascinación por Gould lo llevó a escribir, además de la maravillosa crónica que integra La fabulosa taberna el clásico El secreto de Joe Gould, el único libro traducido que se conseguía en nuestro país.

Ese pico creativo fue el comienzo de su parálisis. Desde entonces su productividad fue menguando, a la vez que ensanchaba su introspección. Como si Mitchell se hubiese visto en el espejo de Gould, reconocido en sus palabras, sus proyectos, sus ambiciones. En los últimos años el fantasma de Gould lo sobrevoló. Como él, Mitchell también terminó a la deriva en Nueva York, persiguiendo historias que ya no podía escribir o al menos no se animaba a publicar. Mitchell se convirtió en un hombre fuera de su tiempo, en un escritor talentoso que no colmó sus propias expectativas; un homeless con techo, con la llave de un despacho que llevaba su nombre en una redacción pérdida de la Calle 43.