En Los viajes de Sullivan (1941), una de las mejores películas del genial Preston Sturges, John Sullivan (Joel McCrea), un director de comedias en Hollywood, decide salir al mundo para descubrir la verdadera realidad, ajena a su limitado horizonte. Basta de escapismo y risotadas, parece decirse y decirnos; para saber lo que se sufre hay que patear la calle. Y así lo hace, vestido con harapos, mientras escenifica una pobreza falsa que entre tantos equívocos lo conduce a una cárcel sureña y a las penurias que nunca podría haber imaginado. Allí, entre los presos engrilletados, asiste a una improvisada función de cine. Los dibujos animados despiertan en los atribulados presidiarios las risas más genuinas que Sullivan había escuchado alguna vez y la comedia, la misma que creyó vacua e intrascendente, se convierte en la tabla de salvación más inesperada. “Hay mucho que decir para hacer reír a la gente. ¿Sabías que eso es todo lo que tienen algunas personas? No es mucho, pero es mejor que nada en esta caravana disparatada”, concluye Sullivan en el redescubrimiento de su propio arte.

La anécdota parece respirar bajo la decisión del cómico, director y cantante Bo Burnham en su especial para Netflix titulado Bo Burnham: Inside. Inside porque en apenas una hora y media condensa más de un año de encierro, ansiedad e inventiva, desplegados durante la pandemia –a la que nunca nombra-, y también porque esa “autoexploración” es la que le permite exorcizar sus propios miedos desde la comedia, desde la risa como estrategia de liberación.

Burnham fue precoz y autorreferente desde el comienzo. A los 16 años grabó unas canciones en su habitación y se convirtió en un fenómeno de YouTube. Había nacido su alter ego virtual, “más arrogante y arrugado" que sí mismo, cultor de una canción satírica, cargada de las ansiedades de nuestro tiempo y las de su generación. Saltó a los estudios de las discográficas y a los escenarios del stand up pero no se quedó ahí, convirtió sus fantasmas en los de una púber en Eight Grade (2018), su prometedora ópera prima como director. Con el éxito llegaron los ataques de pánico sobre el escenario, también los premios y reconocimientos, y la convicción de que la comedia era el terreno ideal para pensar este presente de paranoia y confinamiento.

Bo Burnham: Inside comienza con un insistente interrogante: ¿deberían hacerse chistes en un momento como este? Burnham convierte su ácido repertorio no solo en un intento de respuesta a través del humor sino en una lúdica meditación sobre la relación entre nuestra salud mental y la cultura de exposición mediática. Encerrado en su habitación, rodeado de múltiples cámaras, notebooks, luces, micrófonos e infinito cablerío, Burnham es sujeto y objeto de su producción, se mira, se desdobla, se burla de sí mismo y del mismo mundo que propició su esquizoide creación. En ese derrotero interior, tan asfixiante como el temido exterior que no vemos, la gestación del espectáculo es prisión y liberación. Todo allí se despliega en múltiples pantallas y miradas: vemos entrelazada su punzante observación y su escenificada autoindulgencia, la performance de su ansiedad es divertida y angustiante, sus canciones despiertan la risa y la mueca amarga. Burnham lo hace todo, se filma, se maquilla, conversa con una media de algodón, se mira al espejo, se desnuda, para él y para nosotros.

A diferencia de los tradicionales especiales del stand up –en los que un chiste puede ser divertido y el otro un plomo, y la respuesta del público, un indicio para la corrección-, aquí no hay audiencia, ni aplausos, y las risas grabadas que salen de la consola son un alimento para la ironía. Por ello los highlights se revelan cuando una oportuna observación es terreno fértil para la comedia. Y no cualquier comedia sino la comedia convertida en musical, canción satírica vestida de extravaganza teatral, ataviada con disfraces, atrezzos improvisados, efectos especiales caseros. En esa lógica funciona la canción sobre las charlas de FaceTime con su madre, la ansiedad de cumplir los 30 entre cuatro paredes, la moda del sexting y la autogratificación. Son canciones breves e ingeniosas, y algo más que el chiste de un cómico sobre el escenario; son parte de una puesta en escena sobre esos “asuntos de la agenda de la pandemia” vistos con el prisma de un ácido prestidigitador.

En la historia de Preston Sturges, Sullivan se convencía de que su deber era hacer una película importante sobre los problemas importantes del mundo. Por supuesto, nada de comedia. “Quiero que mi película sea un comentario sobre las condiciones sociales. Realismo absoluto. Una reflexión sobre los problemas que enfrenta el hombre común”, dice con su ceño fruncido. “Pero con un poco de sexo”, le acota uno de los productores, visiblemente preocupado. “¿Y si hacemos un musical?”, resuena como el perfecto salvoconducto. 

En Bo Burnham: Inside, el musical se convierte en el género base para pensar todas sus transformaciones y estiramientos. “No esperen transiciones fluidas”, se ataja Burnham y consigue amalgamar sus números más allá de los temas y los tonos, en sintonía con la neurosis de su alter ego y la dispersión del espectador pandémico. Cada tanto nos zamarrea con un momento brillante, como la canción sobre las imágenes de Instagram de una mujer blanca, el pantanoso sarcasmo sobre la riqueza de Jeff Bezos, o el excepcional dúo con Soko, el zoquete más pesimista del mundo. No hace falta el realismo absoluto que perseguía en vano Sullivan para ofrecer la más dura mirada sobre el presente, eso sí, bajo la más amplia sonrisa.

Burnham ha conseguido, al volver la cámara sobre sí mismo, su ansiedad y aislamiento, hacer de esta cultura del yo exacerbada por la pandemia una interesante radiografía del presente. No solo la burla a esta autoimpuesta necesidad de opinar de todo, todo el tiempo, agitada por las redes sociales y sus falsas polémicas, sino el inquietante abismo que abre la vocación de hacer comedia sobre uno mismo. ¿Alguien se ríe de mis chistes? ¿Cuál es el límite en esa mirada sobre uno mismo? ¿Es esa tenue frontera que separa la ocurrente reflexión del evidente patetismo? Esa soledad que distorsiona toda experiencia de lo real es también una comodidad confortable luego de tanto tiempo. Allí Burnham vislumbra su puerta exterior como el sótano amenazante de El increíble hombre menguante, de Richard Matheson, un mundo cotidiano devenido en siniestro. 

Hombre orquesta, compañero único de la tecnología que lo rodea, ermitaño con la barba y el pelo crecido luego de meses sin peluquerías, nuestro cantautor nos despide con los mismos interrogantes con los que nos dio la bienvenida, pero con las risas que pueden hacernos sobrellevar esta caravana disparatada en la que estamos viviendo.