Ni siquiera el descubrimiento de Troya por Schliemann ayudó a los helenistas a resolver La Cuestión Homérica, a saber: ¿existió alguien llamado Homero? ¿Fue el único autor de la Ilíada y la Odisea? ¿Las compuso por escrito o las confió a la memoria de sus discípulos? Las referencias más antiguas a Homero dicen que fue un poeta ciego, nacido en la isla de Chios o en Esmirna, y poco más. Platón lo llamaba “el más excelso”. La primera frase que aprendían a escribir los futuros copistas en la Grecia clásica decía: “Homero no fue un hombre sino un dios”. Sin embargo, según Cicerón, recién en tiempos de Pisístrato se acomodó la obra de Homero en el orden que conocemos.

Pisístrato era un tirano, pero admiraba la poesía, y ofrecía recompensa a quienes pudieran recitarle los fragmentos más largos de la Ilíada o la Odisea: pagaba por línea, consideró canónicos los versos más repetidos y mandó transcribir esa versión a un copista. Zenodoto, el primer bibliotecario de Alejandría, dedicó su vida a desentrañar los versos originales de Homero de las rémoras que se le habían adherido en aquel relevamiento de Pisístrato. Fue el primero de una larga tradición de fieles insomnes, aunque ya eran cada vez menos los que creían que Homero había compuesto por escrito su magna obra (el historiador Josefo ya decía que Homero no sabía escribir ni su propio nombre).

Los helenistas habían hecho carne la imagen del viejo poeta ciego recitando esos versos pulidos por él mismo en incontables recitados a lo largo de los años, hasta que un fraile del 1700, el Abad d’Aubignac, se preguntó hasta cuándo íbamos a creer que el individuo llamado Homero había existido, en lugar de ver que la Ilíada y la Odisea eran un conjunto de rapsodias acopladas y alargadas por sus sucesivos intérpretes, esos rapsodas que el propio Ulises llama “zurcidores de canciones” en la Odisea. Cien años después, un alemán llamado Wolf apoyó la tesis del origen oral de los poemas homéricos, y opinó que quiza fuera un exceso de romanticismo creer que eran obra de un autor único solo porque eran geniales (y el genio es único, ¿no?). Pero por entonces ya se asociaba la palabra escrita con el avance de la civilización, y sólo se veía repetición y estereotipos en la poesía oral, relegada al terreno del folklore. La Ilíada y la Odisea podían ser de origen oral sólo si eran obra de un solo poeta irrepetible.

Hacia 1930, el viejo juego lógico de descubrir inconsistencias en Homero había virado progresivamente a un entretenimiento estético: justificar cada una de esas oscuridades, con los argumentos más bizantinos. Y entonces entró en escena un jovencito californiano llamado Milman Parry, que acababa de doctorarse en la Sorbona con una tesis sobre “epítetos tradicionales en Homero”, en la que sostenía que la estructura interna de los poemas homéricos se basaba en esas innumerables frases hechas, tan características, que en realidad funcionaban como reglas mnemotécnicas para el rapsoda en su recitado. La cuestión homérica no era la pregunta: los rapsodas eran la verdadera cadena de producción de la épica, según Parry.

Su tutor en la Sorbona, el lingüista Meillet, le hizo conocer la poesía oral de los guslari de Yugoslavia, rapsodas iletrados e itinerantes que recitaban gestas históricas de pueblo en pueblo por la península balcánica desde tiempos inmemoriales. El joven Parry enloqueció: logró que Harvard le financiara un fonógrafo especial que permitía grabar en cilindros de aluminio y se podía conectar a la batería de un auto, y partió a Yugoslavia en busca de esos Homeros vivientes, con su flamante esposa, su Ford T y su fiel asistente Albert Lord.

Instaló a su esposa en una villa frente al mar en Dubrovnik y se pasó los tres años siguientes de pueblo en pueblo en el Ford T, con el fonógrafo, los cilindros de aluminio y el fiel Lord. Pagaba, como Pisístrato, cuanto más extensa era la oda. Había guslari capaces de recitar odas de doce horas: como bebían vasos y vasos de café, interrumpían de pronto para mear. Esas interrupciones le sirvieron a Parry para explicar los cortes inexplicables y abruptos que hay en la obra de Homero. Otro truco habitual que usaba era pedir al guslari, ya avanzado en el recitado, si podía empezar de vuelta porque no había podido grabar. Era mentira; hacía eso para comparar versiones.

Volvió de Yugoslavia con tres mil discos de aluminio que contenían más de setecientas mil líneas de odas balcánicas. Bela Bartok colaboraría decisivamente en la transcripción, y el descubrimiento cambiaría los estudios homéricos para siempre, pero Parry no llegó a enterarse: de Yugoslavia había vuelto a su país, la madre de su esposa los había convocado a California. El día que llegaron al hotel en Los Angeles, Parry se puso a vaciar su valija mientras su esposa pasaba al baño y oía desde allí un disparo. Al salir, encontró a Parry en el piso, muerto de un balazo en el pecho. Tenía treinta y dos años.

Según el informe policial, el arma pertenecía al propio Parry, era la misma que llevaba en Yugoslavia (por consejo de sus admirados guslari) y se le había disparado accidentalmente cuando removió la ropa de su valija. Parry fue cremado sin autopsia, el caso se dio por cerrado y casi enseguida comenzaron los rumores. Mientras el fiel Albert Lord daba a conocer al mundo académico los formidables hallazgos de su maestro y la reputación de Parry crecía, su muerte se hacía más desesperante y enigmática, y comenzaron a correr los relatos orales: Parry había pasado por Harvard antes de ir a Los Angeles y estaba deprimido porque le habían negado una cátedra allí; Parry estaba en Los Angeles porque su acaudalada suegra estaba en un aprieto de gigolós; Parry tenía un matrimonio miserable y quería divorciarse; Parry se había suicidado por depresión; Parry había forcejeado con su esposa y el arma se disparó; Parry había sido fríamente asesinado por ella; la hija de Parry le retiró el saludo para siempre a su madre después del hecho. El informe policial (“clásica fatalidad de científico distraído”) sonaba tan absurdo que había que encontrar algo fatídico, algo trágico en esa muerte, que estuviera a la épica altura de la vida de Parry.

Hasta el día de hoy, en los pasillos de la academia se habla en voz baja de su muerte. Se lo considera el Darwin de los estudios homéricos, el Alejandro Magno del helenismo, el hombre que revalorizó para el mundo la épica oral, pero se termina siempre hablando de su muerte. A tal punto que uno de sus discípulos llamado Steve Reece se tomó el trabajo antropológico de relevar y someter a escrutinio, línea por línea, la suma de esos rumores, no como un “caso” sino como si fuese una pieza oral colectiva, uno de esos zurcidos de canciones a los que su maestro había dedicado su breve vida. Lo tituló “El mito de la muerte de Milman Parry”. Deberían pedirle a algún guslari, si queda, que lo grabe en un cilindro de aluminio y sumarlo al formidable Archivo Parry, que está en la Biblioteca Widener de Harvard y es de libre acceso en la web.