En el orden humano siempre existió la mentira desde el momento en que en la lengua no hay una relación natural, motivada, entre el significante y el significado y que la significación se desplaza, es decir, que se puede decir una cosa diciendo otra, utilizando metáforas, etcétera. No hay lenguaje ni orden simbólico sin engaño, un engaño no sólo a los otros sino al mismo sujeto que enuncia sus dichos. De modo que la tergiversación y la mentira no son cosa nueva, existieron siempre, por el hecho de que los seres humanos hablan y el sujeto se divide por el lenguaje. La instalación de la mentira como método de dominación política tampoco es algo nuevo, por supuesto, y constituye una de las estrategias preferenciales de la absolutización del discurso capitalista.

Pero hoy, para las usinas mediáticas, productoras de las falsas informaciones, no se trataría solamente de construir la mentira, las noticias falsas e instrumentarlas como metodología, sino además, de convencer a los oyentes y a los espectadores de que ya no interesa la referencia con la “realidad”, sino la imposición ciega. Nietzsche había dicho: “No hay hechos, hay interpretaciones”. Pero ahora ni siquiera hay interpretaciones. La falsificación intencional de los hechos es a la vez extendida por los sujetos a sus propias acciones cotidianas, en una especie de construcción mediática de sí mismos. No se necesitan puntos de referencias ni legitimizaciones. Nada hay entonces que cotejar, corroborar, citar, demostrar. Muchos individuos nada quieren saber ni investigar o indagar, preguntar. Es la frase: “Es así porque lo digo yo”, la ilusión de un sujeto que se pretende no dividido por el lenguaje, no atravesado por los significantes. Al abolirse la duda, aparece la certeza propia del sujeto psicótico y hasta lo que puedan decir los científicos sobre tal o cual tema, comienza a tornarse irrelevante y carente de valor.

Cada cual empieza a sentirse en su pleno derecho de asegurar con convicción ante los otros, y sin fundamentación alguna, que el agua hierve a los veinte grados centígrados, que la fórmula del agua no es H2O, que la tierra es plana o que ya no existe la ley de la gravedad. Y cualquier intento de refutar estas certezas “psicóticas” genera inmediatamente el odio como respuesta. He llegado a escuchar a alguien decir: “los virólogos tienen su punto de vista, yo tengo el mío”. Creíamos, hasta no hace mucho, que en las discusiones científicas no debía haber injerencia de los profanos, sino hipótesis y leyes científicas al margen de las opiniones generales y del llamado sentido común. Se puede discutir, desde la opinión, muchísimas cosas, pero de ahí a querer refutar, por ejemplo, la existencia misma del sistema solar, hay largo trecho. En estos días cualquier operador mediático sale a decir que la vacuna tal o cual tiene un chip adosado para controlar las mentes, que la Covid 19 se cura tomando dióxido de cloro, que la vacunación es un método orquestado para envenenar a la población o que el virus fue enviado por los extraterrestres. Instalan así la consigna, el eslogan, y, los individuos colonizados salen a repetirla al tiempo que adoptan la mendacidad mediática como ardid consciente para sus propios asuntos.

Pero las arteras estrategias de dominación y apropiación planetaria por parte de los representantes de la actual fase capitalista, no se reducen a la mentira deliberada, instrumentada como método, sino que recurren a la implementación de la certeza delirante y sobre todo a la destrucción del lenguaje, al asesinato de la gramática y la sintaxis. La anomia atañe principalmente a las leyes del lenguaje. Estamos así ante una progresiva rotura del acuerdo civilizatorio y del consenso de la lengua, una lengua que si bien cambia y es mutable a cada segundo (y conforma la subjetividad de cada uno), en algún punto debe abrochar una significación para que exista el lazo social. Pero hoy no habría ya mayores puntos de sujeción y, como en el Caso Schreber, de Freud, pareciera que cada cual, más allá de la particularidad de su habla y de su singularidad, pretendiera crear su propia lengua. “No me importa que le llamen mesa a la mesa, yo le llamo como se me ocurra, invento mi propio vocablo y si los demás no entienden lo que digo, es problema de ellos”. De ahí a ir a parar a un hospital psiquiátrico habría sólo un paso si no fuera porque no se dispondría de lugares suficientes para alojar a tantos individuos. Ante la falta de un límite (de un punto de abrochamiento) al eterno desplazamiento de la significación, son las ciudades las que comienzan a devenir en grandes hospitales psiquiátricos de puertas abiertas.

Algo de las psicosis se juega en esta época de deshistorización y pérdida de las referencias simbólicas. El psicoanalista francés Jacques Lacan decía que lo que se forcluye (lo que se repudia) de lo simbólico retorna desde lo real, desde las paredes, a modo de alucinaciones auditivas. Actualmente las voces que inundan a los cuasi psicóticos de nuestro tiempo, no les retornan desde las paredes, podríamos decir, sino de los dictados de un Otro mediático que aturde y les dicta las frases que éstos luego con automatismo repiten. Son las holofrases, sintagmas congelados que no se articulan en una cadena significante, es decir, significantes que no se dialectizan ni remiten a otros significantes, pero que luego los individuos reproducen como un comodín que se saca de la manga cuando las interpelaciones acucian y faltan las argumentaciones. Como en el psicótico, a partir de un axioma falso (en este caso noticias intencionalmente falsas vertidas por los medios de comunicación al servicio del amo contemporáneo), los sujetos mentalmente colonizados, tejen sus certezas y convencimientos paranoides.

Por ello, para contrarrestar todo eso, la lucha que se debe dar en primer término, es aquella que permita restituirle el valor a las palabras. La batalla más urgente debe ser por el lenguaje y la recuperación de su estructura simbólica. 

* Escritor y psicoanalista