Mi vida en 30 capítulos. Cap. 22

Por Rodolfo Aicardi

Cuando me fui del crotario, sabía que me esperaba la calle. Pero prefería la calle antes que morir. Recién empezaba el otoño. Mi mayor preocupación era la comida. tenía sólo lo puesto.

Comencé a pedir pan en las panaderías Carola (de Laprida y San Luis) y La Recova (de Laprida y Rioja). Yo andaba bien vestido así que me presentaba a pedir como un señor.

Cuando la barba comenzó a crecer, recordé un dato que había leído en un libro: el zar Nicolás II se arreglaba la barba quemando los pelos. Cuando ya andaba medio barbudo, me iba al baño del patio de comidas del Palace Garden y con el encendedor que llevaba en el bolsillo del jean hacía lo mismo que el zar de todas las Rusias. La cosa quedaba más o menos prolija.

De chico, había sido socio del Provincial así que sabía dónde quedaba el vestuario, cómo llegar a las duchas. Iba al Provincial dos veces por semana por la mañana -ya que en ese momento sólo se encontraba una mujer que limpiaba los pisos- y me pegaba una buena ducha caliente con buen jabón que había comprado con las monedas que me daban en la peatonal. Nunca olí mal y andaba decente

El frío se hacía sentir cada vez más. Caminaba mucho para estirar los músculos y darme calor. Me iba del centro a Alberdi, o a la zona de la terminal de ómnibus donde descubrí dos lugares con calefacción: un prostíbulo que estaba por Santa Fe entre Cafferatta y San Nicolás y otro lugar donde los clientes iban sólo a charlar con las chicas que trabajaban ahí.

En el primero -recuerdo muy bien- la escasa iluminación provenía de la fonola. Por esa época, se me había dado la onda director de orquesta. Con el índice de la mano derecha o con un sorbete seguía como dirigiendo los instrumentos de los diferentes temas musicales. Esta costumbre había surgido en el geriátrico cuando aún tenía el walkman. Una noche, hice lo mismo con muchos temas que sonaban en el minicomponente. En un momento, se me acerca una de las mujeres que trabajaban ahí, me da un piquito y me dice con voz muy sensual: “Gracias, maestro”. Quedé paralizado. Fue la última vez que una mujer me besó en la boca.

Llegó un momento, sería ya pleno junio de 2000, en que necesité comer bien. El problema de la falta de dinero ya no me importaba. ¡Le pegué para adelante, carajo! La primera experiencia fue en un restaurant frente a la terminal de ómnibus. Me senté, vino el mozo y recuerdo que pedí fideos con salsa, pan y una coca. Devoré todo. El plato quedó que brillaba. Me tomé la coca. Para cerrar, me pedí un cortadito. El mozo volvió por tercera vez y me entregó la adición. La puerta para escapar estaba un poco lejos de mi mesa. Vino el mozo nuevamente y ya medio impaciente, me pregunta si podía pagar. “Mire, pasa algo, no tengo dinero”, le dije. Ahí nomás terminó su amabilidad. Me echó amenazándome con llamar a la policía. El objetivo estaba cumplido: había comido después de meses de estar a pan y agua con azúcar. Me sentía muy bien. El frío en mi cuerpo casi había desaparecido.

Bueno, señor lector, la cosa siguió así en diferentes restaurants. En algunos me pegaron, en los más, llamaban a la policía. Pasaba unas horas en cana y me largaban. Realmente, no abusé del pagadiós. Entre una y otra buena comida, lo pasaba a pan y agua con azúcar.

El 10 de julio de 2000 -esa fecha quedaría como marca en mi prontuario- caminaba por calle San Luis, doblé por Corrientes y entré a la cortada Ricardone y ¡qué veo! Un Ford Fiesta, nuevito, color rojo, mal estacionado. Me acerqué. La llave estaba puesta y la ventanilla del conductor, baja. Sin pensarlo un minuto subí, lo puse en marcha y salí a los piques por Corrientes. Puse un cd en la compactera, doblé por Santa Fe, tomé Ovidio Lagos, luego Córdoba y seguí no más por otras calles hasta el aeropuerto de Fisherton. Estacioné.

Bajé para caminar por los aledaños del aeropuerto. Cuando volví al auto, la policía me estaba esperando. Me subieron a un patrullero y me llevaron a la 2ª de Paraguay al 1100. Ahí empezó un derrotero que me llevaría por muchas comisarías hasta terminar en una de Villa Gobernador Gálvez. Allí el comisario me lleva a su oficina y ahí me dice: “Señor Aicardi, ahora lo vamos a llevar a un lugar donde va a estar mejor que aquí”.

En el patrullero me escoltaban tres policías. Por un momento me perdí y no supe por dónde íbamos pero vi que tomaban la autopista Rosario – Santa Fe. Iba sin esposas. Pasamos el peaje y tomamos la ruta 11. Pasamos por Oliveros. A los pocos minutos, el patrullero desvió por una entrada que se abría a la derecha de la ruta, hizo unos metros y paró. Uno de los policías baja y habla con una mujer. Me dejan ahí. Miro hacia arriba. Hay un cartel que dice “Administración”. Un enfermero me acompaña por un camino pavimentado hasta un edificio largo que tenía pintado el número 6. Entramos, me recibe otro enfermero que me trata muy amablemente diciéndome: “Aicardi, ésta será su cama”. Recién ahí pregunto dónde estaba. “En la colonia de Oliveros”, me respondió. Yo tenía una remera, un short y zapatillas, nada más. Las Topper ya se habían roto de tanto caminar. Era el 24 de marzo de 2001. Me acosté y dormí.

Oliveros

Por Federico Aicardi

Olvidé mis piernas en el bosque

y mis restos en el sendero.

El aire puro me hizo caer

y el agua inundó mi sonrisa

Mañana seré

parte de la lluvia.

Sobre Rodolfo y Federico

Por Hernán Camoletto

En 2017 Rodolfo Aicardi publicó su autobiografía.

En 2019 Federico, hijo de Rodolfo, publicó su primera novela.

Hablo con Rodolfo, escribo a Federico: les propongo intercambiar sus libros. Aceptan. Rodolfo lee con la ayuda de Giuliana, su acompañante. Rodolfo y Giuliana se aventuraron en esa lectura -que fue también la (re)escritura de una historia- como tantas veces antes se aventuraran a la ruta 11 para llegar al taller donde Carlos imprimió el texto de Rodolfo.

Al leerse, Rodolfo y Federico se acercaron. Aunque no lo suficiente. Necesitaban verse.

Poco tiempo después, armamos el primer encuentro en la Colonia. Federico llegó con Isis, su compañera. Isis es psicóloga y fotógrafa. Poco tiempo antes, Isis había publicado La vida después, un ensayo fotográfico sobre la vida de un grupo de usuaries que compartían casas asistidas en la localidad de Oliveros luego de ser externades de la Colonia.

Cuando llegamos al pabellón 9, Rodolfo y Federico se ven por primera vez en casi treinta años. Rodolfo y Federico compartieron una historia cuyo relato les corresponde sólo a ellos. Lo que se puede decir es que armaron un plan: la presentación conjunta de sus libros.

Rodolfo y Federico presentaron sus libros el 22 de diciembre de 2019. Abrieron la experiencia de su encuentro por la escritura en la sede de la Escuela de Psicoanálisis Sigmund Freud de Rosario. De ese capítulo de su historia, queda una foto que hizo Isis. Una foto que es un moño, un lazo: a Rodolfo y Federico, la escritura les armó la posibilidad de una vida después.

Rodolfo Aicardi (Rosario, 1946 - Oliveros, 2020): Comunicador social por la UNR y escritor. Publicó narrativa y ensayo. 

Federico Aicardi (Rosario, 1980): Licenciado en Comunicación Social por la UNR, escritor y docente de talleres de narrativa. Publicó cuentos en distintas revistas y la novela "Las mujeres no peinan caballos" (Casagrande, 2019).