Está leyendo un libro en la mesa de la cocina, mientras en la tele suena Majul. No le molesta, sus oídos pueden cerrarse o escuchar de costado, filtrando sólo lo que le interesa, funcionan como si tuvieran párpados. Su marido pone música en el celular. Se ríe. ¿Será éste un buen lugar para leer? – se pregunta.

La casa de su infancia era muy pequeña: una pieza, la cocina y el baño, pero había conseguido armar su habitación privada. Entre el inodoro y la pared de azulejos, una pila de Billiken más alta que el inodoro era su propia biblioteca. Sentada sobre la loza blanca, leía libros de cuentos, estudiaba, hacía los deberes. Toda su escuela primaria fue así, en los cuatro metros cuadrados del baño de su casa cabían todas las historias, los mapas, los personajes.

Durante muchos años, no pudo ir al baño sin llevarse algo para leer, compulsiva y obsesivamente. Eso recién cambió cuando nacieron sus hijos y sus tiempos propios desaparecieron, incluidos los del baño.

Después aparecieron los bares, bares con mesas grandes, para desparramar papeles, fotocopias, libros y guiones. Ya no pudo entender las ciudades sin bares. Sin bares para escribir.

Ahora en el televisor está Lanata, tampoco puede entenderlo - ¿Por qué pretende ser gracioso? ¿Qué cosas le pasa a la gente para no poder verse con cierta objetividad?, se pregunta. No entiende. No sabe. Se desconcierta.

Vuelve a cerrar los parpados de los oídos y se queda adentro de su cabeza recorriendo bares y ciudades.

Le gustan las ciudades, sobre todo las que tienen un lugar para sentarse a mirar.

Un lugar para mirar pasar la vida.

La escalinata de la plazoleta triangular del Pelourinho en Bahía.

El barcito del teatro Del Degollado de Guadalajara.

La recova de la plaza de San Carlos en Salta.

La rambla de Piriápolis.

El balcón sobre la plaza de la catedral en La Habana.

Muchos. Y muchos más. Bares, veredas de plazas, costaneras.

Quedarse quieta en un lugar, sólo mirar. Invisibilizarse. Hacerse pura observadora, resignar todo protagonismo, deshacerse.

La cabeza se le llena y se zarandea. Desborda de fotos instantáneas, videos caseros, olores que se mezclan y confunden perdiendo sus fronteras y mientras deja que el tiempo rebobine y haga elipsis, mientras todo eso pasa, una pregunta empieza a crecer y la invade y la acorrala hasta que tiene que ponerla en palabras. ¿Cuál es el lugar para mirar pasar la vida, aquí, en Rosario?

¿Por qué no puedo contestar? – se pregunta, si adora esta ciudad y no habrá otra igual, no habrá ninguna, aunque las haya más hermosas, más mágicas, más modernas, más añorables, más únicas. Si no quiere cambiarla por ninguna aunque algunos días le de miedo y espanto y la maldiga.

¿Por qué no en Rosario? ¿Por qué no encontrar un lugar para detenerse a mirar, por qué siempre estar haciendo, siendo, presintiendo? ¿Por qué no deshacerse en el bar del laguito o en la plaza Las Heras o en la arena oscura de la Florida? ¿Por qué no intentar quedarse afuera en un banco del parque España o mirando el Saladillo desde el puente del Swift, bajo las lunas redondas, gordas y amarillas que asoman algunas noches sobre el río?

No sabe.

Es del sur. Siempre fue del sur. De donde la ciudad se termina, donde conviven la pobreza de las villas, las casas bajas con jardincito, las mansiones de una época que nunca conoció.

Cuando era una niña, Rosario era inmensa. Tomaba el 51 con su mamá para ir al centro, pero nunca podía hacerlo de un tirón. Resistía hasta Ayolas, ahí se bajaban y esperaban el colectivo siguiente, quince, veinte minutos para recuperarse del mareo. Una tarde el padrino le dio una bolsita con aceitunas. -Una tras otra - le dijo - Masticándolas despacito, vas a poder llegar al centro en un solo viaje. Desde ese día Rosario fue para ella un poco más pequeña. O por lo menos más cercana.

Durante la secundaria conquistó avenida Pellegrini. La bajada hacia el río, los bares, el parque Independencia. Tomar un café con las amigas como si fueran grandes, comer pizza flaquita en Vía Appia, los helados de La Montevideana. Desde el Poli hasta Oroño, ida y vuelta, con todo el tiempo para caminar despacio, tarareando, como si la vida fuera interminable.

Después fueron los bares del centro, y Córdoba y Mitre como su segunda casa con balcones y terrazas misteriosas, y después fueron otras plazas, otros barrios, otros bares…

A pesar de todas las veredas y de todos los cielos, la pregunta sigue sonando en su cabeza. ¿Cuál es el lugar para mirar pasar la vida, aquí, en Rosario?

No sabe. No encuentra ninguna respuesta luminosa. No sabe.

Le gustaría sentarse en un rincón y dejarse llevar por la mirada, flotar, volverse incandescente, invisible, descifrar a las personas, a los perros, a las hormigas, metiéndose en su ritmo, mimetizándose. Inventarles pasados y futuros, mirarlos hasta que se destiñan, hasta que se vuelvan una confusión de colores y formas, derrotado Van Gogh rosarino, indagando la respiración de la ciudad, atisbando en los límites y los intersticios ignorados.

Será que no puede ponerse afuera. Ni siquiera ahora, en el ocaso de esta cuarentena donde el afuera es la marca del deseo y el adentro la representación de la calamidad.

Será que no hay distancia posible, ni extranjería.

Será que es parte, siempre.

Inevitablemente. Contradictoriamente. Amorosamente.