En la escuela de Bellas Artes y luego en la facultad elegí estudiar la especialidad pintura, ahí aprendí a limpiar muy bien los pinceles con restos de óleo. Construíamos un objeto con 2 latas vacías: una más pequeña adentro de otra que quedaba flotando y la sujetábamos con alambres en el borde superior, a esa lata interna le hacíamos agujeros en la base con un clavo para que sea como un colador, luego la llenábamos con aguarrás y gracias a ese sistema podíamos remover mientras el líquido permanecía limpio arriba y el sedimento de pintura (sucia) quedaba abajo por semanas e incluso meses; ese objeto me fascinaba porque me hacía pensar en un sistema de economía, formal, conceptual y poético.

Nos enseñaban que en el cuadro, el color debía permanecer limpio y puro, aún con sus mezclas, era una de las reglas que se sumaba a “no pintar retratos con dientes” o “no usar color negro para las oscuridades, porque el tierra de sombra natural es más realista y no mancha como el negro que ensucia y es demasiado fuerte”.

En el año 2014 tuve la posibilidad de viajar por primera vez a Europa gracias a una beca que me había dado los tickets de avión (Alec Oxenford), una ayuda de dinero de mi papá (Juan Emilio Lionti) y la colaboración de un curador y amigo francés (Philippe Cyroulnik). En ese viaje conocí solamente París, tan a fondo que pude amarlo y odiarlo por igual como si se tratara de un enamoramiento intenso y agotador. Luego de recorrer todas sus grandes obras de la historia del arte universal de los libros, siendo fan absoluta del romanticismo de Delacroix o los primeros conceptualistas como Joseph Kosuth y On Kawara mezclados con la intimidad descarnada de Tracey Emin o la sabiduría de Louise Bourgeois, descubrí esta obra: una pintura de Piet Mondrian.

No recuerdo exactamente cuál, pero sé que se trataba de una de sus “Composiciones”, abstracción de líneas sobre fondo blanco y rectángulos de colores primarios, quizás haya sido una del Centre Pompidu, supongamos que sí, pero voy a detenerme en su concepto, porque para mí Mondrian era un poco lo menos a pesar de que era “lo máximo”.

Que era el maestro de la abstracción junto a Malevich y Kandisky no tenía dudas porque lo había estudiado y creía en todo lo que leía. La geometría, los colores primarios, el blanco y el negro. Su refinamiento excelentísimo, su manera de componer, el pasaje de la figuración a la abstracción con su serie de árboles y paisajes, lo volvía tan TODO, que en algún punto lo detestaba, quizás me disgustaban las citas que se hacían de él en la ropa, en los objetos utilitarios, el mate y el termo con la imagen impresa en poca tinta, la cafetería, el local de juegos, el de lavado de autos con su nombre, etc. Casi sentía que el sistema capitalista completo había corrompido la imagen de su obra convirtiéndose en líneas vagas y fáciles de imitar sin sentido. Pero bueno, un montón de años pasaron en el medio, y no quiero ser tan hater si esta sección se llama fan.

Me volví fan y muy fan, porque me acerqué al cuadro muchísimo, lo máximo posible, y logré ver la textura de la pincelada y su línea un poco sucia, digámosle quebrada, que es cuando el color puro recibe una pizca de otro y deja de ser purísimo y brillante. Pensé que eso no es posible, que el craquelado del tiempo podía haber alterado el color, pero no, el craquelado del tiempo estaba, la pincelada también tenía relieve y el color era un color construido. Logré volverme fan de esa experiencia, de un encuentro con la realidad que no se percibía en las láminas satinadas del arterama. Fan de esa especie de descubrimiento, del instante en que entendí el OK a poder hacer las cosas tan libremente como lo hacía Mondrian dentro de su estructura contenida. Logré ver su irreverencia en esos pocos centímetros, una época y un rastro de pincelada, que aunque se promoviera en un manifiesto, pensamientos de estilo (De Stijl), eventos, artistas que se movían en grupo y escribían las escenas artísticas de muchos lugares del mundo: lo hacían también con la carga en su obra y ese milímetro de relieve manchado como evidencia de que ahí había habido una persona trabajando seriamente, pensando filosóficamente en ese hacer.

Foto de la autora en 2020

Esta obra me volvió fan de ver las obras en vivo, de la experiencia y el sentimiento interno que ocurre en el cuerpo y la mente al momento del “encuentro con el arte”, descubrir el pensamiento puesto en acción por un material, pudiendo ser pintura, pedacitos de maderas muy bien lustradas, puntadas de un hilo exquisito, tejidos de punto que muestran el avance del tiempo, instalaciones alejadas de productoras tercerizadas o presupuestos incongruentes. Ese rastro de textura opuesta a la inmediatez, la mancha que no es superficial ni realizada al tiempo de la moda (que es un tiempo hermoso pero demasiado veloz para el reloj de los artistas, si es que tal reloj existe). Fan de esa intimidad real que se percibe cuando estás dispuestx a encontrarte con una obra tomando el carril paralelo a la imagen reposteada. ¿Purista y disciplinar? Un poco, quizás.

Lucrecia Lionti nació en Tucumán en 1985. Artista visual y Lic. en Artes Plásticas UNT, realizó Programa de Artistas 2010 y Laboratorio de Cine 2012 en UTDT (Beca YPF). Residencias: EAC Montevideo, Uruguay 2019 (BecAR cultura). CHELA Buenos Aires 2019 (Espacio Tucumán), El Ranchito Matadero, Madrid 2017 (Beca FNA), Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti 2016, Laboratorio de Experimentación Artística en Faena Arts Center Buenos Aires 2012. Sus exposiciones colectivas más recientes son: Myths of the Near Future 2020,  MaytoDay project, en Asia Art Center Gwangju, Corea. De quelques légers déplacements des choses, Artist Run Space, París. El mundo cabe en una obra en Memorial de América Latina, San Pablo, Brasil. Recibió Primer Premio Salón Museo de la Universidad Nacional de Tucumán 2018 y Premio estímulo Salón de Mayo, Museo Rosa Galisteo Santa Fe, 2019. Seleccionada en International Call for Young Artists XIV Edition, Galería Luis Adelantado Valencia en 2012 y Curriculum Cero Galería Ruth Benzacar Buenos Aires 2010, con mención especial. Su obra forma parte de colecciones públicas y privadas como Le 19 CRAC Centre Régional d’Art Contemporain de Montbéliard o el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, entre otras.