La literatura fue su destino. La tristeza enmienda el pretérito y corrige la esclerosis de la frase. La literatura es y será su destino para los lectores del presente y del mañana. Como un relámpago aparece un fragmento de su diario, que irradia la potencia de un joven que a los 22 años no tenía grandes aspiraciones ni proyectos más que la certeza de que sería escritor. “La elección de cada expresión, en la prosa, debería ser algo así como la elección de los ritmos del verso.” Pocos autores han alcanzado la perfección de la poesía en la prosa como lo hizo él en los formidables cuentos incluidos en Las otras puertas, Cuentos crueles, Las panteras y el templo, La maquinaria de la noche y El espejo que tiembla; o en las novelas El que tiene sed, Crónica de un iniciado –ambas protagonizadas por el alter ego Esteban Espósito– y El envangelio según Van Hutten. Parte de su gran obra ensayística y sus intervenciones culturales la desplegó en tres míticas revistas literarias que creó y dirigió: El grillo de papel, El escarabajo de oro y El ornitorrinco. Abelardo Castillo, uno de los grandes escritores argentinos de la segunda mitad del siglo XX y maestro para varias generaciones de narradores, murió ayer a los 82 años, a causa de una infección intestinal que lo afectó después de una cirugía.

Aún resuenan sus palabras durante la apertura de la 30a Feria Internacional del Libro en 2004. El eco de su actualidad las vuelve a poner en circulación. “Leer es descifrar una intrincada escritura que nos circunda y nos rige”, dijo entonces Castillo. “Y no hace falta articular un discurso poético o académico para demostrar que la instrumentación de la ignorancia es el arma más formidable para aniquilar la libertad de un pueblo. Sé perfectamente que ya se han implementado dignísimos planes que intentan encauzar a los chicos y a los jóvenes en el hábito de la lectura. Pero también sé por experiencia que si no se tiene en cuenta dónde nació y cómo vive y qué come –cuando come– la mayoría de esos chicos, ningún plan pasará de ser, en el mejor de los casos, un modo honorable de pagarle a la conciencia y, en el peor de los casos, una manera de justificar el sueldo de unos funcionarios.” Aunque nació el 27 de marzo de 1935 en Palermo y vivió en Caballito hasta los ocho años, el escritor siempre se reivindicó sampedrino por derecho de sangre y temperamento. A los 10 años se fue a vivir a San Pedro, esa ciudad de la provincia de Buenos Aires que consideró el espacio por antonomasia de los afectos, donde se quedó hasta los 17 años. Regresó a Buenos Aires en 1952, convencido de que se dedicaría a escribir. Sus Diarios –el primer tomo de 1954/1991 lo publicó en 2014–, los cuadernos que empezó a anotar, funcionaron como su primer laboratorio de escritura, el lugar donde se medía, palabra tras palabra, con las ideas o los gérmenes de cuentos y novelas.

“Cuando era adolescente, mi director espiritual era un librero que se llamaba Fiorentino, de José María Moreno y Rivadavia. Yo le preguntaba qué salió y me decía: ‘La peste, hay que leerlo’. Y yo leía. Ahora no tengo ese librero y ya no hay libreros para hombres que pasaron los 70 años”, comentaba el escritor una década atrás. “Yo sí puedo hacer de librero, y decir que tal vez sea más interesante pegarle una hojeadita a Rojo y negro, de Stendhal, que a cualquiera de las últimas novelas de los escritores norteamericanos que están escribiendo en este momento. Recuerdo una frase de Isidoro Blaisten a Humberto Costantini. Teníamos todos 25 años y Humberto tendría 35; había publicado un libro, nos lo dio, y a la semana siguiente nos preguntó qué nos parecía. Isidoro le dijo: ‘¡Pero vos estás loco, no terminé de leer a Dickens y te voy a leer a vos!’.”  Castillo afirmó en una entrevista con PáginaI12 que el premio más importante que recibió fue por su obra de teatro El otro Judas, en 1959. “Yo mandé la pieza a ese concurso a instancias de Nicolás Guillén y me dieron el primer premio, que significaba la edición y representación de la obra. Yo tenía 22 años, no me conocía nadie, no le había leído nada a nadie, salvo a mi novia y a un amigo. Recuerdo todavía que un día me llama papá de San Pedro y me dice: ‘Hijo, he leído en el diario que ganaste un premio con una novela’. Yo publiqué una novela mucho más tarde y dije: es El otro Judas.” 

En agosto del 59 fundó El grillo de papel junto con Costantini y Arnoldo Liberman, revista que nació a partir de las disidencias ideológicas de Castillo y Liberman –que objetaban la ortodoxia del Partido Comunista– con Pedro Orgambide, director de Gaceta Literaria. En sus Diarios anotó que para el estilo había que leer “permanentemente” a Roberto Arlt, Jorge Luis Borges, Ernesto Sabato (la prosa de Uno y el Universo), León Bloy, las marginalias de Edgar Allan Poe, Julio Cortázar, Francisco de Quevedo y Jean–Paul Sartre. Y leyó, además, mucha filosofía, con Soren Kierkegaard y Friedrich Nietzsche a la cabeza. Su primer libro de cuentos, Las otras puertas (1961), obtuvo el Premio Casa de las Américas (Cuba), con un jurado integrado por Juan Rulfo, José Bianco y Guillermo Cabrera Infante. Ese año también se publicaría y estrenaría su premiada obra de teatro El otro Judas, con dirección de Onofre Lovero, y comenzaría a editar su segunda revista literaria: El escarabajo de oro. Por entonces ya había terminado de escribir Israfel, obra de teatro en cuatro actos, basada en la vida de Poe, que en 1963 recibiría el Primer Premio Internacional de Autores Dramáticos Latinoamericanos Contemporáneos del Institute International du Theatre, Unesco, París, con Eugène Ionesco como jurado.

Casi nadie estaba exento de las discusiones políticas de los años 60. El joven Castillo se fogueó en la polémica nada menos que con David Viñas. Todo empezó por un artículo que publicó Viñas en la revista Che y que generó un intercambio epistolar de muchas páginas. “La actitud de Viñas frente a la literatura nunca me gustó”, reconoció Castillo muchos años después de la polémica. “Viñas decía en esa época que Sabato era un escritor de derecha y que Cortázar era un escritor de derecha. Juzgaba con un criterio totalmente salvaje la literatura argentina. Y yo le planteaba que la literatura no se juzgaba así.” Sabía que la crueldad es una de las características de la literatura argentina. Que la dureza y hasta cierto cinismo son tributarios del miedo a la sensibilidad o a las propias pasiones. La traición, otro gran tópico, junto con la culpa y el desafío de medirse con los otros se pueden rastrear en sus mejores cuentos, como “Los ritos”, “El cruce de Aqueronte”, “El marica”, “Conejo”, “Noche de epifanía”, “El tiempo de Milena”, “Patrón”, “Las panteras y el tiempo” y “La madre de Ernesto”, por mencionar apenas un puñado de títulos convocados por la desordenada memoria. Precisamente “Conejo”, admitía el escritor, era uno de sus pocos relatos autobiográficos. Los padres de Castillo se separaron y él lo sintió como un abandono.  “Sin duda eso fue traumático, sobre todo para la época en que ocurrió: hoy es muy común ser hijo de un matrimonio separado, pero en los años ‘40... Recuerdo una frase que me marcó mucho cuando tendría ocho o nueve años: iba caminando por Terrero y oí que un chico decía ‘éste es al que se le fue la vieja’. También diría que no lo viví con dramatismo: para mí fue como una recuperación de la libertad. Decirlo así puede dar la impresión de frialdad o desdén, pero no me llevaba bien con mi madre, que tenía un carácter muy fuerte, y sí, en cambio, con mi padre, que era mucho más apacible”, recordaba el autor de los ensayos Las palabras y los días (1989) y Ser escritor (2005), entre otros.

Al igual que Paul Válery, consideraba que “corregir es una empresa espiritual de rectificación de uno mismo”, y comentaba que Borges, una noche de 1983, le contó que detestaba “Hombre de la esquina rosada” porque en ese cuento había escrito la palabra “cuchillón”. No creía en los géneros literarios como compartimentos estancos, pero afirmaba que “un buen cuento es una historia contada de la única manera posible”. “Leer a Borges siempre me instiga a escribir; es, creo, el escritor que más me hace amar la literatura, el acto de crear, y, al mismo tiempo, uno de los pocos que me remiten a la actividad expectante –pasiva– de la lectura feliz”, aseguró Castillo para dejar en claro que, más allá de los antagonismos políticos, él se diferenciaba de muchos autores de su generación que tenían ciertas prevenciones y reparos ideológicos ante el autor de El aleph. Del mismo modo tomó distancia de todos aquellos que renegaban de Leopoldo Marechal, a quien admiraba y respetaba.

El día comenzaba a la noche para Castillo, un escritor de hábitos nocturnos, como si la oscuridad atizara sus ideas. Secretamente, confesó, escribía versos. Hay un libro de poemas, que mencionó en varias entrevistas, La fiesta secreta, que él auguraba que se publicará algún día. La decisión de la edición quedará en manos de su compañera desde fines de los años 60, la escritora Sylvia Iparraguirre. “No asumo la poesía del mismo modo que la prosa, no es tanto una tarea de comunicación, como cuando escribo un cuento, un drama o una novela, sino que es la pura expresión, es el acto personal y egoísta de escribir. Sin duda, debe haber algún poema que se comunique con los demás, pero no es mi intención. Escribí muchísimos poemas en la adolescencia, un día los quemé todos, dejé tres o cuatro y cada tanto voy agregando nuevos. Siempre me propongo escribir poemas, pero tiendo a eliminarlos y dejar solo aquellos que siento que me representan. Por supuesto que no me siento poeta en el sentido tradicional o eminente de la palabra, pero para mí la poesía no es una forma de escribir sino un modo de ver la realidad, un modo de estar en el mundo. Y en ese sentido creo que un prosista necesariamente tiene que contener a un poeta”, explicaba el narrador que logró la mejor condensación de la poesía en su prosa.

“Me casé el 21 de marzo. Tres días después fue el golpe militar. Esta vez, una dictadura en serio. Han dicho que exterminarán a la guerrilla, y van a hacerlo, ya lo han hecho. Pero, ¿sólo a la guerrilla? Desde hace cuánto, nada más que muertos”, escribió en su diario y agregó: “No hablar acá de eso. No permitir que el terror se meta en mi cuaderno”. Entonces muchos vivían al borde de la cornisa, resistiendo en sordina, como se podía. En El ornitorrinco, que codirigió con Liliana Heker y con Iparraguirre, se reprodujo la solicitada de las Madres de Plaza de Mayo en la que reclamaban por los desa-    parecidos. En las páginas de la revista un año antes, en 1980, Heker polemizó con Cortázar a través del artículo “Exilio y Literatura”. Excepcional maestro de escritores, durante la dictadura cívico–militar Castillo dio un taller literario por Callao y Corrientes cuando a un alumno abogado, “un gran lector y un excelente cuentista”, lo secuestraron en el camino a su casa. “Un día, en el último acto de mi obra Israfel, pieza que se estaba dando en Mar del Plata, me llamó la atención que se movía demasiado la escenografía y que el personaje que hacía de cantinero era otro actor. Me parecía raro que lo hubieran cambiado a último momento. Lo que pasaba con el escenario era que había otro actor que le estaba pasando el texto al reemplazante para que lo dijera. En el entreacto había llegado la Marina y se habían llevado al actor que hacía ese personaje, porque figuraba en una libreta de direcciones de una chica de La Plata, que supuestamente tenía vinculaciones con la guerrilla. Se lo llevaron a condición de que no se parara la obra y de que nadie se enterara”, comentó el escritor en una entrevista con este diario. “Entre el tercer y el cuarto acto hubo una desa- parición, nadie sabía qué pasó y esto fue en 1976. El actor nunca más apareció.”

La obra de Castillo fue traducida a 14 idiomas y entre los libros que publicó en la última década están Ser escritor –donde reunió textos breves, fragmentos de ensayos notas y artículos sobre el oficio de escribir– y el primer tomo de sus Diarios. El segundo tomo, afortunadamente para los lectores, se publicará este año. El escritor recibió muchas distinciones y reconocimientos, como el Premio Municipal de Literatura por la novela El que tiene sed en 1993, el Premio Nacional de Literatura por el conjunto de su obra, el Premio Konex de Platino en 1994 al mejor cuentista argentino del quinquenio 1989–1993 y el Konex de Brillante en 2014, que compartió con Ricardo Piglia. En 2007 fue galardonado con el Premio Casa de las Américas de Narrativa José María Arguedas por los relatos de El espejo que tiembla. 

Pocos han dominado el castellano rioplatense como Abelardo. “Meter la cabeza en las cosas: extraer las ideas, las imágenes. Voluntad. La literatura es eso: trabajo de buzo”.