Dos décadas y un lustro atrás. Junio de 1996. Días bravos para la Argentina. El segundo experimento neoliberal de la historia estaba en la cresta de la ola, casi en su cenit. Esto se traduce siempre –no falla-- en desocupación, pobreza, represión, y mano invisible del mercado. En la coyuntura, tales recurrencias se sumaban a la mafia del oro, la venta ilegal de armas, los palazos a las Madres, y las migajas en colores para la gilada. Pero también sus contractaras de resistencia. Esto es huelgas, apagones, movilizaciones y piquetes, tantos al punto que daba mucha vergüenza decir que era un gobierno “peronista” el que estaba ahí. En tal contexto, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, banda de rock a la que algo le interesaban estos temas, se estaba transformando en un fenómeno social y federal sin precedentes para el género, Los híper poblados trenes ricoteros, y las misas de la misma sustancia alimenticia daban cuenta de ello.

Otro ribete. Hacía tres años que la agrupación no publicaba discos. El último había sido el maravilloso Lobo suelto, cordero atado, que encandiló las vísceras sensitivas de una generación mediante gemas del tipo “Un ángel para tu soledad”, “Susanita”, “La hija del fletero” o “Etiqueta negra”. Y tres años, en ese contexto, era un montón. Porque a tal hiato sin temas nuevos de los Redondos, se sumaba la angustia en las calles, en los suburbios, en los reflejos de Cutral Co, Mosconi y Tartagal… En los desangelados pulmones que parecían estallar, inflamados por el humo del caucho quemado. En ese marco, que encima sumaba la sangre en el pañuelo de Hebe producto de la represión, los Redondos entran a grabar Luzbelito, séptimo y antepenúltimo disco de la banda que entonces cumplía veinte años.

En ese estado de la cuestión nace la criaturita que Rocambole incrustó en la tapa, y a la que el Indio Solari --apoyado en las músicas de Skay, Sidotti, Dawi y “Semilla” Bucciarelli— vivificó mediante sus obsesiones, sus profecías, sus finas tareas. Vaya entonces que tales lindes le pondrían textos al contexto. Vaya que sí. De invocar eso de Luzbel nomás –siempre y cuando la asociación fuese literal, claro-- podían aparecer los rostros sin alma de Menem, de Cavallo, de María Julia con tapado, o del mismísimo Mauricio Macri que, subido a la ola del fin de la historia, ya mostraba los dientes sabiendo que CABA podía empezar a elegir sus candidatos producto de la reforma que la declaraba autónoma. Y por lo tanto con derecho a elegir su propio jefe de gobierno.

Eso pasaba y la oracular lírica de Zippo que prologa el disco, resulta tan presente como profética. Viene muy al caso: “Ya sabemos, los hijos de puta no descansan nunca”. Para un tipo que escribía como pintando cuadros, enunciados sueltos de tal tipo configuraban –entramados en un todo, claro— un filoso fresco de época. De otro como “la vida sin problemas es matar el tiempo a lo bobo” (“Luzbelito y las sirenas”), podía devenir un resultado indeseado, de esos que se veían en las calles cada día: “Demasiados los moretones, muy pocos los encantamientos” (“Cruz diablo”). Otra: Esos “despendejados cielos de todo placer”, que impacta de la orientaloide “Ella baila con todos”, puede ligar en su sacro imperio de oscuridad con aquella de la brumosa y mística “Fanfarria del cabrío”: “En el año de la fiebre / por descuido del Señor / llegó el que no tiene tiempo / el diablo más veloz”.

Visto, percibido y escuchado así quedaba algo claro que Patricio Rey empezaba a distanciarse de discos y épocas más hedonistas, y se tornaba más vertical, abrumador, críptico. Asomaban en Luzbelito pasadizos oscuros, maquinales, densos, que tienen en la pagana e indescifrable “Nuotatori Professionisti” –alta llama en la viola de Skay— un epicentro clave, tanto como en el ríspido y extenso “Rock Yugular”, arropado por un Indio de dientes apretados, y una lírica significada en capas, en resonantes dualidades entre el bien y el mal. La cadena trasmisora de emociones que tracciona Luzbelito apenas se permite entonces respiros en ciertas melos sensuales (viene al caso otra vez “Cruz diablo”, o ese rocanrolito para grandes estadios llamado “Me mata el limón”).

También en algunas rémoras pre Gulp! que tal vez el tándem Indio-Skay había decidido incluir para que el desprendimiento histórico no resultara tan llamativo, tan literal y contundente. Por ese límite corrieron entonces el escéptico “Blues de la libertad”, y “Mariposa Pontiac”, ambas provenientes de la épica de origen, y amparadas en el piano de Lito Vitale, viejo amigo de la casa.

Lo que si no se esperaba como efecto militante de Luzbelito fue esa canción paradojal, de cierre, que de ser emblema y bandera de lucha para las juventudes izquierdistas –semi anarcas, incluso-- de la era, pasaría a significar algo similar, pero para el retorno del peronismo genuino, el de Cristina y Néstor, el de los días más felices. “Juguetes perdidos” terminó encontrando su cauce entonces cuando el clímax tenso que Luzbelito --aún con sus paradojas-- empezó a despejar. Y cuando esas banderas del corazón empezaron a ondear más con el sol luciendo, que con la oscuridad. Lo que es decir, más en épocas de esperanzas populares que en el de represiones, palos y hambre.

Que otra frase mejor para pintar el viraje que aquella del perfume al filo del dolor.