La novela más famosa de Mijaíl Bulgákov, El maestro y Margarita, también es uno de los casos más curiosos de la literatura, incluso dentro de los cientos de episodios trágicos e irracionales que se vivieron en la ex Unión Soviética. La historia de la visita de Satanás a Moscú, una comedia negra y desconcertante, con brujas y un libro sobre Poncio Pilatos y un gato gigante y parlante fue escrita entre 1928 y 1940 bajo el régimen de Stalin y como toda sátira (en este caso obviamente influenciada por Fausto), refiere a la política de tantas maneras que resulta difícil de descifrar sin guía y sin un mapa de los avatares de aquellos años tormentosos en los que Bulgákov estaba lleno de rabia contra el ambiente literario que lo negaba y una burocracia que lo castigaba. Cuando la novela finalmente se publicó en Europa a fines de los años ‘60, los Rolling Stones la adoptaron y Mick Jagger la usó como inspiración para el clásico “Simpatía por el demonio”. Muchos años después, artistas como Patti Smith o Pearl Jam siguen citando a la novela en un caso de adopción rockera muy extraño y que también excede al género. El maestro y Margarita tiene versiones de ópera, ballet, teatro, una película para televisión del polaco Andrzej Wajda y un proyecto frustrado de cine que nunca pudo dirigir Roman Polanski.

Bulgákov, que murió en 1940, no hubiese imaginado esta trascendencia de la novela insólita, oscura y divertidísima que no pudo publicar. Desde 1929 no se le permitía editar en su país y él incluso le escribió una carta Stalin para que se le permitiera salir del país ante el acoso de los medios, el ambiente y la policía. Nunca le fue concedido este exilio voluntario pero Stalin le permitió trabajar en el teatro como asistente de direccción.

La generación de Bulgákov es la de Pasternark. Maiakovski, Bábel, por citar sólo a algunos; antes de la censura y después de ser voluntario en la Primera Guerra Mundial, Bulgákov escribió obras teatrales exitosas y adaptó clásicos como Almas muertas de Gógol en Moscú –esta relación con el teatro es muy clara en El maestro y Margarita--. Pero cuando se le prohibió publicar en 1929, su carrera se terminó. Es imposible resumir su trayectoria y sus tiempos en estas líneas: como a sus contemporáneos, la Historia los tocó demasiado de cerca, y los dañó de manera irreversible.

Hay una parte de la fascinante y terrible historia de Bulgákov que es menos conocida y que ahora, de alguna manera rescata la edición de Morfina (La Tercera Editora). El libro fue lanzado en 1926 y el primer relato, el del título, relata la insufrible adicción al opioide, sufrida por un médico, aunque el verdadero y velado protagonista es Bulgákov, que empezó a usar morfina después de ser herido en el frente como voluntario de la Cruz Roja. Sus descripciones del ansia tóxica son vívidas e inolvidables: “No es un ‘estado de angustia’ sino una muerte lenta la que se apodera de un morfinómano si lo privan tan solo una o dos horas de su morfina. El aire ralea, es imposible inhalarlo… en el cuerpo no hay una célula que no ansíe… ¿Qué? Eso no se puede definir ni explicar. En una palabra, la persona deja de existir. Está desconectada. Es un cadáver que se mueve, añora, sufre. No desea nada, no piensa en nada más que en morfina”. 

Después de este relato desesperante, el libro continúa con la colección Relatos de un joven médico, cuentos escritos entre 1925 y 1926 inspirados en las experiencias de Bulgákov como médico recién recibido que ejercía en un hospital de provincias. Originalmente se publicaron en revistas médicas de la época y con el tiempo se recopilaron en forma de libro, hasta que en 1975 se editaron en inglés. Bulgákov se graduó en la Universidad de Kiev, trabajó en Smolensk y Vyazma, tuvo su consultorio privado en Ucrania y también fue médico del ejército. Los Relatos se concentran, sobre todo, en esos años de principiante, que coinciden con la Revolución de Octubre aunque casi nunca se refieren a ella. Todos son extraordinariamente tensos y la experiencia narrada es precaria pero jamás patética: los hospitales están bien equipados, el escaso personal que lo acompaña es muy amable y eficiente, su predecesor dejó libros de medicina para consulta y casi nunca faltan insumos. No es una historia de ese tipo, predecible, la de un médico lejos de la capital debatiéndose con la escasez en plena convulsión política: al contrario, son relatos clínicos y reconcentrados donde los problemas y conflictos se resuelven entre el frío, las inseguridades del doctor joven, la incredulidad o falta de compromiso en los tratamientos de los campesinos pero también el agradecimiento de muchos pacientes. “La toalla con el gallo” comienza así: “A quien no haya viajado a caballo por perdidos caminos comunales, no hace falta que se lo cuente: de todos modos no lo comprenderá. Y a quien haya viajado, no quiero siquiera recordárselo”. El relato narra la llegada al hospital, él tiene 23 años y terror a los partos y las hernias. Tonterías finalmente, porque su primer desafío es una amputación tan bien contada que es posible oler la lámpara de querosén, el cloroformo y el sudor de esa sala de operaciones. “Garganta de acero” transcurre en otro hospital y el desafío también es inédito para el médico: una traqueotomía. Ante sus dudas, escribe: “Lamenté profundamente haber estudiado medicina, haber venido a este lugar perdido”. Partos, extracciones de muelas, viajes a través de tormentas de nieve para asistir accidentes fatales, la soledad del desierto blanco y los lobos, la certeza de que se aprende en la acción cotidiana mucho más que un claustro universitario: “Yo la escuchaba con avidez (a la partera) tratando de no dejar pasar una sola palabra. Y esos diez minutos me dieron más que todo lo que había leído sobre obstetricia para los exámenes estatales”. Todos los relatos son muy buenos, quizá algo repetitivos por la propia naturaleza de su concepción --no fueron pensados para conformar un libro-- pero quizá haya que destacar “El sarpullido estrellado”, un cuento sobre cómo el joven médico intenta tratar la sífilis que sufren tantísimos ciudadanos que llegan al hospital y que en muchos casos ni siquiera registran como una enfermedad grave. El médico/ Bulgákov no es un personaje amable: si tiene que tratar a sus pacientes de “estúpidos” y amenazarlos lo hace, pero después languidece en su cama esperando que vuelvan, ansioso por saber si usaron el ungüento, desesperado por averiguar si sus amenazas y la explicación de las consecuencias de la enfermedad penetraron la barrera de la incredulidad, incluso en madres con chicos enfermos. “Me convencí de que allí la sífilis era terrible justamente porque no era terrible”, apunta, mientras escucha “ese viento dulzón y agreste de la primavera rusa”. Bulgákov se especializó en enfermedades venéreas y fue un investigador que describió algunos síntomas y signos hasta entonces ignorados. Quería ser pediatra, pero la prevalencia de la sífilis lo llevó por ese camino.

De alguna manera, Morfina entra en el corpus de los escritores-médicos pero es mucho más un texto de iniciación, de formación de un carácter personal y de un narrador directo, seguro, medular. Y de amplio registro: no hay nada en estos relatos que anticipe los excesos de El maestro y Margarita pero si está presente esa hipnosis que produce lo que es contado con ferocidad e inteligencia.