Ya fue

A comienzos de la década del 80, un muchacho con afición a la fotografía se calzó la cámara y salió a recorrer las calles, en pos de registrar lo que rápidamente comenzaba a desaparecer frente a sus ojos: pequeños negocios barriales, de cercanía, atendidos por sus dueños al norte de Manchester, ciudad donde Brian Lomas –el veinteañero en cuestión– vivía. Presintiendo el fin de una era, se puso por misión capturar los escaparates que, a su entender, definían parte de la historia urbana de su comunidad: mercerías, barberías, carnicerías, almacenes, floristerías, farmacias, zapaterías y un largo etcétera de tiendas que parecían tener por destino final la demolición. Sus imágenes, detenidas en un momento, actualmente dan forma a un libro y a una muestra: Small Shops, que se exhibe hasta el 1 de septiembre la galería The Modernist, de la mentada urbe. Cuenta Lomas –hoy de 65 pirulos– que entonces recorrió los distritos de Moston, Blackley, Newton Heath, Harpurhey, “e incluso por esos días había negocios que parecían fuera de su tiempo, con detalles extravagantes y característicos: vidrieras con carteles antiguos, cajas registradoras antiquísimas, viejas balanzas”. “No solo su debacle tuvo que ver con la llegada de los grandes supermercados: muchos comerciantes se acercaban a la edad de jubilarse y no tenían a quien traspasar el mando”, explica el artista. “Mi tío tenía una verdulería y puedo constatar de que era una vida difícil: laburaba 15 horas al día, seis días a la semana. Así que de ninguna manera pretendía romantizar el tópico; al menos, no en demasía”, reconoce quien deja a criterio del público visionar en clave nostálgica sus fotografías. La pátina de añoranza, empero, parece casi inevitable cuando Brian dice que, “en cierto modo, había cierta grandeza en la decadencia de estos negocios de barrio”. Y agradece haber capturado una época “que se ha perdido para siempre”.

Un Artillero demasiado mansito

Un caballo es un caballo es un caballo, bien podría remacharle Gertrude Stein a ciertos españoles que, días atrás, decidieron que un equino podía oficiar de lienzo en blanco. Ningún eufemismo: el pobre animal aguantó con estoicismo cómo una horda de gurrumines lo pintarrajeaba de las patas a la cabeza. Ni un relincho se le escuchó al guapo Artillero –tal es su nombre de bautizo– en el clip que se viralizó de la “intervención artística”, donde los pequeños truhanes usaron rotuladores y pinceles para dibujarle estrellas, círculos, huellitas, palabras, en fin, una variedad de estropicios colorinches. Ni su tusa ni el contorno de sus ojos cansados se salvaron... Evidente es decir que no son (del todo) culpables los chiquilines sino los que le propusieron la mentada “manualidad”: las autoridades de la escuela de verano del Club Hípico Vibeca, en Beniaján, Murcia. A ellos les han tirado unos cuantos darditos venenosos internautas indignados y agrupaciones contra el maltrato animal por la susodicha “actividad recreativa”. “Los caballos no son un cuaderno o un muro donde expresar la creatividad”, ha declarado Alberto Díez, de la Asociación Nacional Defensa Animales. Por su parte, La Vaca Style, una ilustradora vegana que aboga por la conciencia animal con sus piezas, resaltó que “los cuadros se pintan en un muro, en un papel en blanco y no en la piel de un ser sintiente”. Dichos que hicieron poco mella en los adultos del centro hípico. Lejos de recapacitar después de que les echaran una tremenda bronca, redobló la institución equina: primeramente se justificó diciendo que el caballito –de avanzada edad– está acostumbrado a “trabajar” con pequeños. Luego, aseguraron que las pinturas usadas son al agua, se quitan fácil y rápido, no afectan la salud de Artillero. Y, con los botines de punta, manifestaron que “si siguen las agresiones en redes, los insultos, las amenazas y el acoso al que nos están sometiendo por el cursillo, estaremos obligados a tomar las correspondientes medidas legales”. Ante la sordera, no son pocos los que ruegan a los cielos: que se les rebele el animalillo y les dé con la coz donde el sol no brilla...

Nuevos llamados

Hace unas semanas, las Lymantria dispar, vulgarmente conocidas como “polillas gitanas”, llegaban a rotativos por causar estragos en el estado de Nueva York. Contaban parroquianos que las orugas de esta especie estaban generando daños significativos a plantas y árboles; una invasión en toda la regla que había generado la defoliación de extensas zonas de robles –su comida favorita–, de manzanos, de pinos. Tampoco cayó especialmente en gracia el exceso de heces de las pillinas, y la alergia cutánea que se multiplicaba en las pieles de vecinos asqueados. Pues, a la anécdota “colorida”, se suma ahora otra noticia que tiene por protagonista a este lepidóptero de la familia Erebidae, de origen eurásico, que se ha expandido en los últimos años por diversas partes del mundo, para inri de la vegetación. Entendiendo que su nombre puede ser considerado ofensivo, la Sociedad Entomológica de América (ESA, por las siglas en inglés) ha decidido rebautizar al bicho, “porque las palabras que usamos importan, y decirle ‘gitana’ puede resultar doloroso para el pueblo romaní, que considera peyorativo este término”, a decir de Chris Stelzig, director ejecutivo de la mentada entidad científica estadounidense. Aclaró además, por si las mosquitas, que la decisión también alcanza a la Aphaenogaster araneoides; es decir, a la hormiga gitana, hoy en busca de nuevo apellido. La mudanza de estas denominaciones comunes hacia otras libres de connotación discriminatoria “es parte de una campaña que busca revisar y reemplazar los nombres de insectos que puedan ser inapropiados”, en palabras de la institución. Institución que ahora invita a entomólogos, a científicos de campos relacionados y al público general a proponer alternativas, siempre y cuando –obvio es decirlo– “no perpetúen estereotipos étnicos o raciales negativos”. “Estamos trabajando para garantizar que todos los nombres comunes de insectos aprobados por la ESA cumplan con nuestros estándares de diversidad, equidad e inclusión”, ha resaltado el organismo en su declaración oficial, a la espera de sugerencias.

La casa del séptimo arte

Llevó tiempo pero, tras dos largos años de intensivas investigaciones, el libro Guinness de los récords –indiscutible guía de referencia para estos menesteres– certificó cuál es el cine más antiguo del mundo y, como no podía ser de otro modo, está en el que acaso sea el país cinéfilo por excelencia. Francia, obvio es decirlo; más precisamente en la Ciotat, villa portuaria de la Provenza, hogar del soñado L'Eden-Théâtre, que lleva más de 122 años con sus proyectores en danza. Aunque inauguró en 1889, la sala originalmente acogió obras de teatro, conciertos y eventos deportivos (entre ellos, peleas de box y luchas grecorromanas) porque, claro, todavía no existían las películas. Recién una década más tarde, en 1899, devino cine en toda la regla, aunque podría haber sucedido un cachito antes... Ocurre que su dueño por esos días, don Raoul Gallaud, era amigo del papá de Louis y Auguste Lumière; en Ciotat veraneaba la familia. Enterado del invento de los hermanos, el hombre les prestó el espacio para una proyección en septiembre de 1895, que resultó –mal que le pesara– fallida. Problemas técnicos truncaron la que podría haber sido mítica primera función de pago, título que recayó en el legendario espectáculo exhibido meses más tarde, en diciembre, en el Salon indien du Grand Café parisino: momento que los historiadores citan como “el día en que nació el cine”. Hubo que esperar hasta el 21 marzo del ’99, entonces, para que los films hicieran su debut en L'Eden-Théâtre, con una veintena de piezas de los Lumière; entre ellas, Le lancement d'un navire à La Ciotat, Un voyage à travers les Alpes en chemin de fer, Les Cow-boys d'Amérique, Un crêpage de chignons. Programa que, homologado por las autoridades de los Guinness, permite afirmar que el espléndido y perfectamente conservado espacio es el cine más longevo que existe en la faz de la tierra. Actualmente, de hecho, además de ciclos temáticos, tiene en cartelera cintas como el tanque Cruella, de Craig Gillespie, la comedia francesa Presidents, de Anne Fontaine, la animada Petit Vampire, de Joann Sfar, y siguen los títulos. En fin, una historia de resiliencia la del cinema, visto y considerando que, como reza su bio oficial, “puedo haber sido el fin del Edén en tantas ocasiones”. Resistió su fachada el daño mortífero “de un ataque alemán durante la Segunda Guerra Mundial; superó la crisis de la industria del cine de los años 60s, cuando la televisión llevó a la gente a adoptar otros hobbies...”, da ejemplos la web sobre ciertos pormenores que supo sortear este lugar decididamente histórico, que es regenteado desde los 90s por la propia cité, catalogado además como monumento histórico. Mediante amorosas restauraciones y el apoyo incondicional de los locales, hizo frente a contratiempos y hoy goza de una coronita más, mientras continúa su misión de seguir proyectando.