Yo era un adolescente incorregible, mis dos mejores amigos también, y una tarde compartimos un viaje en ascensor con un vecino del edificio, que nos oyó hablar sin parar de nuestro plan de hacer una revista que no se pareciera a ninguna otra. Al llegar a su piso, el tipo dijo que tenía algo que quizás nos sirviera, y nos invitó a los tres a pasar, y nos mostró libros, y nos recomendó películas y nos puso discos, y en aquel living a media luz en plena dictadura militar, nos hizo entrar a un mundo en el que James Dean le leía a Marilyn el Ulises de Joyce, Dylan Thomas volvía de su última curda al Chelsea Hotel, Coltrane intentaba llegar con su saxo hasta donde Charlie Parker había comenzado su caída libre, Fitzgerald aconsejaba con su último aliento a Faulkner que huyera de Hollywood, Pollock tiraba pintura como napalm en toda tela que le pusieran delante, Sylvia Plath despertaba de su primer electroshock y Burroughs le daba un balazo en la frente a su esposa jugando a Guillermo Tell en una pensión mexicana.

En aquel departamento empecé a entender la literatura, con esas coordenadas. En la Argentina de la dictadura, yo quería ser un beatnik. Esa matriz norteamericana me quedó para toda la vida. He tratado desde entonces de llenarla de otras cosas, de diluirla en mí, mudar de piel, dejarla atrás. Pocas cosas me decepcionan tanto como la literatura y el cine y la música gringa, de Reagan para acá. Pero igual tengo esa matriz en el adn, y me delato cada tanto: la exposición muy temprana al American Way deja una impronta que se le nota para siempre a sus víctimas. Hasta el día de hoy me dicen: “Sos reshanqui para escribir, vos”. Me he inoculado toneladas de sangre judía, rusa, japonesa, mitteleuropea, italiana y latinoamericana, en forma de libros de todo tipo, pero me lo siguen diciendo igual, así que me remontaré al origen del asunto.

Mi padre acababa de casarse con mi madre y yo no existía todavía. Él ya trabajaba como ingeniero en la empresa de caminos de mi abuelo: en realidad había querido ser aviador o dibujante, pero su padre lo necesitaba ingeniero como él (mi padre era el primogénito), así que mi padre fue lo que dijo su padre. Viene entonces Walt Disney a la Argentina. Sin decirle nada a nadie, mi padre deja en el hotel donde se aloja la comitiva una carpeta con dibujos suyos: no había un solo diseño propio, eran simplemente acetatos perfectos de las epónimas figuras de Disney. Pero todo en ellas era increíble: el color, el trazo, la continuidad. Y no Made in Usa sino Made in Casa por él solito, en sus ratos libres. Se ve que eran tan buenos esos dibujos, que la gente de Disney le ofreció trabajo bien pago en su factoría de Los Ángeles. Mi padre lo mencionó en la mesa familiar esa noche. No hizo falta que mi abuelo levantara su voz de trueno contra él. Mi abuela, que no era de interrumpirlo nunca, se le adelantó.

Mi abuela había nacido en Inglaterra. Era, y se creía, criolla de pura cepa, no había vuelto a Inglaterra más que unas pocas veces de paso, pero hasta el día de su muerte conservó su pasaporte inglés, como un secreto certificado de pedigree, como un recuerdo de otra vida. Mi abuela sabía que mi padre leía la revista Time y fumaba cigarrillos norteamericanos y copiaba los gestos de los galanes de las películas norteamericanas. Mi abuela sabía también que una gran amiga de mi madre, Trudy Firmat, vivía en Los Ángeles, y había recibido en su casa a mi padre y a mi madre durante la luna de miel de ellos.

Todo eso lo podía aceptar. Pero que un hijo suyo, ese hijo precisamente (porque mi abuela tenía algo especial con mi padre: ese cariño callado de las madres que ven lo tremendo que es el padre con el primogénito), que tan luego ese hijo se le fuera a vivir a California, al epicentro del mal gusto norteamericano, era sencillamente inaceptable para ella. Le dijo con su voz pacífica de siempre: “Ese país no es para vos, hijo”. No hizo falta siquiera que levantara la voz. Mi padre pudo haber tenido la vida de sus sueños trabajando para la Disney, jugando al golf y tomando martinis mirando el atardecer en la costa californiana, y yo no nací en Estados Unidos, porque mi abuela le hizo sentir con una sola frase que esa no era una vida para él. Y nunca más se habló del asunto. Mi padre fue ingeniero el resto de su vida. Nunca más dibujó, que yo sepa.

Mientras tanto yo crecí y llegó mi adolescencia, mi rebelión. Empecé a practicar todo lo que a mis padres le daba tirria: el desorden de los sentidos, básicamente. Yo escribía poesía, yo odiaba su utopía de pacotilla, eso que Henry Miller llamó la pesadilla de aire acondicionado. Lo asombroso fue que eligiera como guía, como padre espiritual en la construcción de mi utopía, a un tipo que me inoculó una versión alternativa del mito yanqui: el desorden de los sentidos American Way. En la Argentina de la dictadura, yo quería ser un beatnik.

El demonio, como sabemos, tiene muchas caras. Uno vuelve la vista atrás y ve cada encrucijada en que se cruzó con él (Kierkegaard decía que el problema de la vida es que se la vive para adelante pero se la entiende para atrás). El demonio es básicamente un veneno. Para que funcione tiene que haber algo en nosotros que responda a él: el veneno funciona si hace contacto con eso. De manera que reconocemos al demonio cuando ya lo llevamos dentro.

Aquel vecino del piso ocho, aquel tipo que nos abría la cabeza a base de libros, discos y películas, era viudo. Era viudo y además tenía una hija y además era lo que entonces se conocía como agente cultural de la CIA: un perejil, un buchón, un sorete. La hija era cinco años menor que nosotros y, de un día para el otro, dejó de ser la pendeja amarga y anteojuda que se paraba desafiante delante del sofá donde nosotros escuchábamos a su padre para decirnos: “Ustedes no son beatniks”. Volvió de un verano transfigurada en una beldad que te cortaba la respiración. Mentira; no era tan linda, pero a nosotros tres nos cortaba la respiración: era una morocha argentina.

Por ella, por esa morocha hermosa, se pudrió la amistad de aquellos tres poetas en ciernes. Por ella nos peleamos con su padre también, cuando supo que uno de nosotros se acostaba con su hija y nos echó a patadas a todos de su departamento, y puso a su hija pupila en un internado en las sierras de Córdoba, mientras nosotros terminábamos el secundario y rumbeaba cada uno para su lado en la vida.

Cuando el siglo veinte se convirtió en el veintiuno, y el padre de aquella morocha argentina ya llevaba largo tiempo bajo tierra, y mis dos amigos de entonces habían devenido uno financista y el otro estanciero y llevábamos treinta años sin vernos ni ganas de volvernos a ver, yo me reecontré con ella. Nos cruzamos hace poco en Gesell. Ella había venido por unos días a la costa, a hacer un retiro, y pasó a visitarme después. Tiene su espléndida melena igual de lacia y pesada que en sus mejores tiempos pero completamente gris, y la misma carita de muñeca pero con todas las muescas de la vida en sus facciones: es una especie de pachamama, de monja zen itinerante, que habla poco pero te la pone con lo poco que dice.

Por ella supe que su padre era de la CIA. Nada especial, un perejil nomás, como dije. Técnicamente hablando pertenecía al departamento de extensión cultural que, en cada embajada americana del mundo, solía ser la tapadera de la CIA. En la superficie, esos tipos eran divulgadores de la cultura norteamericana: organizaban charlas, conciertos de jazz, ciclos de cine y muestras de pintura con dinero de la embajada, y bajo cuerda informaban a sus patrones de las ideas políticas que se cocían en esos ambientes. Ella prefirió no averiguar mucho más, y no le era muy grato recordarlo aunque tampoco le resultaba especialmente amargo: ya se había decepcionado antes de su padre, más precisamente en el momento en que él la despachó pupila a Córdoba. Pero le parecía una justicia poética hacerme partícipe de aquella deprimente revelación. “Me imagino lo que significará esto para tu enferma relación con lo yanqui. Siempre nos persigue el pasado ¿no?”, dijo sonriendo como para sí. Y se quedó mirando la tarde nublada y ventosa, el cielo del mismo color grisáceo que el mar y la arena opaca de la playa, hasta que de pronto agregó: “O sea que acá escribiste el poema sobre la polaca”.

Ese poema había sido mi última contratapa en el diario, el cierre del ciclo de los viernes después de doce años, y el primer poema que me animaba a publicar desde aquellos tiempos remotos en que dejé de verla, a ella y a mis dos cofrades beatniks. En ningún momento, mientras escribía y corregía ese poema, había pensado en ella. Pero ahora me parecía más que obvia su presencia, en el fondo del fondo, invisible para el resto del mundo. Fíjense, a ver si la alcanzan a ver:

Estoy

enamorado un poco

de una polaca llamada Wislawa

de apellido Szymborska

y, para los íntimos, Mariusha.

Su padre quería un varón

Le decía: Nada de berrear

Nada de exponer entrañas

y creo que por eso ella escribió

muchos años después:

Sé componer los rasgos de la cara

para que nadie divise la tristeza

soy quien soy

un caso insólito

podría ser yo pero sin asombro

aunque eso significaría

ser alguien totalmente distinto.

Ah, Wislawa, alma vieja

Ah, Mariusha, siempre nena

nadie en tu familia murió de amor

y vos en cambio viviste así

amando el color azul

y buscando siempre a aquel de

ojos color cerveza

que lleno de amor te dijo un día:

Mañana y todas las mañanas de mi vida

estaré bajo tu balcón

-salvo que llueva.

Ah, Wislawa,

Mariusha, que ojos tenías

aunque ignoraras de qué iba la obra

y qué papel representaba en ella

haga lo que haga, dijiste,

se convertirá para siempre en lo que hice

Y nos advertiste:

Aun con toda mi buena fe

sé que contaré cosas que jamás existieron

En tu primer viaje al exterior

(a Bulgaria, en tiempos soviéticos)

te alojaron en un triste hotel lejos de la ciudad

había ahí un enorme globo terráqueo

vos dibujaste una isla minúscula

le pusiste el nombre del hotel

y la pegaste en el lugar más vacío del Pacífico,

quien pase alguna vez

por ese rincón de los mares

que nos diga si esa isla aún existe

¿De dónde vienen esos poemas?

te preguntaron una vez:

Escribo historias muy cortas

que se vuelven más y más cortas

hasta que solo tienen unas pocas líneas

de ahí vienen mis poemas, dijiste,

Y también:

prefiero lo ridículo de escribir poemas

a lo ridículo de no escribirlos,

Y también:

me gusta escribir a mano en hojas pequeñas

para asegurar el contacto

entre lo que tengo en la cabeza y la mano,

y también

para traducir un poema mío,

primero hay que comprenderlo

y luego basta encontrar algo bonito

pero no demasiado, para que suene natural

porque mis poemas son

como respiración

reposada.

Y cuando vino el Nobel

y Polonia entera te quiso abrazar

la sofrenaste con estas palabras:

En este país, por tradición

una poeta tiene que ser maldita,

infeliz

por exceso de espiritualidad

y por causa de sus amantes

que no están a la altura de su talento

perdón, perdón por no ser así

mis señas de identidad

son, es cierto, el frenesí

y la

desesperación

pero así, en minúscula.

Todas las sillas eran duras en tu casa

para que las visitas no se quedaran demasiado

y lo que más te gustaba de los viajes

era el regreso

Y cuando no querías hacer algo decías:

será un placer aceptar su propuesta

cuando sea más joven

Ah, Wislawa,

Mariusha.

Eras de la opinión que

en nuestra época se hablaba demasiado

así que diste el discurso más corto

de toda la historia del Nobel, empezaste así:

En un discurso lo más difícil es

la primera frase. Así que ya la he dejado atrás

y contraviniendo el protocolo

saludaste al público

antes que al rey y a la reina

y después saliste a fumar

y cuando el rey te ofreció

un chicle de nicotina le dijiste:

dudo que sean tan benéficos como el cigarrillo

para la literatura

Ah, Wislawa,

Mariusha

Déjame decirte una cosa:

no conozco nada más benéfico que vos

para la literatura.

Mi querida monja zen, mi adorada musa beatnik de la adolescencia, se rió un poco de mí, después barrió de nuevo con los ojos el paisaje que nos rodeaba, la playa pobre, el mar gris pero poderoso, y dijo: “Me gusta que estés acá. Contame qué encontraste. Por qué te quedaste.”

Y yo le hablé largamente de mi hija, el amor de mis amores. De verla crecer casi minuto a minuto, por estar en casa todo el día en mi nueva vida gesellina. Le conté que, en mi primer invierno acá, un día me crucé caminando por la playa con un surfer recién salido del agua. Era una de esas tardes gloriosas de principios de octubre que te sacan de los huesos el frío del invierno con solo apuntar la cara al sol, cerrar los ojos y dejarse invadir de luz. Pero yo era urbano todavía, había bajado a caminar por la playa embutido en un gorro negro y anteojos negros y un chaquetón de cuero negro que había sido compañero de mil batallas en mis tiempos porteños. El surfer me dijo al verme pasar: “Yo, en Buenos Aires, también era dark”. Y agitando sus rastas aclaradas con parafina y dedicándome una sonrisa de un millón de dientes agregó: “Pero acá soy luminoso, loco”.

Después le conté de otro día, en que bajé a leer a la playa. Me faltaban menos de treinta páginas para terminar de leer el libro cuando empezó a levantarse tanto viento que era para irse, pero yo quería terminarlo como fuera, así que me guarecí contra los pilotes de la casilla del guardavidas, con la espalda contra la tormenta de arena, el libro apoyado contra las rodillas, apretando fuerte las páginas con cada mano para que no flamearan. Así estaba, cuando el guardavidas se asomó desde arriba por el ventanuco trasero de la casilla y me dijo: “Eh, escritor, ¿qué leés?”. Una biografía, le dije. “¿De quién?”. De un escritor, le contesté. El tipo se quedó mirándome con la cabeza asomada por el ventanuco y después dijo: “La biografía de un escritor vendría a ser la historia de una silla, ¿no?”

Lo que trataba de decirle a mi querida monja zen es que el mar tiene esa capacidad: genera clichés a granel, porque también genera momentos así. Hay quien dice que demasiada cercanía con el mar te lima. A mí me limpia, me destapa todas las cañerías, me impone perspectiva aunque me resista, me termina acomodando siempre, si me dejo atravesar, y es casi imposible no dejarse atravesar.

Cuando viene el invierno, cuando el viento impide bajar a la orilla y hay que curtirlo de más lejos, es como si el mar se pusiera más bravío para acortar la distancia, para que lo sintamos igual. Llevo más de quince años bajando cada día que puedo a caminar por la orilla del mar, o al menos a verlo, cuando el viento impide bajar del médano. En todos estos años, cada viernes, cada contratapa que mandé al diario, la entendí caminando por la playa, o sentado en el médano mirando el mar: por dónde empezar, a dónde llegar, cuál es la verdadera historia que estoy contando, de qué habla en el fondo, que tengo yo (o ustedes y yo) que ver con ella, qué dice de nosotros.

Cuando me vine a vivir al lado del mar, tuve tiempo de sobra por primera vez en muchos años, y al principio me dio como un horror vacui tremendo. En términos laborales era un jubilado prematuro. Mis obligaciones se reducían a mirar los estantes de mi biblioteca. Tres de cada cinco libros de esa biblioteca los tenía sin leer aún, cuando llegué a Gesell. El vicio de todo lector voraz: comprar libros para tenerlos, para leerlos algún día. Bueno, el día había llegado.

Uno de los pocos déficits que tiene el hábito de leer es que, cuando uno termina un libro que lo conmueve o lo estremece, todo lo que siente adentro queda ahí, y se va disolviendo antes de encontrar alguien con quien compartirlo. Ese es más o menos el espíritu con que he encarado mi contratapa de los viernes todos estos años: tratando de que el envión de la lectura se unifique todo lo posible con el acto de escritura. Leer, caminar, escribir, en una misma frecuencia, semana tras semana. Pensar en formato viernes, en lugar de pensar en formato libro: salirme de esa lógica que se había convertido en un karma (“¿Estás escribiendo?”, “¿Para cuándo el nuevo libro?”)

En mi dacha gesellina hay estantes por todos lados. Son anchos, para poder empujar los libros hacia atrás y dejar un poco de espacio, donde voy poniendo pequeñas piedras que me traigo de mis caminatas por el mar. Son piedras especialmente lisas, especialmente nobles en su desgaste: esas cuya belleza es lo que la abrasión del mar hizo con ellas, lo que no les pudo arrebatar. Esas que cuando vemos en la arena no podemos no agacharnos a recoger. Tienen el tamaño justo para entrar en nuestra mano; responden a ella como si fueran un ser vivo y, sin embargo, cuando se van secando en nuestra palma y van perdiendo color, no sabemos qué hacer con ellas y las soltamos.

Por tener tanta repisa providencialmente a mano, en lugar de soltarlas empecé a traerme de a una esas piedras, de mis caminatas por la playa. Nunca más de una, y muchas veces ninguna (a veces el mar no da, y a veces es tan ensordecedor que uno no ve lo que le da). Así fueron quedando, una al lado de la otra, a lo largo de los estantes de mi dacha. Es lindo mirarlas. Es lindo cuando alguien agarra una distraídamente y sigue conversando, en esas sobremesas que se estiran y se estiran tal como se desperezan los gatos. Un poco así he intentado hacer mis contratapas en estos doce años. Me gusta imaginar que cada viernes ha sido como una de esas piedras encontradas en la playa y puestas una al lado de la otra a lo largo de los estantes de libros que rodean una mesa donde algunas personas han comido y ahora conversan y fuman y beben y de pronto agarran alguna de esas piedras y la entibian un rato entre sus dedos y después la dejan abandonada entre las tazas vacías y los ceniceros llenos. Y cuando las visitas se van yo vuelvo a poner esas piedras en la repisa, apago las luces, y mañana, con un poco de suerte, quizá vuelva con una nueva de mi caminata por la playa.