El Chinchón era una excusa. Un abanico de cartas españolas encarnadas en ajadas manos marcaban las horas de un tiempo de basto y espada. Para quien mira desde abajo sólo logra una vista parcial de las cosas, el ritual de los jugadores quedó grabado en mí como un horizonte inalcanzable, una mesa cubierta con brilloso hule, escalera de oro, humeantes ceniceros y enganches con menos diez. 

Un toldo de lona se hinchaba con risas, gritos y discusiones, cual rachas de vientos cruzadas que empujaban al viejo patio de baldosas a navegar sobre un mar de sueños. Nadie miente cuando juega, el conservadurismo de aquél que se descartaba desde el inicio, la fantasía de quién pensaba ganar el juego en una sola mano, la malicia del que cortaba con celeridad pensando siempre en el daño que podía ocasionarle al resto o el que basaba su estrategia en el uso de la memoria para manejar el tablero, no sólo eran características esparcidas durante el recreo, más bien eran propiedades de la esencia de cada uno de ellos con las cuales habían construido cada relación con objetos y sujetos a lo largo de toda su existencia, vidas regidas como todas, en gran parte, por el azar. 

Afuera estaba prohibido todo, hasta pronunciar ciertos nombres propios en lugares públicos, ante la información escasa, acudían a la imaginación como hoy nosotros acudimos a internet. Sentado en el piso, entre macetas de cemento, era feliz inventando guiones para mis soldaditos de plomo, escuchando de fondo voces apasionadas amasando realidad con mentiras hasta formar un pan que les alimentaba el alma. 

El Negro Acosta, repartidor de la Liverpool, amante de las series de Narciso Ibáñez Menta, hablaba despacio, su alta sensibilidad no le permitía que se burlaran de sus pareceres. Solía narrar muy lentamente, como quien lee un cuento de Alan Poe en voz alta, un relato recurrente sobre un ponja, medio genio, medio loco, habitante de una casa fantasmal, con árboles enanos, animales disecados, quien, entre otras cosas, dormía con su esposa embalsamada. Un pesado silencio ganaba el interés de los chinchoneros mientras un escalofrío recorría la espalda de quien escribe. 

Una tarde en la que parlamentaron sobre las secretas armas nucleares de las potencias mundiales, el sodero no dudó en dar su opinión, aseguró que el arma de destrucción masiva más letal que existe en el mundo era el espejo. Una catarata de burlas por parte de sus compañeros lo alejaron del vicio por dos meses, regresó como si nada hubiese ocurrido y ninguno de los involucrados volvió a tocar el tema. Al dueño de casa, lo trataban de ingenuo, había que ser un gil a la gurda para creer que al Paraná se lo podía cruzar por medio de un túnel, sólo un pánfilo podía soñar con un equipo de la ciudad campeón en un torneo organizado por los cinco grandes y más que otarios eran aquellos que luchaban por la vuelta del tirano exiliado. El iluso no contestaba, sólo mezclaba los naipes con una sonrisa, prefería vivir ilusionado y otorgarle al tiempo la capacidad de responderlo todo. 

Una noche negra, sin previo aviso, el dueño de la baraja se fue a jugar solitarios a las estrellas. Cuando mi patio se cubrió con un silencio de helechos, no dudé en cruzar el umbral y refugiarme en la calle. La bibliotecaria del barrio, mujer delgada, de baja estatura, con cara de laucha, ojos de lechuza y una voz modulada en tono bajo que le ayudaba tanto en su trabajo como para lograr su mayor propósito, pasar desapercibida. De aquella mujer oscura, inesperadamente, recibí un rayo de luz que iluminó mi sombra. Fue una mañana lluviosa, cuando antes de entregarme el tomo de tapas amarillas, "El llamado de la selva", me dijo con la seguridad que sólo brinda la vivencia, "tené cuidado, mirá que corrés el riesgo de olvidarlo, en el futuro, una foto suya sólo te recordará sus facciones, tenés que escribir lo que recuerdes de él, el espejo de papel nunca miente, te hará bien comenzar a redactar tu diario personal". No dudé en hacerle caso. El día de su partida no pude llorar, creía que todo era para siempre, no entendía la muerte en aquel momento, ahora tampoco. El duelo lo hice por partes. Brotaron mis lágrimas por primera vez debajo del agua, cruzando un túnel azulejado, iluminado, magnífico. 

La segunda, fue arriba de un camión en un carnaval azul y amarillo cantando, "qué lindo, que lindo que va ser/ Central campeón del mundo/ Perón que va a volver." Mi última cuota la pagué frente al televisor, cuando vi al que te jedi pisando tierra firme, levantar sus brazos para saludar a su pueblo. Muchas veces medite sobre aquella mesa, si no fue para mí como una maqueta de la patria, una bendición que me salvó de renegar de mi propio padre, mis próceres, mi historia, una base ideológica para intentar entender una realidad compleja, una necesidad de escuchar las voces de la calle sin intermediarios, la certeza de que la inocencia está ligada a la nobleza más que a la ingenuidad. Tampoco olvidé a la mujer anónima, ángel o demonio, que se cruzó en mi camino con su mensaje de apego a la vida, de odio a la muerte. 

Cuando leí el último libro del historiador de Rosario, Horacio Vargas, Mi obra maestra, biografía de Katsusaburo Miyamoto, sentí que su prólogo era un apéndice del diario que nunca dejé de escribir. Entre juegos de mesa, papas fritas y gaseosas, suelo narrarle a mi nieto Juan Facundo distintos relatos: la de un minotauro asesinado en su laberinto por un plan pergeñado entre su hermana y su amante, la leyenda guaraní en donde, en noche de luna llena, una pueblada salió a cazar al lobizón sabiendo que iban a matar a un hombre condenado por su destino, culpable de haber sido alcanzado por el amor, el camino de un médico rosarino encendido por la injusticia, enamorado de un sueño, aplastado por un monstruo imperial en un escuelita de un pueblo perdido de Bolivia, o la historia de un japonés que embalsamó por amor a Teresa, su mujer. 

La realidad no supera la ficción, sólo la confunde. No lo atosigo, sólo enciendo titulares en sus ojos agrandados por el asombro. Cuando extrañe las manos que lo llevaron a la escuela, podrá regresar a su Ítaca, surcando mares de tiempo en la proa de algún libro. Las imprentas siempre fueron astilleros. En ocasiones repetimos la historia por no haberla leído, en otras la reiteramos después de dudosos olvidos, lo cierto es que sólo la traicionamos cuando no la escribimos. En el momento preciso que mi actual contrincante, atrapado en un laberinto de apariencias, necesite imperiosamente saber quién es en realidad, algún recuerdo de estas charlas, tal vez, le ayuden a lograrlo. Con la tranquilidad que me brinda el saber que distintos espejos de papel llenarán mi ausencia, mezclo, reparto y me entrego al placer de dejarme ganar otra partida de Chinchón.

 

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