Todo parecía un sueño en Shiroyama, aun después del sueño. Se había disparado la última bala de los cañones imperiales contra los Samurais, y la restauración Meiji triunfaba sobre la rebelión Satsuma. Lo antiguo cedía frente a lo moderno influido por Occidente. Cada soldado avanzaba respetuoso hacia los cuerpos de los caídos. Ideoshi Takana, de 12 años, invisible a los ojos de los imperiales, se movía con soltura ese 24 de septiembre buscando el brillo de la espada. No sabía el lugar exacto en que se le presentaría, pero sí su intensidad.

El 2 de julio de 1877 Ideoshi Takana, de casta baja Samurai, había decidido unirse a la revolución por la mañana. Viajaría antes del alba para ganar así horas al calor y a las objeciones de su madre. Durante la tarde ensayó maniobras con la katana de madera, pero esa noche un sueño lo retendría dormido más allá de su voluntad. Una ráfaga de viento, levantada en movimiento único de espada, parecía susurrarle su frase grabada en el acero, al tiempo que señalaba imágenes caóticas de una batalla desigual, en la cual moriría, entre otros Samuráis, su padre. Las balas certeras de fusiles y cañones se imponían al arte de los guerreros. Hacia el final del sueño, el propio Ideoshi buscaba entre los Samuráis caídos el brillo de la espada. Sin mayor afecto que una vaga resignación por lo visto, la mañana del 3 de julio tuvo la convicción de que su propio Bushido o Camino del Guerrero aún debía esperar. Las noches siguientes apenas si hubo referencias al destino de la rebelión; la espada prefería enseñarlo a la destreza de su uso. Así fueron pasando semanas, hasta el solsticio de otoño, cuando Ideoshi debió partir al Monte Shiroyama.

Esa katana era de un acero no común; sí su empuñadura que no difería de otras. Nadie sabía o podía dar mayores referencias sobre su antigüedad o dueño. Lo raro tal vez era la frase grabada en su hoja: “Encuentra fuego el camino del guerrero”. Ideoshi, la colocó en una caja de madera de cerezo y se abocó a su guarda. Durante años, la espada no se le presentaría más que en sueños menores. A veces, Ideoshi la olvidaba.

A los treinta años obtuvo su puesto en el puerto lejano de Hiroshima. Los Samurais, si bien habían dejado su pasado guerrero, formaban parte de los destinos de Japón. Eran los herederos de la templanza y del honor no cedidos frente a las derrotas. Ideoshi Takana cumplía con holgura ese papel. Para cuando la invasión a Manchuria, la espada desalentó sus ansias de presentarse a la guerra. Fue por esa época que un accidente lo dejó limitado en su pierna izquierda. Ideoshi, asombrado, no entendía por qué el acero no buscaba combate, aun cuando su propio hijo estaba en las filas del ejército.

A los setenta años celebró el retiro de una vida de trabajo incólume, habiendo desbaratado y expuesto más de una situación de contrabando y relegado superiores impermeables a los códigos de honor. Personalmente le entregó a un compañero la daga para que cometiera Seppuku.

No fue menor la actividad tras el retiro. Era consultor de situaciones en cuanto a conducta y ritos. Había llegado a ser reconocido como un Samurai de casta alta, a pesar de los cargos medios que supo ocupar. Tal vez el mayor desvelo era su único nieto, Katsuko quien, como él, había quedado sin padre. (Oda Takana, su hijo, perdido en combate, descansaba en algún lugar de Corea). Ideoshi solía pasar tardes enteras contándole a Katsuko historias de guerreros y códigos de honor. Lo mejor era verlo escuchar poemas de Samurais escritos antes de morir; el de Sakumoto era el preferido de ambos: “Los cinco agregados de mi forma pasajera y sus cuatro elementos vuelven a la nada. Ofrezco mi cuello a la espada desnuda, cuyo tajo no es sino una ráfaga de viento”.

Al empezar la gran guerra, también comenzó el desvarío en Ideoshi. Decía soñar con su espada que anunciaba los destinos de cada batalla y la suerte de soldados desconocidos. La nuera, sarcásticamente, respondía preguntando por su propio hijo. Katsuko dejó de pedir por historias y poemas que se hacían desordenados. A comienzos de enero de 1945 Ideoshi murió sin el honor de terminar abatido bajo la hoja de una katana. Por las circunstancias de la época, el funeral pasó desapercibido.

Katsuko, a poco de haber muerto su abuelo, soñó el sueño de la espada. Perplejo, no supo entender al principio si eso se debía al deseo de mantener vivo el honor de Ideoshi o si realmente la espada dirigía el sueño. A diferencia de su abuelo, la katana lo instruía en un solo movimiento, al modo de una ráfaga. Durante las horas del día practicaba con otra de madera. El primero de agosto a las 8.13 intentó levantar la katana de la caja. No pudo con su peso. Cerró la tapa desconsolado. Por dos noches no se presentó el sueño. A la tercera todo volvió a ser muy intenso.

El 5 de agosto Katsuko fue reprochado por su madre. La tapa de la caja de cerezo estaba mal acomodada. Katsuko al cerrarla reparó en la inscripción y en el brillo que parecían aumentados. Fue una noche tranquila. Hacia las 6 de la mañana el sueño se repitió lentamente. A las 8.15 Katsuko, de doce años, saltó de su cama, corrió a través del estrecho pasillo, hizo la reverencia frente al pequeño altar. La espada saltó a su encuentro al levantar la tapa, y salieron a la calle soplando una ráfaga única frente al fuego de diez mil dragones.