A lo largo del siglo XX tomó forma la idea de que una inteligencia artificial pudiera manifestar su superioridad ante el ser humano. El campo de acción del desarrollo tecnológico pasaba por la computación. Y una de las expresiones en las que una máquina y una persona podían medirse era el ajedrez. En 1988 se desarrolló Deep Thought. Diseñada para jugar el juego-ciencia, derrotó al gran maestro danés Bent Larsen. En 1989, disputó dos partidas con el campeón mundial Garry Kasparov. En ambos encuentros, ganó el cerebro humano. Para 1996 se concertó el match entre Kasparov y Deep Blue. El campeón se impuso 4 a 2, producto de tres victorias y dos empates, pero sufrió una derrota. Un año más tarde, la versión Deeper Blue enfrentó a Kasparov, de vuelta a seis partidas, y ganó por 3½ a 2½. Un campeón del mundo ya no solamente perdía una partida, sino un match.

Dos siglos antes, en la Europa previa a la Revolución Francesa, la nobleza se conmocionó ante una máquina que jugaba al ajedrez: El Turco. Fue una ilusión exitosa, en cuya historia se cruzan figuras como Franklin, Napoleón, Beethoven y Poe.

Nace el Turco

Wolfgang von Kempelen había nacido en Bratislava, actual capital de Eslovaquia, en 1734. Era húngaro, consejero de la corte imperial en Viena y un muy buen ajedrecista. De hecho, solía jugar con la emperatriz María Teresa. Hacia 1770 creó El Turco. Era una caja de madera del tamaño de un escritorio, en la cual estaba empotrado el torso de un muñeco de madera que semejaba una figura humana. Ataviado con túnica y turbante, su aspecto fue el que le dio nombre al aparato. La parte superior de la caja tenía pintada un tablero de ajedrez. Se podía ver su interior, que mostraba un mecanismo de relojería. 

El Turco era capaz de mover las piezas de ajedrez ante cualquier rival. El Autómata, como también se lo llamó, también podía enfrentar de manera exitosa el problema del caballo; esto es, que un caballo de ajedrez recorra las 64 casillas del tablero sin repetir ninguna. La abertura de la caja servía para despejar cualquier sospecha: sin embargo, había un compartimento oculto, dentro del cual se instalaba un avezado ajedrecista que accionaba al muñeco.

Al parecer, Kempelen se inspiró al ver un acto de ilusionismo en la corte, a cargo del francés François Pelletier, cuyos trucos eran a base de imanes. El húngaro quiso evitar toda suspicacia y sostener la ilusión a partir del hecho de que El Turco jugara mientras se veía el interior abierto de la caja, una forma de mostrar al supuesto autómata en acción y sin que nadie imaginara que adentro había un ser humano, que a través de palancas podía mover el brazo del muñeco y hacer cada movimiento.

Wolfgang von Kempelen, el creador del Autómata. 

La influencia de Pelletier y sus imanes fue lo que permitió la efectividad de la ilusión. Cada pieza del tablero tenía un imán en la base y, a su vez, por debajo había otro imán, lo que permitía al operador del Turco ver desde adentro cuáles eran los movimientos de su rival. Para generar más encanto, se producía un sonido de relojería al moverse los engranajes cada vez que el Turco tomaba una pieza.

El inventor presentó su obra en el Palacio de Schönbrunn, en Viena. Se encargó de mostrar el interior de la caja abierto, para despejar las dudas. El conde Ludwig von Cobenzl, con negras, fue el primer rival. Y el primer derrotado. Kempelen tenía todo tan calculado que incluso desafió a que los asistentes llevaran elementos imantados para comprobar si la máquina funcionaba a base de magnetismo. Ya había comprobado que la distancia entre los imanes de cada pieza impedía cualquier alteración.

La idea era ingeniosa, tuvo éxito y Kempelen no dejó detalles librados al azar. Fue tan meticuloso que aun hoy se ignora la identidad de quién o quiénes operaron la máquina en esos años. Cuando el novelista alemán Robert Löhr escribió su novela La máquina de ajedrez, en la que ficcionaliza el nacimiento y apogeo del Turco, planteó que un enano era quien se introducía en el compartimento. Kempelen fue también muy hábil para dosificar la expectativa ante cada presentación del Autómata. Un poco para dedicarse a otros proyectos, solía decir que la máquina precisaba reparaciones después de jugar. Según se cuenta, apenas jugó en los años posteriores a su presentación en el palacio y, saturado por su popularidad, el inventor decidió desmantelar el artefacto.

De gira por Europa

En 1781, el emperador José II le ordenó que reconstruyera el Turco para ser mostrado al Gran Duque Pablo de Rusia. Este quedó tan maravillado que propuso una gira por Europa. Kempelen, más interesado en esa época en máquinas de vapor, aceptó y partió con su invención (se desconoce si con el ajedrecista original de 1770) hacia Francia. El Duque de Bouillon dio la nota al derrotar al Autómata en Versalles. Perdió partidas con varios jugadores de nivel y se concertó una partida con François-André Danican Philidor, el mejor ajedrecista de la época. Se enfrentaron en la Academia de Ciencias y el hijo de Philidor diría más tarde que fue la partida más fatigosa que jamás había jugador su padre. El Turco fue derrotado. Antes de dejar Francia se midió al embajador de Estados Unidos: Benjamin Franklin. El inventor del pararrayos perdió y quedó impresionado por la invención de Kempelen. Entre los libros de su biblioteca aparecería el volumen que Philip Thicknesse le dedicó al Turco: La figura que habla y el jugador de ajedrez autómata, expuesto y detectado.

Ese libro fue producto del paso del Turco por Londres. La alusión al carácter parlante radica en que Kempelen había armado un sistema para que, desde adentro de la caja, el operador del Turco dijera “jaque” y “jaque mate” y el sonido saliera de la cabeza del muñeco. Thicknesse se propuso desenmascarar a Kempelen. No estuvo muy lejos de la verdad. En su libro aseguró que había un niño dentro de la caja y que esta funcionaba a través de un mecanismo de relojería.

La gira continuó por ciudades como Leipzig y Dresde. Se afirma que pasó por el palacio de Federico el Grande en Postdam y que Kempelen aceptó una fuerte suma de dinero a cambio de contarle la verdad al monarca. Si esto fue así, el rey se llevó el secreto a la tumba. De regreso a Austria, Kempelen dejó al Turco en el Palacio de Schönbrunn. No volvió a jugar bajo su guía, en una Europa que ya estaba convulsionada por la Revolución Francesa. Kempelen acababa de cumplir 70 años cuando murió en marzo de 1804.

El nuevo dueño y la partida con Napoleón

Las biografías de Ludwig van Beethoven refieren que, cuando el compositor empezó a perder el oído, le fue de utilidad una trompetilla que usaba para tratar de captar sonidos. Era un antecedente de lo que hoy sería un audífono. Su creador también diseñó el panarmónico, un instrumento de teclado, y colaboró en el desarrollo del metrónomo. Se llamaba Johann Nepomuk Maelzel y fue el segundo propietario del Turco.

¿Cómo fue que el Autómata llegó a sus manos? Ocurrió en 1805, un año después de la muerte de Kempelen. El hijo del inventor húngaro decidió vender el aparato al mecánico alemán. De hecho, Maelzel había ofertado por el Turco, pero Kempelen le pidió un dinero imposible de pagar. Ya con el artefacto en su poder, debió indagar su funcionamiento y hacer reparaciones. A diferencia de su antecesor, hay un listado más o menos completo de quiénes operaron al Turco bajo su guía.

Maelzel contrató a Johann Baptist Allgaier, que unos años antes había publicado el primer manual de ajedrez escrito en alemán. Sus problemas financieros habrían sido la causa de que aceptara la oferta para manejar al Turco. Se cree que fue Allgaier quien operó al Autómata en la partida más famosa que disputara el aparato. Uno de los más grandes estrategas de la historia, aficionado al ajedrez, iba a medirse con el Turco en julio de 1809: Napoleón Bonaparte.

La partida se jugó en el mismo lugar en que el Autómata fuera presentado casi cuarenta años atrás, el Palacio de Schönbrunn. Napoleón se había instalado allí para enfrentar a las tropas austríacas y aprovechó un alto en la campaña para medirse al Turco. La partida se conserva: con blancas, el Emperador fue derrotado en 24 jugadas. Se dice que, al iniciar la partida, Napoleón hizo un movimiento ilegal y el Turco volvió a colocar la pieza en su lugar. La situación se habría repetido y el Gran Corso tiró las piezas al piso antes de jugar en serio.

El Autómata llega a América

Una historia nunca confirmada señala que dos años más tarde, en Milán, el príncipe Eugène de Beauharnais le compró el Tuco a Maelzel y que éste se lo recuperó en 1815 para instalarse en París, donde el aparato fue manejado por Hyacinthe Henri Boncourt, uno de los mejores jugadores de Francia. En 1818 fue a Londres y realizó una gira por toda Gran Bretaña. William Lewis era el jugador escondido en su interior. En una partida reconoció por el estilo la identidad de su rival, Peter Unger Williams, a quien recomendó como su sucesor.

Para entonces, el Turco ofrecía ventajas a sus rivales, a modo de crear mayor expectativa. Así, jugaba con un peón de menos. Pese a ello, la gira de 50 partidas deparó apenas tres derrotas y dos empates. El éxito fue tan grande que Maelzel decidió probar suerte al otro lado del Atlántico. Así, fue con el Turco a Estados Unidos en 1826. El ajedrecista escondido se llamaba William Schlumberger. El Autómata disputó partidas en Nueva York, Boston, Filadelfia y Baltimore.

Un corte del Turco que permite ver su interior y el compartimento desde donde se lo manejaba. 

En esta última ciudad se produjo la derrota ante Charles Carroll, uno de los firmantes de la Declaración de la Independencia. Y fue en Baltimore donde Maelzel se enteró que tenía competencia en dos hermanos de apellido Walker, que habían diseñado un artefacto similar. Ambos aparatos convivieron como atracciones y nunca se enfrentaron. Sin embargo, el original mantuvo mayor popularidad.

Poe descubre al Turco

En los años siguientes, el éxito del Turco se expandió hacia el Oeste y hacia Canadá. La gira de 1836 lo llevó a Richmond, Virginia. Un escritor de 27 años, que se ganaba la vida en el Southern Literary Messenger, vio en acción al artefacto y publicó un ensayo en el periódico. El texto se titula El jugador de ajedrez de Maelzel; en él, su autor, Edgar Allan Poe, se propuso demostrar que era un fraude. Describió la experiencia de ver jugar al Turco y narró el origen de la máquina y las peripecias de Kempelen.

“El primer intento de una explicación escrita del secreto, al menos el primer intento del que nosotros mismos tenemos algún conocimiento, se realizó en un gran folleto impreso en París en 1785. La hipótesis del autor se reducía a que un enano accionaba la máquina (…) Toda esta hipótesis era demasiado obviamente absurda como para requerir comentario o refutación y, en consecuencia, encontramos que atrajo muy poca atención”, dice Poe en su ensayo. Luego cuenta que en 1789 se publicó un libro de M. I. F. Freyhere que postuló que adentró había un niño. “Esta idea, aunque más tonta que la del autor parisino, tuvo mejor acogida, y en cierta medida se creyó que era la verdadera solución de la maravilla, hasta que el inventor puso fin a la discusión al hacerse un examen detenido de la parte superior de la caja”.

Más adelante, apunta que “el Autómata no siempre gana el juego” y que “si la máquina fuera una máquina pura, y este no sería el caso, siempre ganaría”, y que cuando se le pregunta a Maelzel si no hay ningún truco, “su respuesta es invariablemente la misma: ‘No diré nada al respecto’”. El autor de El cuervo resalta que “es interés del propietario representarlo como una máquina pura. ¿Y qué método más obvio y eficaz podría haber para impresionar a los espectadores con esta idea deseada que una declaración positiva y explícita en ese sentido? Por otro lado, ¿qué método más obvio y eficaz podría haber para despertar la incredulidad en el hecho de que el autómata sea una máquina pura, que retener una declaración tan explícita?”. El escritor arriesga la respuesta: "A Maelzel le interesa representar esta cosa como una máquina pura; se niega a hacerlo, directamente, con palabras, aunque no tiene escrúpulos", y por lo tanto "la inferencia es que la conciencia de que no es una máquina pura es la razón de su silencio"

El ensayo de Poe se acerca a la verdad del truco en este pasaje: “Hay seis velas en el tablero del Autómata durante la exhibición. Surge naturalmente la pregunta. ¿Por qué se emplean tantas, cuando una sola vela o, en el mejor de los casos, dos, habría sido suficiente para ofrecer a los espectadores una vista clara del tablero? La primera y más obvia inferencia es que se requiere una luz tan fuerte para que el hombre que está dentro pueda ver a través del material transparente (probablemente una fina gasa) del que se compone el pecho del Turco”.

Edgar Allan Poe le dedicó un texto al Turco en 1836. 

Poe también pone el acento en otra cuestión: que el Turco fuese zurdo. "El Autómata juega con el brazo izquierdo, porque bajo ninguna otra circunstancia el hombre que está dentro puede jugar con el derecho". Señala que si fuera diestro, "para alcanzar la maquinaria que mueve el brazo, y que antes explicamos que se encuentra justo debajo del hombro, sería necesario que el hombre que se encuentra dentro use su brazo derecho en una posición extremadamente dolorosa e incómoda (es decir, acercándose a su cuerpo y apretadamente comprimido entre él y el costado del Autómata,) o bien para usar su brazo izquierdo atravesado sobre su pecho. En ningún caso pudo actuar con la facilidad o precisión requeridas. Por el contrario, al jugar el Autómata, como ocurre, con el brazo izquierdo, todas las dificultades se desvanecen. El brazo derecho del hombre que está dentro se lleva a través de su pecho, y sus dedos derechos actúan, sin ninguna restricción, sobre la maquinaria de los azulejos en el hombro de la figura”.

El fin del Autómata

El secreto, pese a las elucubraciones de Poe y otros, se mantuvo. Dos años después, en abril de 1838 Maelzel arribó con el Turco a La Habana. Allí, Schlumberger contrajo fiebre amarilla y murió. Maelzel se quedó sin nadie que operara el artefacto y decidió volver a Europa. Murió en el puerto venezolano de La Guaira, el 21 de julio de 1838.

Entonces, los caminos del Turco y Poe se volvieron a cruzar, aunque de manera indirecta. John Kearsley Mitchell, médico personal del escritor, compró el Autómata al empresario que heredó los bienes de Maelzel. Instalado en Filadelfia, y tras una etapa de reparaciones, el Turco jugó algunas partidas. Mitchell lo donó al Museo Chino de la ciudad. El edificio se incendió el 5 de julio de 1854. El ya octogenario Autómata sucumbió a las llamas. La leyenda dice que, mientras el fuego lo devoraba, el Turco pronunció una palabra: jaque.