Es posible que lo ocurrido en el barrio marplatense de El Martillo sea relatado como un hecho inédito. Si la medida de lo inédito es un grupo de vecinos enardecidos, una casa rodeada, incendiada, un enfrentamiento entre bandas de narcos. Siete horas de asedio, sin que la policía intervenga. Están todos los elementos para construir un relato que impresione. Los condimentos, están. El odio, la venganza, la sangre que hierve, la irracionalidad, el prender fuego una vivienda con gente dentro, no importa de quien se trate ni su grado de responsabilidad, son argumentos que nutren la irracionalidad, no de los que actúan como vándalos, sino de quienes se nutren de esa noticia. Basta con cargar de inmoralidad al que se considera culpable para justificar la respuesta irracional –convengamos que lo irracional necesita justificación para sostenerse después, pero no importa cual sea esa justificación–. 

Culpable no es lo mismo que responsable. Lo culpable carga con una etiqueta moral colgada al cuello de alguien por otros que se consideran en condiciones de decidir esa culpabilidad. La responsabilidad es una decisión que se toma desde dentro de una persona y se asume sobre las consecuencias del hecho del que esa persona se responsabiliza.

La responsabilidad llama a la conciencia. La culpabilidad, la aleja, porque culpar es resultado de un hecho irracional, sanguíneo.

Por eso, la construcción de un relato con condimentos que erizan la piel, levantan los ánimos, promueven la respuesta caliente a favor o en contra de unos o de otros. No deja pensar al espectador, ni falta que hace.

La construcción de relatos periodísticos en los que la carga del discurso culpabiliza, es ideal para que los lectores en lugar de pensar, se calienten, hiervan su sangre a la par de la de los que la hierven en lo real, que no piensen sino que griten, se enfurezcan y quieran matar a unos u otros, no importa a quien –esto, en realidad, se define fríamente en la redacción y, antes, en el despacho político que la guía–.

Pensar que durante siete horas, un barrio pobre como El Martillo o cualquiera de los que crecen a la par del hambre, haya sido inaccesible para la Bonaerense –nada menos que para la Bonaerense, que pisoteó tanto barrio pobre, tanto piquete, tanto terreno ocupado por falta de techo–, es lo que no se quiere. No se quiere que se piense. Porque si se piensa, se llega a la conclusión de que hay cabos sueltos. Más que cabos, comisarios.

Pensando un poco, parece más sencillo pensar que la Bonaerense le había soltado la mano al joven señalado como jefe narco. Y podría pensarse, con suspicacia, que el motociclista que el 30 de abril mató al amigo del jefe narco con lo que inició el arrebato de venganzas encadenadas, vendría de la mano policial que se había soltado.

Pensar con suspicacia haría que el relato de siete horas de balas, fuego, saña, muertes y venganzas perdiera esos condimentos para dar lugar a las preguntas. Y se sabe, la curiosidad (que no sé si buscará certezas, pero sí sé que es su opuesto) siempre incomoda. También al periodismo.

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